—Pareces feliz.
—Por primera vez en años, tal vez en toda mi vida, siento que pertenezco a un lugar. —Hizo una pausa y enseguida añadió—: Las tías opinan que debería ser ascendido. He sido portador durante mucho tiempo. Para mí es molesto quedar inmovilizado en un rango inferior, sobre todo ahora que soy una verdadera persona y tengo un linaje. El Pueblo creería que Gwarha no me tiene confianza, y eso arrojaría una sombra de duda sobre todos los argumentos que las mujeres de Ettin presentaron ante el Tejido.
«Ninguna mujer le dirá jamás a un hombre lo que debe hacer en el perímetro… al menos no directamente. Pero han hecho una sugerencia y él suele escuchar a las mujeres de su familia; aunque no estoy totalmente seguro de que esta vez lo haga.
Anna preguntó por qué no.
—Gwarha hará un montón de cosas por mí y casi cualquier cosa por sus tías, pero no pondrá al Pueblo en peligro. Yo he demostrado que no soy digno de confianza.
—¿Por ese motivo no te ascendió antes?
Nick cogió su tazón y lo sostuvo con ambas manos, como si intentara calentarse los dedos largos y delgados.
—No. Hablamos de este tema. Era demasiado probable que enfureciera a los otros oficiales superiores. Yo soy… era un enemigo extraño. Siempre hubo gente dispuesta a afirmar que yo no era de fiar y que tal vez ni siquiera era realmente una persona. Habría ocurrido lo mismo que con el caballo de Calígula.
¿Recuerdas? Calígula lo nombró cónsul. Eso no sentó bien a la aristocracia de Roma.
»Y estaba la cuestión de mi rango de seguridad. No es especialmente elevado. Habría resultado molesto tener a un oficial de alto rango sin permiso de acceso a la información protegida.
»Ahora el problema consiste en que Gwarha no está seguro de hasta qué punto puede confiar en mí. Me ha dicho que si sólo pudiera traicionarlo a él, correría el riesgo. Pero no me colocará en una posición desde la que pueda causar un daño serio al Pueblo. De modo que… veremos qué ocurre.
—Santo cielo, qué vida tan rara has tenido.
Él inclinó la cabeza y reflexionó.
—Es posible. Sin duda, el servicio de información de los humanos me ha parecido bastante peculiar y en el Medio Oeste norteamericano existen misterios que jamás logré desentrañar, como por qué la gente se queda allí.
Anna se echó a reír.
Hablaron un rato más, principalmente sobre el año que ella había pasado allí. Luego Nicholas se puso de pie.
—Debo regresar al despacho. Mientras he estado ausente, el general ha dejado que se me amontonara el trabajo. No puedo culparlo. No hay nadie que me iguale como analista de la conducta humana. —Se acercó a la puerta; se detuvo y se volvió para mirarla—. ¿Estás segura de que no quieres cambiar de bando, Anna? Podríamos contar con otro experto en humanidad.
—No —respondió ella.
—Lo más probable es que tengas razón. Del otro lado necesitamos gente que simpatice con nosotros.
Se marchó.
Anna llevó los dos tazones a la cocina. Él había lavado los platos del desayuno y los había dejado cuidadosamente amontonados, limpios y secos, pero no guardados, como en un mudo reproche.
Al mirar los platos sintió pena por Ettin Gwarha. Imaginó lo que sería pasar la vida con alguien a quien le resulta imposible dejar de limpiar.
Un nuevo grupo de mujeres había llegado en la misma nave que Nicholas y Matsehar. Anna no tenía idea del motivo de su visita. Habían ido a hablar con ella, sí. ¿Pero por qué? La gran discusión había terminado. La decisión estaba tomada; y el equipo de diplomáticos humanos aún no sabía que la humanidad había sido juzgada y considerada más o menos pasable. Ahora eso le parecía divertido.
Quedó muy impresionada por una política de Harag, una mujer de la estatura de Lugala Minti, de grueso pelaje, más pardo que gris, que la hacía parecer aún más grande de lo que era. El pelaje era listado, y las arrugas de su rostro formaban una especie de máscara diabólica donde se destacaban los ojos de color amarillo pálido. La voz de la mujer era profunda, baja, áspera y metálica. Parecía un motor al que le faltara lubricante.
Era la representante de una región vasta y escasamente poblada del continente más austral, le comentó Indil. En la región había una serie de linajes, todos ellos pequeños y ninguno claramente enfrentado a otro. La mujer ostentaba aquel cargo gracias a su capacidad para inducirlos a una cierta cooperación.
—Ten cuidado con ella —le aconsejó Indil—. Hay personas que avanzan por su cuenta, arrastrando detrás de sí a su linaje. Ésta es una de ellas.
Tal como ocurrieron las cosas, se llevaron muy bien. La mujer sentía genuina curiosidad por la humanidad y estaba dispuesta a creer que en el universo había algo más que su ventosa llanura. Detrás de su rostro aterrador se escondían una mente aguda y un auténtico, aunque apagado, sentido del humor.
Anna se acomodó para oír hablar de Harag y de la Región Cooperativa del Noroeste. Harag am Hwil no vio motivo alguno para mostrarse tímida ni reservada.
—Nada de lo que sé puede convertirse en un arma utilizada en mi contra. Qué inquietante debe resultar tener esa clase de información.
Era la única mujer que Anna había conocido hasta el momento que no llevaba túnica ceremonial. Su atuendo preferido se parecía mucho a un mono cortado a la altura de las rodillas. La tela era de diferentes colores, pero siempre lisa y tosca. Los cierres de las trabillas parecían de oro.
—Es por el pelaje —dijo la mujer, hablando por intermedio de Ama Tsai Indil—. El lugar del que provengo es frío y estoy muy bien aislada. Si llevara el mismo tipo de ropa que las otras mujeres me pasaría el tiempo jadeando.
Miró a Anna y sus ojos amarillos brillaron en la máscara.
—La vida es corta. Hay mucho que hacer. La mejor forma de ahorrar tiempo es hacer las cosas simple y llanamente, y no preocuparse por el aspecto, o por lo que puedan pensar los demás.
—¿Cómo te llevas con las otras mujeres de Ettin? —preguntó Anna.
Intentaba imaginar a aquella dama del mono recortado junto a las Tres Parcas.
—Bastante bien, aunque por supuesto no son ni la mitad de lo que era su madre. ¡Con ella sí que se podía llegar a un arreglo!
Pasaron una tarde en las habitaciones de Anna, con la compañía de Ama Tsai Indil. La mujer de Harag había llegado con una tetera de cerámica llena de algo parecido al té. Anna tomó vino. Indil bebió un poco de agua; parecía nerviosa. Debía de suponer un verdadero esfuerzo traducir para alguien tan categórico como Hwil. Anna habló de las diferentes estaciones de investigación en las que había pasado gran parte de su vida adulta. Hwil escuchó con interés y se bebió el té, que debía de ser ligeramente narcótico. Su postura se relajó un poco. Parecía que en cualquier momento iba a empezar a ronronear. Finalmente dijo:
—No sé si habría estado dispuesta a hacer un viaje tan largo como el que has hecho tú, Pérez Anna, sobre todo a mi edad. El corto viaje hasta esta estación me ha sentado mal. Mi digestión no es como debería ser. Creo que los giros de la estación hacen que los líquidos de mi interior se agiten. ¡Pero tú! Una viajera como tú debería estar dispuesta a llegar un poco más lejos. ¡Ven a Harag!
—No puedo —respondió Anna.