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—¿Te refieres a la guerra? —Hizo un ademán, como restando importancia a las palabras de Anna—. Se va a terminar. ¿No puedes decir a tus hombres que se pongan a trabajar y terminen lo que están haciendo aquí?

Anna miró a Indil. Su rostro oscuro y aterciopelado mostraba una expresión de sorpresa.

—¿Puedes decir eso a Ettin Gwarha? —preguntó Anna—. ¿O a Lugala Tsu?

—Sí, aunque en el caso de Lugala Tsu no serviría de mucho. Él escucha a su madre y a nadie más. Ahora que, si tienes que escuchar a una sola persona, Lugala Minti es una buena elección. Es enérgica e inteligente, aunque en los últimos tiempos su conducta no me ha causado muy buena impresión. Tiene miedo porque el universo está cambiando de una forma notable para ella… ¡como si el universo no cambiara constantemente! ¡Como si a la Diosa no le encantara el cambio! Ettin Gwarha me ha dicho que está haciendo todo lo que puede.

—¿Cómo puedes hablar con él? ¿Eres parienta suya? —Uno de mis hermanos es el padre de dos de sus primos, y no me molestaría tener parte de su material genético para Harag. Pero… —Hwil miró a Indil—. Es posible que otro linaje se nos haya adelantado. ¿Sí?

La mujer de Harag volvió a hablar, e Indil tradujo. Su voz era serena y melodiosa como siempre, un sorprendente contraste con la ronca voz de barítono de Harag am Hwil.

—Me estoy desviando del tema que nos ocupa. Has viajado mucho, Pérez Anna. Piensa en viajar un poco más. Si vamos a compartir el universo, será mejor que lleguemos a un entendimiento.

—Me gustaría —respondió Anna, y quedó sorprendida por la vehemencia de su propia voz.

Para entonces ya se había enterado de muchas cosas relacionadas con la Región Noroeste: una llanura seca con montañas al este y al sur, donde nunca llovía. Sus picos blancos brillaban como nubes en el cielo azul oscuro, y las viejas historias decían que allí vivían fantasmas y espíritus. Ahora los acueductos transportaban el agua hasta ciudades construidas con adobe. Algunos de sus habitantes seguían viviendo del ganado. Otros pescaban. El océano polar era muy rico.

Una tierra desolada, pero tentadora, como Samarcanda o Tombuctú. La mujer de Harag hablaba de maravillosos bordados, de delicados trabajos en metal, de minas de las que se obtenían piedras verdes y azules, de las rejillas para secar el pescado que se usaban en las poblaciones costeras, con el pescado que se agitaba y brillaba como… ¿cuál era la figura retórica que había utilizado Hwil? «Un bosque de hojas plateadas.»

También habló de la Autoridad de Regulación del Recurso Hídrico (siempre un centro de conflicto en la región) y del Proyecto Que Hace Brillar y Despeja Todos los Ojos, la Autoridad de Pesca, las cooperativas de compra y venta. (Anna tuvo que inventar algunos de estos nombres después de que Hwil describiera lo que hacía la organización en cuestión. Indil tenía problemas cuando se trataba de traducir términos burocráticos.) La mujer de Harag tenía tanto interés en aquello —y tal vez más— como en la tierra y las ciudades, aunque era evidente que las amaba.

Al final de su relato, Anna sintió deseos de viajar hasta allí. Se imaginó vagando por mercados, o dando un paseo por una planta desalinizadora. (Esto no era optativo, por lo que pudo deducir de las palabras de Hwil.) O viajando por una polvorienta autopista, junto a animales que no reconocía.

Finalmente la conversación concluyó, y la mujer de Harag se marchó. Ama Tsai Indil se quedó un rato más. Anna gruñó y apoyó los pies en una mesa.

—¡Santo cielo, qué mujer!

—Te lo advertí —dijo Indil.

—¿A qué se refería cuando habló de material genético?

Indil guardó silencio unos instantes. Finalmente dijo:

—Tenía intención de hablar contigo, Anna, ya que no es costumbre nuestra tener a los niños en el espacio, lo que significa que tendré que alejarme de aquí y regresar a mi casa.

Anna la miró.

—¿Quiere eso decir que estás embarazada?

—¡Claro que no! ¿Cómo podría estarlo? Hace un año que no estoy en casa. —Indil parecía escandalizada—. Y jamás habría viajado al espacio después de una inseminación.

El Pueblo utilizaba la inseminación artificial. Anna lo recordó en ese momento. En el planeta nativo debía de haber bancos de semen. ¿O los donantes tenían que hacer un viaje especial al hogar? Tendría que preguntárselo a Nick. Sin duda, no se lo preguntaría a Indil. Ella ya parecía incómoda.

Al cabo de un instante, Indil dijo:

—Mi linaje y el de Tsai Ama han llegado a un acuerdo con los Ettin. Ocurrió antes de que Tsai Ama Ul se marchara de aquí, pero se decidió que yo debía quedarme y hacerte compañía. —Hizo una pausa—. No había ninguna prisa, y si ocurría algo realmente desagradable, si los Lugala lograban molestar seriamente a los Ettin, siempre podíamos retroceder. Aunque Tsai Ama Ul no pensaba que fuera a ocurrir algo así. Ella siente un gran respeto por los Ettin, y Ettin Gwarha es, sin duda, el mejor nombre de su generación.

—Volverás a casa y quedarás embarazada, y Ettin Gwarha será el padre.

—Sí —dijo Indil—. Una niña. Es parte del acuerdo. Me gustaría ponerle dos nombres. Eso es algo que se hace en mi linaje. Quisiera tener tu permiso para que uno de los nombres fuera Anna.

Ella se sintió halagada y también asustada.

—No tienes que decir nada ahora —añadió Indil—. Hay mucho tiempo. Pero Tsai Ama Ul está de acuerdo con la mujer de Harag. Si vamos a compartir el universo con los de tu especie, debemos encontrar la forma de llevarnos bien.

Entonces se marchó. ¡Estas increíbles mujeres! Estaban recibiendo a Anna con los brazos abiertos. Ella imaginó a un bebé de pelaje gris, la hija de Indil, la criatura de Ettin Gwarha… con su nombre. Probablemente cambiaran la pronunciación de la primera «a» de Anna para que sonara como «ah». Ama Tsai Ana. Sintió que se le erizaba la piel.

Al cabo de un par de días se encontró con Nick en la entrada de los aposentos de los humanos. Vaihar era su escolta.

—Yo te escoltaré —le dijo Nick y la acompañó hasta la sala de observación. Allí había dos sillas; Nick se sentó en una de ellas—. Se me ocurrió que podía ver cómo se desarrolla todo.

—No has vuelto para traducir.

—No bromeaba cuando dije que el general dejó que mi trabajo se amontonara. No tengo tiempo para estas tonterías. De todas formas, ya está casi terminado. ¿O no lo has notado?

—He estado tratando —dijo Anna— con una gris marea de matronas. Aquí hay una dama de Harag que podría competir con las tías y ganar.

Nick se echó a reír.

—Tal vez no. Pero es formidable. Ha estado diciéndole a Gwarha que deje de perder el tiempo y haga las paces, para que la gente se ocupe de sus asuntos sin tener que pensar en esta guerra absolutamente tediosa. ¡Hay mucho que hacer!

—Lo sé —coincidió Anna—. Enfermedades de los ojos por erradicar. Mares por desalinizar. Me ha invitado a Harag para que vea las rejillas de secar el pescado.

Nick pareció sorprendido.

—Y para que visite la nueva planta desalinizadora.

Ahora pareció reflexionar.

—No creo que eso sea posible en este momento… quiero decir que puedas viajar al planeta nativo. Pero es una invitación interesante.

—¿Hasta qué punto es segura esta habitación?

—Ven —Nick se puso de pie.

La guió por una serie de pasillos desconocidos, más allá de varios puestos de guardia. Los guardias reconocieron a Nick e hicieron el ademán de la presentación. Él asintió a modo de respuesta. Se acercaron a una puerta. Él la tocó con la palma para abrirla e hizo una seña a Anna para que entrara.

Anna se encontró en una sala de estar: alfombra gris, muebles grises y castaños; un sofá y dos sillones, un par de mesas bajas de metal. Mucho más espartano que sus aposentos; ni un toque de color o lujo en ninguna parte. Todo de aspecto absolutamente impersonal. No había nada que indicara que la habitación estaba ocupada.