– He de irme, Campanilla. Tengo algo de trabajo atrasado. Gracias por la cena.
Sólo cuando la puerta de entrada se cerró tras él ella pudo musitar:
– De nada.
– Sí… Sí, está bien. Que suba. -A Portia le temblaban las manos al colgar el teléfono. Bodie estaba en el vestíbulo del edificio.
No había vuelto a llamar desde su cita en el bar deportivo, diez días antes, y ahora se presentaba en su apartamento a las nueve de la noche del Cuatro de Julio, confiando en que ella le estaría esperando. Pudo decirle al portero que le echara, pero no lo hizo.
Se dirigió maquinalmente hacia su dormitorio, despojándose por el camino de su combinación de algodón. Los Jenson la habían invitado a salir a ver los fuegos artificiales de la noche desde su barco, pero los fuegos artificiales la deprimían, como casi todos los rituales festivos, y prefirió declinar la invitación. Había sido una semana horrorosa. Primero, la debacle de Claudia Reeshman, luego se había despedido la ayudante que contrató para reemplazar a SuSu Kaplan, porque decía que el trabajo era «demasiado estresante». Portia había echado desesperadamente a faltar el programa de amadrinamiento. Hasta intentó concertar un almuerzo con Juanita para discutir la situación, pero la directora le había dado largas.
Intentó imaginarse cómo reaccionaría Bodie ante el apartamento que se había comprado después del divorcio. Dado que utilizaba su hogar para ofrecer cócteles mensuales a sus clientes más importantes, había elegido un piso amplio, en el ático de un edificio de piedra caliza de antes de la guerra, dexorbitadamente caro, contiguo a Lakeshore Drive. Pretendía transmitir la elegancia de un mundo pasado, por lo que había tomado prestada la paleta de colores de los maestros holandeses: cálidos tonos pardos, dorado añejo y verde oliva apagado, resaltados con sutiles toques agridulces. En el salón, un par de sofás muy clásicos, masculinos, y un sillón de cuero bordeaban la alfombra oriental teñida al té. Una alfombra oriental similar complementaba la sólida mesa de madera de teca del comedor y las sillas de suntuoso tapizado que la rodeaban. Era importante que los hombres se sintieran a gusto allí, por lo que mantenía las mesas despejadas de objetos decorativos y el mueble bar bien surtido. Tan sólo en su dormitorio se había permitido dar rienda a su pasión por la feminidad desbocada. Su cama era una creación de terciopelo marfil y crudo, con almohadas de encaje festoneadas de gamuza. Macizos candelabros de plata descansaban sobre delicados arcones. La espuma de cristal de una pequeña lámpara de araña colgaba en una esquina cerca de una mullida butaca de lectura con una pila de revistas de moda, varias novelas y un libro de autoayuda que pretendía servir a las mujeres en la búsqueda de su felicidad interior'
Tal vez Bodie estuviera borracho. Tal vez por eso se había presentado esa noche. Pero ¿quién conocía las motivaciones de un hombre como él? Se puso un vestido de tirantes de escote redondo con un estampado clásico de rosas y se calzó un par de zapatos de tacón rosáceos con cintas en los tobillos, adornados con pequeñas mariposas de piel. Sonó el timbre. Se obligó a caminar muy despacio hacia la puerta.
Él llevaba una camisa sedosa de manga larga color marrón topo con pantalones a juego, de esos carísimos de microfibras, que parecían deslizarse sobre sus piernas. De los hombros para abajo, su aspecto era musculoso pero respetable, elegante incluso. Pero de los hombros para arriba, toda respetabilidad se desvanecía. Su vigoroso cuello tatuado, sus ojos azules de picahielo y su amenazador cráneo afeitado le daban un aspecto más intimidante aún de lo que ella recordaba.
Echó un vistazo al salón sin decir palabra y luego caminó hacia las puertas acristaladas que daban paso a su pequeño balcón. Todos los veranos, Portia se proponía firmemente montar ahí un jardín de tiestos, pero la jardinería exigía una paciencia de la que carecía, y nunca llegaba a hacerlo. Una ráfaga de humedad penetró en la atmósfera climatizada del piso al abrir él una de las puertas y salir al exterior. Ella meditó unos instantes y decidió acercarse al mini-bar. Ignoró el surtido de cervezas de importación que él preferiría y eligió en su lugar una botella de champán y dos frágiles copas altas. Fue con ellas hasta las puertas acristaladas y encendió la luz exterior antes de salir.
El aire era cálido, espeso, y nubes altas y oscuras se cernían sobre el tejado del bloque de apartamentos de enfrente. Se aproximó al antepecho de hormigón, rematado por una superficie ancha que sostenían balaustres rechonchos, en forma de urna. Dejó allí la botella de champán junto con las delicadas copas.
El seguía sin abrir la boca. En la calle, diez pisos más abajo, un coche dejó su aparcamiento y dio la vuelta a la esquina. Un grupo de rezagados se dirigía al lago para ver el despliegue de fuegos artificiales de la ciudad, que debía de estar a punto de comenzar. Bodie descorchó la botella y sirvió el champán. Las frágiles copas no quedaban ni mucho menos tan ridículas en sus grandes manos como ella había esperado. El silencio se prolongó entre ellos. Lamentó no haber dicho algo al entrar él, porque ahora la cosa parecía un concurso para ver quién aguantaba más sin hablar.
Sonó la bocina estridente de un coche, y a ella se le tensaron los músculos del cuello hasta hacerse un nudo. Apoyó un pie en el barandal inferior. Se arañó la piel de su tobillo desnudo con la balaustrada de cemento. Él dejó su copa en el pasamanos, junto a la botella, y se volvió hacia ella. Ella no quería alzar la vista para mirarle, pero no pudo evitarlo. Las oscuras nubes se arremolinaban detrás de cabeza como un halo diabólico. La iba a besar, lo presentía. Pero no lo hizo. En vez de eso, tomó la copa de entre sus dedos y la colocó junto a la suya. Entonces alzó un brazo y le pasó el pulgar a lo largo de los labios, haciendo la presión justa para que el carmín se le corriera por la mejilla.
Los pelillos de la nuca se le erizaron. Se propuso apartarse pero fue incapaz. Fue él quien se apartó, en cambio… hasta las puertas de cristal, para alargar la mano hacia el interior y apagar la luz sumiendo así el balcón en la oscuridad. Un brote de pánico la recorrió de arriba abajo. El corazón empezó a latirle con fuerza Se dio la vuelta y curvó las húmedas manos sobre la baranda. Sintió cómo él se le acercaba por detrás, y empezó a temblar cuando posó las manazas sobre sus caderas. El calor de sus palmas atravesaba el sedoso tejido del vestido de rosas. Debajo sólo llevaba un coulotte de seda de tono crema muy pálido. Su piel se estremeció, y un súbito calor le inundó las entrañas. Él repasó el contorno de la estrecha banda superior de su coulotte por encima del vestido, una exploración más erótica que si le hubiera tocado la carne desnuda.
Una diadema de luces estroboscópicas hizo erupción en el cielo, blancas esferas cristalinas de fulgor y ruido que explotaban sobre el lago anunciando el comienzo del espectáculo de fuegos artificiales. Sintió el ardor del aliento de Bodie en su cuello húmedo, y sus dientes clavarse alrededor del tendón que marcaba el lugar donde cuello y hombros se unían. La inmovilizó así, sin hacerle daño, pero sujetándola como un animal. Deslizó las manos bajo el dobladillo del vestido.
Ella no trató de separarse, no se movió. El le palpó el trasero a través del coulotte. Deslizó el pulgar por la raja, hacia abajo, hacia arriba, luego hacia abajo otra vez, tomándose su tiempo. Al otro lado de la calle, se encendió la luz en una ventana, y en el cielo se abrieron como paraguas palmeras doradas. Ella recuperó el aliento al sentir deslizarse entre sus muslos los dedos de él.
Justo cuando creía que iban a fallarle las piernas, él aflojó la presión de su boca sobre el cuello y le pasó la lengua por el sitio por que la había tenido inmovilizada. Luego cayó de rodillas tras ella. Ella se quedó como estaba, aferrándose al pasamanos, contemplando cómo afuera se desenroscaban serpientes plateadas contra el cielo de nubes. Él le acarició las pantorrillas y después deslizó las manos hacia arriba, bajo la falda del vestido, rozando apenas el exterior de sus muslos primero, luego su coulotte. Metió los pulgares dentro de la banda elástica y se lo bajó hasta los tobillos. Le plantó un pie y sacó las braguitas por encima del zapato. Quedaron en el suelo, rodeando el tobillo opuesto. Se puso en pie.