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Hizo una llamada rápida a Caleb Crenshaw, el running back de los Stars, y otra a Phil Tyree, de Nueva Orleans. La alarma de su reloj sonó justo cuando colgó. Las nueve de la tarde. Levantó la vista y, en efecto, Annabelle Granger avanzaba hacia él. Pero fue la despampanante rubia que caminaba a su lado la que llamó su atención. Santo Dios… ¿de dónde había salido? El pelo liso y corto le caía en un corte moderno hacia la mandíbula. Tenía rasgos perfectamente equilibrados y una figura delgada, de piernas largas. De modo que lo de Campanilla no había sido sólo un farol.

Su casamentera era media cabeza mas pequeña que la mujer que había traído. Su maraña de pelo dorado rojizo brillaba alrededor de su pequeña cabeza. La chaqueta corta blanca que llevaba con el vestido de tirantes color lima era, sin duda, una gran mejora sobre el conjunto del día anterior; aún así, seguía pareciendo un hada del bosque chiflada. Se puso en pie para recibirlas.

– Gwen, te presento a Heath Champion. Heath, Gwen Phelps.

Gwen Phelps lo escrutó con un par de inteligentes ojos marrones que se inclinaban de forma atractiva en las esquinas.

– Es un placer -dijo con un tono de voz profundo y bajo-. Annabelle me ha contado todo sobre ti.

– Me alegra saberlo. Eso quiere decir que podemos hablar de ti, que, por lo que veo, será mucho más interesante. -Fue un comentario muy convencional, e incluso le pareció oír un resoplido, pero cuando desvió la mirada hacia Annabelle, en su expresión sólo vio ansias por agradar.

– Permíteme que lo ponga en duda. -Gwen se deslizó con gracia en la silla que él sostenía para ella. La mujer destilaba clase. Annabelle tiró de la silla situada en el extremo opuesto, pero se atascó en una de las patas de la mesa. Ocultando su irritación, Heath se estiró para liberarla. Annabelle era un desastre andante, y ahora se arrepentía de haberle exigido que se sentara con ellos, pero en su momento le había parecido una buena idea. Cuando decidió contratar una agencia matrimonial, también se prometió a sí mismo hacer que el proceso fuese eficiente. Ya había tenido dos encuentros organizados por Parejas Power. Incluso antes de que llegaran las bebidas, supo que ninguna de las mujeres era la adecuada para él, y había perdido un par de horas librándose de ellas. Sin embargo, ésta prometía.

Ramon vino desde el bar para tomar nota del pedido. Gwen pidió un club soda, Annabelle algo aterrador llamado fantasma verde. Ella lo miraba con la expresión jovial e impaciente del dueño que aguarda a que su perro de raza luzca sus habilidades. Si esperaba a que ella condujese la conversación, podía esperar sentado.

– ¿Eres de Chicago, Gwen? -preguntó Heath.

– Crecí en Rockford, pero vivo en la ciudad desde hace años. En Bucktown.

Bucktown era un barrio del norte de Chicago popular entre los jóvenes, no lejos de allí. El mismo había vivido en él durante un tiempo, de modo que intercambiaron unos cuantos comentarios superficiales sobre la zona, exactamente el tipo de conversación intrascendente que él hubiera querido evitar. Lanzó una mirada a la señorita casamentera. Ella, que no era tonta, captó la indirecta.

– Le interesará saber que Gwen es psicóloga. Es una de las principales autoridades del país en instructoras sexuales.

Eso atrajo su atención. Evitó hacer los muchos comentarios de vestuario de tíos que le vinieron a la mente.

– Un campo de estudio poco común.

– El entrenamiento sexual no goza de buena reputación -respondió la hermosa psicóloga-. Si se utiliza de forma adecuada, puede ser una magnífica herramienta terapéutica. Me he propuesto darle la relevancia que merece.

La psicóloga empezó a hacerle un resumen de su trabajo. Tenía un gran sentido del humor, era lista y sexy. ¡Vaya si era sexy! Había subestimado completamente las habilidades de casamentera de Annabelle Granger. Sin embargo, justo cuando empezaba a relajarse con la conversación, Annabelle echó un vistazo a su reloj y se puso en pie.

– Se acabó el tiempo -anunció en un tono de voz jovial que le dio dentera.

La atractiva psicóloga se puso en pie con una sonrisa.

– Ha sido un placer conocerte, Heath.

– El placer ha sido mío. -Puesto que era él quien había puesto el límite de tiempo, no le quedó más remedio que ocultar su irritación. Nunca hubiera esperado que una mema como Annabelle le presentase a una mujer despampanante como aquélla, y menos en la primera cita. Gwen abrazó rápidamente a Annabelle, volvió a dirigir una sonrisa a Heath y se marchó. Annabelle se acomodó en su asiento, bebió un sorbo de su fantasma verde y metió la mano en su bolso, esta vez color turquesa con palmeras cubierto de lentejuelas.

Segundos después, tenía delante de sus ojos un contrato. El mismo que ella había dejado sobre su escritorio el día anterior.

– Garantizo un mínimo de dos presentaciones al mes. -Un mechón de pelo dorado rojizo cayó sobre su frente-. Cobro d… diez mil dólares por seis meses. -A él tampoco le pasaron inadvertidos ni el tartamudeo ni el súbito sonrojo de aquellas mejillas de ardilla. Campanilla iba a por todas-. Normalmente, la tarifa incluye una sesión con un asesor de imagen, pero… -Dedicó una mirada a su corte de pelo, retocado cada dos semanas a ochenta dólares la visita al estilista, a su camisa negra Versace y a sus pantalones gris pálido Joseph Abboud-. Eh… eh… pero creo que nos la podemos ahorrar.

Y tanto que sí. Heath tenía un gusto lamentable para la ropa, pero la imagen lo era todo en su profesión, y el hecho de que no le importara un rábano lo que se ponía no quería decir que sus clientes fuesen de la misma opinión. Un asesor de imagen gay y refinado compraba todo lo que se ponía Heath. Además, le había prohibido combinar ninguna prenda sin consultar las tablas que colgaban de su armario.

– Diez mil dólares es mucho dinero para alguien que está empezando -dijo.

– Al igual que usted, cobro por lo que valgo. -Sus ojos se detuvieron en su boca.

Contuvo la sonrisa. Campanilla necesitaba practicar su cara de póquer.

– Ya he pagado un montón por mi contrato con Portia Powers.

El pequeño arco de Cupido del centro de su labio superior palideció un poco, pero le quedaban recursos.

– ¿Y cuántas mujeres como Gwen le ha presentado?

Le había pillado, y esta vez no ocultó su sonrisa. En lugar de ello, cogió el contrato y empezó a leerlo. Los diez mil dólares eran un farol, una pretensión optimista. Aun así, le había presentado a Gwen Phelps. Leyó las dos páginas. Podía hacerle bajar el precio, Pero ¿hasta dónde quería llegar? El arte del acuerdo requería que ambas partes se sintieran ganadoras. De lo contrario, el resentimiento podía influir negativamente en los resultados. Cogió su Mont Blanc y empezó a hacer modificaciones: tachó una cláusula, corrigió un par y añadió otra de su propia cosecha. Finalmente, le devolvió los papeles.

– Cinco mil por adelantado. El resto sólo si da usted con la mujer ideal.

Los puntos dorados de sus ojos marrones brillaron como la purpurina del yo-yo de un niño.

– Eso es inaceptable. Prácticamente me está pidiendo que trabaje gratis para usted.

– Cinco mil dólares no es moco de pavo. Y su curriculum no me impresiona.

– Sin embargo, le he traído a Gwen.

– ¿Cómo sé que no es todo lo que tiene? Hay una gran diferencia entre prometer resultados y conseguirlos. -Señaló el contrato-. La pelota está en su tejado.

Cogió las hojas y repasó los cambios con el entrecejo fruncido, pero al final firmó, tal como él había previsto. Después de firmar él también, se arrellanó en su asiento y la estudió.