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A veces deseaba poder regresar a su vida de siempre y descubrir que todo ese asunto de ser el tutor del muchacho era un inconveniente menor una vez que los Huxtable se hubieran instalado en Londres y hubieran ocupado el lugar que les correspondía en la alta sociedad. Sin embargo, nunca podría recuperar su vida de siempre. Dentro de poco tendría que cargar con un inconveniente monumental.

Y así esperó el regreso de su prometida.

En sus recuerdos la veía más delgada y menos femenina, más corriente y muchísimo más insignificante en el aspecto físico cada vez que pensaba en ella. Su lengua se hizo más afilada; su sonrisa, fácil; y su risa, más irritante. Su beso se convirtió en el de una niña… o una monja.

Fue perdiendo atractivo poco a poco.

Y él era el único culpable de tener que cargar con ella. ¡Por el amor de Dios! Podría haberle dicho que no, ¿verdad? Podría haberle dicho que no en cuanto ella le hizo esa ridícula proposición.

¿Desde cuándo dejaba que una mujer dictara sus actos? ¡Y en un aspecto tan importante como era el resto de su vida!

«Sí, usted también tendrá que cargar conmigo.»

Era lo más sensato que esa mujer había dicho en su vida.

Las invitaciones fueron enviadas y tanto la ceremonia como el banquete de bodas se planearon con todo lujo de detalles.

Las nuevas circunstancias de su vida se habían puesto en marcha y era imposible detenerlas; lo único que podía hacer era ver cómo se desarrollaban e ir tachando los días.

La Pascua llegó con alarmante velocidad. Estaba previsto que su boda se celebrara dos días después del Domingo de Pascua.

Cada noche cuando se acostaba, Vanessa esperaba permanecer despierta con los sentidos abrumados por tantas cosas e impresiones nuevas, y la mente atiborrada de nueva información. Y cada noche se sumía en un sueño profundo, agotada, en cuanto su cabeza rozaba la almohada.

La llevaron de visita por la ciudad y se quedó maravillada por todo lo que vio: la Torre de Londres, la abadía de Westminster, el palacio de Saint James, Carlton House, Hyde Park y otros muchos lugares emblemáticos de los que había oído hablar pero que jamás soñó ver con sus propios ojos. La llevaron a varias modistas, a guanterías, a sombrererías, a joyerías y a un sinfín de establecimientos hasta que ya no supo dónde había estado ni qué le estaban haciendo. Ni siquiera lo que habían comprado. Solía abrir los cajones y los armarios de su dormitorio en Moreland House y preguntarse a quién pertenecían esos camisones, esos escarpines de satén o ese chal de cachemira.

Eso sí, en ningún momento tuvo que hacerse esa pregunta en lo referente al vestido para la presentación, el que usaría para conocer a la reina después de su boda. Porque era inolvidable. Por alguna extraña razón, la reina insistía en mantener la moda del siglo anterior, de modo que el vestido debía tener unas faldas voluminosas, unas enaguas igual de voluminosas, un miriñaque, un peto y una larga cola, y tenía que ir acompañado con un tocado de largas plumas y un sinfín de complementos ridículos.

Además, tenía que aprender a andar hacia atrás sin tropezarse ni pisar la cola, porque era impensable, por supuesto, que alguien pudiera darle la espalda a la reina mientras se alejaba de ella. Y también debía aprender a saludar a la reina con una reverencia tan profunda que su nariz estuviera a punto de rozar el suelo, pero haciendo un despliegue de gran elegancia.

Se rió muchísimo, al igual que Cecily, mientras practicaba. Su futura suegra se olvidaba en ocasiones de la exasperación que le provocaba su torpeza y se echaba a reír con ellas.

– Vanessa, prométeme, prométeme por lo más sagrado, que no estallarás en carcajadas si llegas a cometer un error el día de la presentación, que Dios no lo quiera. Pero si lo cometes, debes reponerte y salir lo más discretamente que puedas.

Volvieron a estallar en carcajadas cuando enumeraron y exageraron todas las catástrofes que podrían suceder ese día.

– Vanessa, no recuerdo haberme reído tanto en la vida como me he reído desde que estás con nosotras -le dijo lady Lyngate con una mano en el costado, cuando no tuvieron más desastres que enumerar.

También se rieron mucho con las lecciones de baile que habían contratado para que Cecily pudiera mejorar sus habilidades, y a las que Vanessa se sumó. Tenía que aprender a bailar el vals, un baile del que apenas había oído hablar, y que nunca había visto ejecutar. Pero no era difícil, una vez acostumbrada al hecho de que se bailaba todo el rato con la misma pareja y sin dejar de tocarse ni separarse en ningún momento.

Se cortó el pelo. Al principio el peluquero solo quiso cortarle las puntas, pero cuando descubrió la abundante melena (que no era tan atractiva como los rizos de Stephen), le hizo un buen corte a la última moda, de forma que las ondas le enmarcaban la cara y podía peinarse con facilidad con los dedos o las tenacillas para hacerse rizos, incluso tirabuzones, en las ocasiones especiales.

– ¡Vanessa! -exclamó la vizcondesa al verla-. Sabía que tu pelo prometía. ¿No te lo dije? Pero no me había dado cuenta de lo bien que podía sentarte el pelo corto al tener la cara alargada. Resalta tus facciones clásicas y te hace los ojos más grandes. Sonríe para que te vea.

Sonrió como le pedía antes de estallar en carcajadas, fruto de un arranque de timidez. Se sentía calva.

– Sí. -Lady Lyngate la observó con ojo crítico-. Estás muy guapa. De un modo muy particular. Eres original.

Cosa que ella tomó por un cumplido.

Aunque seguía sintiéndose calva.

El nuevo guardarropa era todo en tonos pastel. Su vestido de novia era de color verde claro, de un tono mucho más claro que el vestido que Hedley le había regalado para la verbena estival.

De no haber estado tan ocupada todos los días y tan cansada todas las noches, habría llorado al recordarlo; habría llorado al recordar que Hedley no estaba con ella para compartir todas esas emociones. De hecho, casi siempre reprimía esos recuerdos y la culpa que sentía, salvo cuando la asaltaban sin previo aviso.

También intentaba pensar lo menos posible en el vizconde de Lyngate, con quien se casaría en menos de un mes.

Según pasaban los días lo recordaba más arrogante, más altivo, más serio… Todos sus defectos se acentuaban cada vez que pensaba en él.

Iba a tener que esforzarse muchísimo para cumplir su promesa de hacerlo feliz, de complacerlo, de… ¿Qué era lo otro? Ah, sí. De facilitarle la vida para que se sintiera a gusto.

Y de conseguir que le fuera fiel.

El mes pasó volando, demasiado deprisa. No estaba preparada. Necesitaba más tiempo. Aunque ¿para qué? ¡Para todo!, se dijo.

Claro que el tiempo no iba a detenerse. E inexorablemente el día llegó, y Vanessa se vio subida al carruaje, junto a lady Lyngate y Cecily, para regresar a Finchley Park y a Warren Hall. El señor Bowen cabalgaba junto a ellas como acompañante. Iba a ser el padrino del vizconde.

En cuestión de días. Los invitados a la boda ya estarían llegando. Entre ellos se encontraban sir Humphrey y lady Dew, y también Henrietta y Eva. Y la señora Thrush. Y los duques de Moreland. Muy pronto volvería a ver a su prometido. Sintió un vuelco muy desagradable en el estómago, aunque lo atribuyó al malestar por el viaje.