Era muy posible que eso los entristeciera.
De hecho, los entristecía. La víspera de la boda, mientras les daba las buenas noches, Vanessa besó a lady Dew en la mejilla y la abrazó como era su costumbre. A sir Humphrey le regaló su consabida sonrisa. Sin embargo, acabó arrojándole los brazos al cuello de forma impulsiva para estrecharlo con todas sus fuerzas mientras le enterraba la cara en el hombro con la sensación de tener el corazón a punto de romperse.
– Tranquila, tranquila -le dijo su suegro, que comenzó a darle palmaditas en la espalda-. Fuiste muy buena con nuestro hijo, Nessie. Tanto que no hay palabras para describirlo. Murió siendo feliz. Demasiado joven, bien es cierto, pero feliz de todos modos. Y todo gracias a ti. Pero ya no está y debemos seguir con nuestras vidas. Debes volver a ser feliz, y nosotros nos alegraremos de ver que lo has conseguido. El vizconde de Lyngate es un buen hombre. Yo mismo lo elegí para ti.
– ¡Padre! -Exclamó entre trémulas carcajadas al escuchar la absurda afirmación-. ¿Puedo seguir llamándote así? ¿Y a ti puedo seguir llamándote madre?
– Si nos llamas de otra manera, nos sentiremos mortalmente ofendidos -contestó sir Humphrey.
Lady Dew se puso en pie para compartir el abrazo.
– Cuando tengas niños, Nessie -le dijo-, tendrán que llamarnos «abuelo» y «abuela». Porque para nosotros serán nuestros nietos, como si los hubieras tenido con Hedley.
Era casi más de lo que podía soportar.
Se alegró mucho de que no subieran a verla a su vestidor a la mañana siguiente. La señora Thrush insistió en estar presente, claro estaba, y se comportó como una gallina clueca, entorpeciendo la labor de la doncella que acababa de llegar de Londres para servir a Meg y a Kate. Los demás fueron llegando poco a poco.
– ¡Nessie, por Dios! -exclamó Stephen mientras la miraba de arriba abajo.
Su vestido de novia y la pelliza que lo acompañaba eran de color verde claro, y además llevaba la alegre pamela con flores bordadas que Cecily encontró en una de las sombrererías que visitaron durante su estancia en Londres. Sus rizos se agitaban bajo el ala a cada movimiento.
– Estás tan bonita como un día de primavera. Y pareces muchísimo más joven que antes de irte a Londres.
El también estaba muy elegante, y su porte había mejorado a ojos vistas desde que dejaron Throckbridge. Vanessa así se lo dijo, pero su hermano le restó importancia al comentario con un gesto descuidado.
Katherine se estaba mordiendo el labio inferior.
– Nessie -dijo-, y pensar que hace solo unas semanas Meg estaba zurciendo calcetines, Stephen estaba traduciendo un texto en latín, yo estaba bregando con los niños de la escuela y tú estabas en Rundle Park… -Se le llenaron los ojos de lágrimas y volvió a morderse el labio.
– Pero a partir de hoy, Nessie y su marido serán felices y comerán perdices -apostilló Meg-. Y está deslumbrante. -No había ni rastro de lágrimas en sus ojos y tenía una expresión bastante tensa. Sin embargo, la miraba con un cariño tan fiero que Vanessa no fue capaz de sostener su mirada por temor a estallar en lágrimas.
La noche anterior estuvieron sentadas en su cama hasta muy tarde. Ella, apoyada en la almohada y Meg, sentada a los pies con las piernas dobladas y la barbilla sobre las rodillas.
– Quiero que me prometas que no perderás tu capacidad de ser feliz ni de extender la felicidad a tu alrededor, Nessie -le dijo-. Pase lo que pase. No debes dejar de ser quien eres. Prométemelo.
Su hermana temía que la vida al lado del vizconde de Lyngate acabara con su buen humor. Qué tonta era. Más bien sucedería todo lo contrario. Porque ella ayudaría al vizconde a sonreír y a reírse a carcajadas. Lo haría feliz.
Se lo había prometido a él. Se lo había prometido a su madre. Y, sobre todo, se lo había prometido a sí misma.
– Te lo prometo -afirmó con una sonrisa-. Meg, qué tonta eres. ¡Ni que mañana me llevaran a la guillotina! Mañana será el día de mi boda. No te lo he dicho antes, pero el día que me pidió matrimonio, a la orilla del lago, me besó.
Margaret la miró sin decir nada.
– Y me gustó -añadió-. Me gustó muchísimo. Y creo que a él también.
Esa parte posiblemente fuera incierta, pero tampoco podía decirse que fuera una mentira en toda regla, ya que no le había preguntado y por tanto no lo sabía con seguridad. Además, lo que sí tenía claro era que en aquel momento la había deseado.
Margaret comenzó a mecerse después de abrazarse las piernas.
– Meg, necesito que me besen -le confesó-. Y necesito mucho más. Necesito volver a estar casada. A veces tengo la impresión de que los hombres creen que son ellos los únicos que necesitan… los besos. Pero se equivocan. Las mujeres también tenemos necesidades. Y me alegro de volver a casarme.
Su confesión no era del todo una mentira, pensó. Porque era verdad que anhelaba sus besos… y mucho más que sus besos.
Como también anhelaba el amor y la felicidad. Si lo intentaba con todas sus fuerzas, tal vez pudiera conseguir una de esas dos cosas.
Esa mañana, no obstante, cuando Stephen le ofreció el brazo y lo aceptó para que la acompañara a la planta baja y al carruaje en el que recorrerían el corto trayecto hasta la capilla, no estaba tan segura de anhelar nada de eso.
Iba a casarse con un desconocido. Con un hombre guapo, viril, serio, impaciente, amargado, cínico…
¡Ay, Dios!, pensó.
Aunque también se había puesto de rodillas para pedirle matrimonio, un detalle innecesario ya que había sido ella quien se lo había pedido en primer lugar. Seguro que la hierba húmeda le había arruinado los pantalones…
Mientras se acomodaba en el asiento del carruaje y dejaba sitio a Stephen para que se colocara a su lado, llegó a la conclusión de que se sentía un poco como si la llevasen a la guillotina.
Por muy tonto que pareciera, ansiaba que Hedley estuviera a su lado.
No habría más de treinta asistentes en la capilla, aunque era tan pequeña que estaba a rebosar.
La ceremonia no sería muy larga. Un detalle que siempre le había sorprendido en las bodas a las que había asistido. Incluyendo la suya con Hedley. Y esa no iba a ser distinta.
¿Cómo era posible que se produjera un cambio tan importante y drástico en las vidas de dos personas con tanta brevedad y tanta discreción? El único momento de nerviosismo se produjo durante la pausa que realizó el clérigo después de preguntar si alguno de los presentes sabía de algún impedimento que obstaculizara el matrimonio entre los contrayentes.
Tal como siempre sucedía, según su experiencia, nadie dijo nada y la misa continuó hasta su inevitable conclusión.
En cuanto Stephen colocó la mano de su hermana sobre la del vizconde de Lyngate, Vanessa fue consciente de que la suya estaba muy fría. Y de que la de su futuro esposo era firme, fuerte y cálida. Fue consciente del exquisito corte de su traje: vestía de negro salvo por la camisa, al igual que la noche del baile de San Valentín. Fue consciente de su altura y de la anchura de sus hombros. Fue consciente del olor de su colonia. Fue consciente de los rápidos latidos de su propio corazón.
Y cuando escuchó cómo cambiaba su apellido y se convertía en Vanessa Wallace, vizcondesa de Lyngate, fue consciente de que dejaba atrás toda una vida.
Hedley quedó todavía más relegado en el tiempo; se quedó en el pasado, y ella tenía que dejarlo marchar.
Porque a partir de ese momento pertenecía a otro hombre.
A ese desconocido que tenía al lado.
Lo miró a los ojos mientras él le colocaba la alianza en el dedo.
¿Cómo había sido capaz de casarse con un desconocido? Sin embargo, lo estaba haciendo.
Al igual que él. ¿Era consciente lord Lyngate de que apenas la conocía? ¿Le importaba ese detalle?
Una vez que le colocó la alianza, la miró a los ojos.
Ella sonrió.
Él no.
Y después, tras lo que le pareció una vertiginosa sucesión de instantes, se convirtieron en marido y mujer. Y lo que Dios había unido, no podría separarlo ningún hombre. Ni ninguna mujer, supuso.