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El hermano Jeris, que había entrado en la sala de copia de los aprendices al mismo tiempo que Francis, parecía gozar molestándole acerca de su proyecto.

Mirando por encima del hombro de Francis, preguntó:

— Sabio hermano, ¿podrías decirme, si no es molestia, qué significa «Sistema de control transistorizado para la unidad Seis-B»?

— Se ve claramente que se trata del título del documento — dijo Francis, ligeramente molesto.

— Se ve claramente. Pero ¿qué quiere decir?

— Es el nombre del diagrama que tienes ante los ojos, hermano simple. ¿Qué significa Jeris?

— Estoy seguro que muy poco — dijo éste, con fingida humildad —. Por favor, perdona que sea tan obtuso. Has podido definir el nombre indicando a la criatura nombrada que es en verdad el significado del nombre. Pero si el diagrama criatura representa algo por sí mismo, ¿qué es?

— Es evidente que el «Sistema de control transistorizado de la unidad Seis-B».

Jeris se echó a reír.

— ¡Está clarísimo! ¡Elocuente! Si la criatura es el nombre, el nombre es entonces la criatura. «Las cantidades iguales pueden ser sustituidas por cantidades iguales» o «el orden de una igualdad es reversible». ¿Podernos pasar al siguiente axioma? Si las «cantidades iguales a la misma cantidad pueden ser sustituidas las unas por las otras», ¿no existe entonces alguna «misma cantidad» a la que tanto el nombre como el diagrama representan? ¿0 es que se trata de un sistema cerrado?

Francis enrojeció.

— Yo diría — respondió lentamente, después de una ligera pausa para acallar su enojo — que el diagrama representa un concepto abstracto más que una cosa concreta. Quizá los antiguos tenían un método sistemático para representar una idea pura. Se ve claramente que no se trata de la representación de un objeto reconocible.

— ¡Sí, sí, es claramente irreconocible! — aceptó el hermano Jeris, riendo socarronamente.

— Puede también que represente un objeto, aunque de una manera formalmente estilizada, de tal modo que se necesitaría un entrenamiento especial o…

— ¿Un enfoque especial?

— En mi opinión se trata de una gran abstracción o quizá de un valor trascendental que expresa un pensamiento del beato Leibowitz.

— ¡Bravo! ¿Y cuál puede ser este pensamiento?

— Pues… el «Diseño del circuito» — dijo Francis, sacando el término del conjunto de letras escritas en la parte inferior derecha.

— ¿A qué disciplina pertenece este arte, hermano? ¿Cuál es el género, especie, propiedad y diferencia? ¿0 se trata únicamente de un accidente?

Francis pensó que Jeris se volvía pretencioso en un sarcasmo y decidió responderle, suavemente:

— Observa esta columna de números y su título: «Numeración piezas electrónicas». Hubo antiguamente un arte o ciencia llamado electrónica, que pudo pertenecer tanto al arte como a la ciencia.

— Vaya, esto nos da el género y la especie. Ahora, y siguiendo en ello, falta la diferencia. ¿De qué trataba la electrónica?

— Esto también está escrito — dijo Francis, que había revisado la Memorabilia de arriba abajo en busca de pistas que le ayudasen a comprender un poco la heliografía, aunque sin mucho éxito —. La base principal de la electrónica era el «electrón» — explicó.

— Está realmente escrito. Me interesa, pues sé muy poco de estas cosas. Dime, por favor, ¿qué era el electrón?

— Pues existe un fragmento de una relación que lo menciona como una «torsión negativa de la nada».

— ¿Cómo? ¿Podían negar la nada? ¿No la convertiría esto en un algo?

— Quizá la negación se aplica a la torsión.

— ¡Ah! Entonces, tendríamos una «nada extendida». ¿Has descubierto el modo de extender la nada?

— Todavía no — admitió Francis.

— ¡Continúa explicándome, hermano! Qué listos debieron ser los antiguos… sabían extender la nada. Sigue con ello y puede que descubras el modo de hacerlo. Entonces tendríamos al electrón entre nosotros, ¿no es así? ¿Qué podríamos hacer con él? ¿Ponerlo en un altar de la capilla?

— Está bien — suspiró Francis —. No lo sé. Pero tengo motivos para suponer que en un tiempo existió el electrón, aunque no sé cómo estaba construido ni para qué servía.

— ¡Qué conmovedor! — dijo el iconoclasta y volvió a su trabajo.

Las burlas esporádicas del hermano Jeris entristecieron a Francis, pero no lograron disminuir su devoción al proyecto.

El exacto duplicado de cada señal, borrón o mancha resultó imposible, pero la fidelidad de su facsímil fue suficiente para engañar a la vista a una distancia de dos pasos, quedando por ello apto para ser expuesto y poder así sellar y guardar el original. Terminada la copia, el hermano Francis se sintió defraudado. El dibujo era demasiado árido, no había nada en él que sugiriese a primera vista que se trataba de una reliquia sagrada. El estilo era conciso y sin pretensiones… de acuerdo, quizá, con el propio beato, pero…

Una copia de la reliquia no era suficiente. Los santos eran gente humilde que no se glorificaban a sí mismos sino a Dios, y era obligación de los demás el retratar la gloria interna de los santificados con signos exteriores y visibles. Aquella copia simple no era suficiente: era fríamente realista y no conmemoraba, a través de sus líneas, las santas cualidades del beato.

«Glorificemus», pensó Francis, mientras trabajaba en los perennes. Estaba copiando páginas de los Salmos para después reencuadernarlos. Hizo una pausa para situarse de nuevo en el texto y encontrarle sentido a las palabras, pues pasadas varias horas de copia, dejaba de leer y se limitaba a que su mano trazara las letras que sus ojos encontraban. Se apercibió de que en aquel momento copiaba la oración de David en demanda de perdón, cuarto salmo penitenciaclass="underline"

«Miserere mei, Deus… porque conozco mi iniquidad y mis pecados están siempre ante mí.»

Era una plegaria humilde, pero la página que tenía ante los ojos no estaba dibujada en consonancia con ella. La M de Miserere tenía incrustaciones de oro. Un arabesco caprichoso de filamentos entretejidos dorados y violeta llenaba los márgenes y formaba nidos alrededor de las espléndidas mayúsculas del principio de cada verso. Aunque la oración era humilde, la página era magnífica. El hermano Francis copiaba únicamente el cuerpo del texto en pergamino nuevo, dejando espacio para las espléndidas mayúsculas y márgenes tan amplios como las líneas del texto. Otros artífices llenarían con un desenfreno de color su simple copia a tinta y construirían las mayúsculas ilustradas. Aprendía a pintar, pero no tenía aún la suficiente experiencia como para que le fuese confiado el trabajo de incrustaciones de oro en los perennes.

«Glorificemus.» Pensaba de nuevo en la heliografía.

Sin hablar con nadie de su idea, el hermano Francis empezó a planearla. Buscó la más apta y mejor piel de cordero y pasó varias semanas de su tiempo libre curándola, atesándola y aplanándola hasta formar una superficie perfecta, finalmente la blanqueó, quedando como la nieve y la guardó con sumo cuidado. Después pasó meses en los que dedicó todos sus minutos libres en repasar la Memorabilia, buscando de nuevo pistas que indicasen el significado de la heliografía de Leibowitz. No encontró nada que se pareciese a las figuras del dibujo ni nada que le ayudase a interpretar su significado; pero después de mucho tiempo, dio con un fragmento de libro que contenía una página parcialmente destruida, cuyo tema eran las heliografías. Parecía formar parte de una enciclopedia. La referencia era breve y faltaba parte del artículo, pero después de leerla varias veces, empezó a sospechar que él — y muchos copistas antes que él — habían perdido mucho tiempo y tinta. El efecto de blanco sobre negro parecía no haber sido una característica aceptable, sino más bien el resultado de las características de un cierto procedimiento barato de reproducción. El dibujo original del que se había sacado la copia heliográfica fue hecho en negro sobre blanco. Tuvo que resistir un súbito impulso de golpearse la cabeza contra el suelo de piedra. ¡Toda aquella tinta y aquel trabajo para copiar un accidente! Quizá sería mejor no mencionárselo al hermano Horner. Sería una obra de caridad no decirlo debido al estado del corazón del viejo hermano.