— Padre… — susurró Francis.
— Oh, no me culpes a mí. Estaré demasiado ocupado intentando evitar que tus hermanos obedezcan a su impulso y te maten a palos.
— ¿Cuándo?
— Esperemos que nunca. Porque vas a ser cuidadoso, ¿no es así? Vigilarás tus palabras a monseñor, pues de no ser así quizá les permita matarte a palos.
— Sí, pero…
— El postulador quiere verte inmediatamente… Por favor, frena tu imaginación y asegúrate de lo que dices. Procura, sobre todo, no pensar.
— Bien, creo que podré hacerlo.
— Fuera, hijo, fuera.
Francis llamó con miedo a la puerta de Aguerra, pero pronto descubrió que su temor no tenía razón de ser. El protonotario era un viejo suave y diplomático, que parecía interesarse amistosamente por la vida del pequeño monje.
Después de unos minutos de amenidades preliminares, tocó el delicado asunto.
— Respecto a tu encuentro con la persona que puede haber sido el beato fundador de…
— Yo nunca dije que se tratase de nuestro beato Leibo…
— Claro que no, hijo, claro que no. Tengo aquí una relación del incidente… Se basa únicamente en las historias que corren. Quiero que la leas y me digas si es o no correcta. — Hizo una pausa para sacar un rollo de su maleta y tendérselo al hermano Francis —. Esta versión se remite sólo a los dichos de los viajeros — añadió —. Sólo tú puedes descubrir realmente lo que sucedió. Quiero que me lo repitas del modo más escrupuloso posible.
— Ciertamente, monseñor, pero lo que sucedió fue en verdad muy simple.
— Lee, lee esto y después lo discutiremos.
El tamaño del rollo daba a entender que las historias que se contaban no eran «en verdad muy simples». El hermano Francis leía cada vez más asustado. Poco después, aquel miedo se convirtió en horror.
— Estás muy pálido, hijo — dijo el postulador —. ¿Hay algo que te molesta?
— Monseñor, esto… no tiene nada que ver con lo que sucedió.
— ¿No? Pues aunque indirectamente, con seguridad tú fuiste el autor de esto. ¿Cómo habría ocurrido si no? ¿No fuiste el único testigo?
El hermano Francis cerró los ojos y se mesó las sienes. Les había contado la verdad a sus camaradas novicios. Éstos habían murmurado entre sí y habían contado la historia a los viajeros. ¡Y aquél era el resultado! Con razón el abad había prohibido que se tocase el tema. ¡Ojalá nunca hubiese hablado del peregrino!
— Sólo me dirigió unas cuantas palabras. Nunca más le volví a ver. Me persiguió con un palo, me preguntó el camino a la abadía e hizo las marcas en la roca donde encontré la cripta. Después, nunca más le volví a ver.
— ¿No tenía halo?
— No, monseñor.
— ¿No había un coro celestial?
— ¡No!
— ¿Qué me dices de la alfombra de rosas que creció por donde él había pasado?
— ¡No, no, nada de esto, monseñor! — dijo ahogadamente el monje.
— ¿No escribió su nombre en la roca?
— Como Dios es mi juez, monseñor, sólo hizo esos dos signos y no supe lo que querían decir.
— Bien — suspiró el postulador —. Las historias de los viajeros son siempre exageradas. Pero me pregunto cómo empezó todo esto. ¿Qué te parece si ahora me cuentas lo que realmente sucedió?
El hermano Francis lo hizo brevemente. Aguerra pareció entristecerse. Después de meditar en silencio, tomó el grueso rollo, lo partió en dos y lo tiró a la papelera.
— Ahí va el milagro número siete — gruñó.
Francis se apresuró a disculparse.
El abogado le hizo callar con un gesto.
— No pienses más en ello. Ya tenemos pruebas suficientes. Hay varias curas espontáneas… varios casos de recobramiento instantáneo por intercesión del beato. Son sencillas y bien documentadas. Los casos de canonización acostumbran basarse en ellas. Claro que les falta la poesía de esta historia; pero, por tu bien, casi me alegro de que sea infundada. El abogado del diablo te habría crucificado, ¿sabes?
— Yo nunca dije nada parecido a…
— ¡Lo comprendo, lo comprendo! Todo empezó con el refugio. Por cierto, hoy lo hemos abierto de nuevo.
Francis se animó.
— ¿Han encontrado algo más de san Leibowitz?
— ¡Beato Leibowitz, por favor! — le corrigió monseñor —. Todavía no. Hemos abierto la cámara interior. El hacerlo nos costó un tiempo endemoniado… Había en ella quince esqueletos y una serie de artefactos fascinantes. Aparentemente la mujer… era una mujer, los restos de la cual encontraste, fue admitida en la cámara exterior, pero la interior ya estaba llena. Quizá le habría proporcionado cierto grado de protección si la pared, al caer, no hubiese causado aquel derrumbe. Los pobres tipos de dentro quedaron atrapados por las piedras que bloquearon la entrada. El cielo sabrá por qué la puerta fue ideada para abrirse hacia fuera.
— ¿La mujer de la antecámara era Emily Leibowitz?
Aguerra sonrió.
— Aún no sé si podremos probarlo. Creo que lo era, sí… lo creo. Pero quizá dejo que la esperanza sobrepase a la razón. Tenemos que ver qué más descubrimos. El otro lado tiene un testigo presente. Todavía no debo sacar conclusiones.
A pesar de la desilusión que le había causado la narración de Francis de su encuentro con el peregrino, Aguerra se comportó de un modo cordial.
Pasó diez días en el lugar arqueológico antes de regresar a Nueva Roma y dejó a dos de sus asistentes para supervisar futuras excavaciones.
El día de su partida visitó al hermano Francis en su scriptorium.
— Me han dicho que trabajas en un documento para conmemorar las reliquias que encontraste — dijo el postulador —. Por las descripciones que me han hecho, creo que me agradaría mucho verlo.
El monje protestó diciendo que en realidad no era nada; pero fue enseguida a buscarlo, con tal ansiedad, que al desenvolver la piel de cordero le temblaban las manos.
Alegremente observó que el hermano Jeris miraba y fruncía nervioso el ceño.
Monseñor se quedó quieto unos segundos.
— ¡Precioso! — exclamó finalmente —. ¡Qué glorioso color! Es soberbio, soberbio. ¡Termínalo… hermano, termínalo!
Francis miró al hermano Jeris y sonrió interrogadoramente. El maestro de la sala de copias dio media vuelta alejándose rápidamente.
Se mostraba perturbado.
Al día siguiente, Francis desenvolvió sus plumas, tintas y panes de oro, y reemprendió su labor en el diagrama en color.
9
Unos meses después de la partida de monseñor Aguerra, llegó a la abadía procedente de Nueva Roma una segunda caravana de mulas, montadas por clérigos y guardias armados para la defensa contra los bandoleros, maníacos mutantes y, según los rumores, dragones. Esta vez la expedición estaba encabezada por un monseñor con pequeños cuernos y afilados colmillos, que anunció tenía el deber de oponerse a la canonización del beato Leibowitz y había venido a investigar — y sospechaba que quizás a establecer responsabilidades — ciertos increíbles rumores histéricos que habían salido de la abadía y, lamentablemente, llegado a las puertas de Nueva Roma. Dejó establecido que no aceptaría románticas tonterías como cierto visitante anterior, sin duda, había hecho.