Silbó suavemente.
— ¡Qué belleza! ¡Cómo le gustaría a mi mujer poder colgarla de la pared de la cabaña!
Francis se sintió desfallecer.
— ¡Oro! — les gritó el ladrón a sus cómplices en el declive.
— ¿Comemos? ¿Comemos? — llegó la réplica gorgoteante y burlona.
— ¡Comeremos, no tengáis miedo! — gritó el ladrón, y después le explicó a Francis -: Después de pasar un par de días aquí, esperando, tienen hambre. Los negocios van mal. Es una temporada de poco tráfico.
Francis asintió. El asaltante volvió a mostrar su admiración por la copia en color.
«Señor, si le has enviado para probarme, entonces ayúdame a morir como un hombre, que pueda quedársela únicamente sobre el cadáver de tu siervo. Bendito Leibowitz, contempla este acto y reza por mí…»
— ¿De qué se trata? — preguntó el ladrón —. ¿Es un hechizo? — Estudió un rato los documentos —. Uno es el fantasma del otro. ¿Qué clase de magia es? — Observó al hermano Francis con sus suspicaces ojos grises —. ¿Cómo lo llamáis?
— Pues… «Sisterna de control transistorizado para la unidad Seis-B» — espetó el monje.
El asaltante, que había estado mirando los documentos al revés, pudo sin embargo darse cuenta de que los dos diagramas tenían la base y las líneas invertidas — un efecto que parecía intrigarle tanto como la hoja dorada —. Marcó las similitudes del diseño con un índice corto y sucio, dejando una débil mancha sobre la piel de cordero iluminada. Francis contuvo las lágrimas.
— ¡Por favor! — dijo el monje sin aliento —. La capa de oro es tan tenue que puede decirse que no tiene ningún valor. Sopésela, podrá ver que en total no pesa más que la de papel. No le sirve de nada. Por favor, señor, quédese mis vestidos, pero no esto. Puede quedarse el mulo y mi zurrón, lo que quiera, pero devuélvame los documentos. No significan nada para usted.
La mirada gris del ladrón quedó pensativa. Observó la agitación del monje y se frotó la barbilla.
— Voy a dejar que conserves tus vestidos, tu asno y todo lo demás, menos esto — le ofreció —. Sólo me quedaré con los hechizos.
— Por el amor de Dios, señor, entonces máteme también — se lamentó el hermano Francis.
El asaltante rió burlonamente.
— Ya veremos, dime para qué sirven.
— Para nada. Uno es un recuerdo de un hombre que murió hace mucho. Una antigüedad. El otro es sólo una copia.
— ¿Para qué os sirven?
Francis cerró momentáneamente los ojos tratando de buscar el modo de explicárselo.
— ¿Conoce las tribus de los bosques? ¿Cómo veneran a sus antepasados?
Los ojos grises brillaron súbitamente airados.
— Nosotros despreciamos a nuestros antepasados — gritó —. ¡Malditos sean todos los que nos dieron vida!
— ¡Malditos! ¡Malditos! — repitió uno de los arqueros encapuchados desde el declive.
— ¿Sabes quiénes somos? ¿De dónde venimos?
Francis asintió.
— No quise ofenderles. El antiguo a quien perteneció esta reliquia es… no es nuestro antepasado. Fue nuestro maestro de lo antiguo. Veneramos su memoria. Esto es sólo un recuerdo, nada más.
— ¿Qué me dices de la copia?
— La hice yo. Por favor, señor, me costó quince años hacerla. Por favor… ¡no le quitará usted a un hombre quince años de su vida sin ningún motivo!
— ¿Quince años? — El ladrón echó hacia atrás la cabeza y rió con fuerza —. ¿Pasaste quince años haciendo esto?
— Oh, pero…
— Francis se quedó súbitamente silencioso. Su mirada se posó sobre el achatado índice del ladrón. El dedo indicaba la heliografía original.
— ¿Esto te tomó quince años? Pero si al lado del otro es casi feo, — Se golpeó los ijares y entre risotadas siguió señalando la reliquia —. ¡Quince años! ¿Es esto lo que hacéis allí encerrados? ¿Por qué? ¿De qué sirve esta imagen oscura? ¡Quince años para hacer esto! ¡Ja, ja! ¡Es un trabajo de mujer!
El hermano lo miraba con un silencio atónito. Que el asaltante confundiese la sagrada reliquia con la copia le había sorprendido demasiado para poder replicar.
Todavía riendo, el ladrón tomó ambos documentos en sus manos y se preparó para partirlos por la mitad.
— Jesús, María y José! — gritó el monje cayendo de rodillas en el camino —. ¡Por el amor de Dios, señor!
El atracador tiró los papeles al suelo.
— Lucharé contigo por ellos — se ofreció deportivamente —. Éstos contra mi cuchillo.
— De acuerdo — dijo Francis impulsivamente, pensando que una lucha le daría por lo menos al cielo la oportunidad de intervenir de un modo discreto.
«Oh, Dios, que fortaleciste a Jacob para que venciese al ángel en la roca…»
Se prepararon para la lucha. El monje se persignó. El asaltante se quitó el cuchillo del cinto y lo tiró junto a los papeles. Empezaron a dar vueltas.
Tres segundos más tarde, el hermano se encontraba gruñendo tendido bajo una pequeña montaña de músculos, su espalda contra el suelo. Una piedra puntiaguda parecía taladrarle la espina dorsal.
— Je, je — rió el ladrón, y se levantó para reclamar su cuchillo y sus documentos.
Con las manos unidas como si rezase, el hermano Francis se arrastró tras él de rodillas rogando a voz en cuello:
— ¡Por favor, entonces quédese sólo con una, no con las dos! ¡Por favor!
— Ahora tendrás que comprarlas — dijo socarronamente —. Las he ganado legalmente.
— No tengo nada, soy pobre.
— Está bien, si es verdad que te interesan tanto, obtendrás el oro. Dos monedas, éste es el precio del rescate. Tráelas aquí cuando quieras. Yo esconderé tus cosas en mi choza. Si las quieres, trae el oro.
— Pero es que son importantes para otra gente, no para mí. Se las llevaba al Papa. Quizá paguen porque tiene mayor importancia, pero tiene que dejarme la otra para podérsela enseñar. No tiene ningún valor.
El ladrón rió despreciativo.
— Se diría que me besarías las botas por tenerla.
El hermano Francis se le aferró y besó sus botas con fervor. Aquello resultó ser demasiado hasta para un tipo como el ladrón. Apartó al monje con el pie, separó los dos documentos y le lanzó uno a la cara con una maldición. Subió al asno y empezó a trepar por el declive rumbo a los arbustos. Francis se apoderó del precioso documento y caminando tras el asaltante se lo agradecía profusamente y cubría de bendiciones mientras el hombre llevaba al asno hacia los encapuchados arqueros.
— ¡Quince años! — bufó, y de nuevo apartó al hermano con el pie —. ¡Lárgate! Agitó en lo alto el colorido pergamino a la luz del sol —. Recuerda, con dos monedas de oro recobrarás tu recuerdo. Y dile a tu Papa que la gané en justicia.
Francis se detuvo. Bendijo al bandido en retirada y en voz baja alabó a Dios por la existencia de ladrones tan generosos y capaces de cometer un error tan craso. Acunó amorosamente la heliografía original mientras avanzaba penosamente por el camino. El ladrón les mostraba con orgullo la hermosa conmemoración a sus compañeros mutantes de la colina.
— ¡Comernos! ¡Comemos! — dijo uno de ellos dándole golpecitos al asno.
— Montamos, montamos — le corrigió el ladrón —. Comeremos más tarde.
Cuando el hermano Francis se hubo alejado, una gran tristeza le embargaba. La voz burlona resonaba todavía en sus oídos: «¡Quince años! ¿Esto es lo que hacéis allí? ¡Quince años! ¡Un trabajo de mujer! Ja, ja, ja…».
El ladrón había cometido un error, pero de todas formas quince años habían desaparecido y con ellos todo el amor y tormento que había puesto en la conmemoración.