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Habiendo estado enclaustrado, Francis había perdido contacto con las costumbres del mundo exterior, de sus modales duros y actitudes bruscas. Su corazón quedó profundamente herido por la burla del ladrón. Recordó la mofa más gentil del hermano Jeris en los primeros tiempos. Quizás el hermano tenía razón.

Bajó la encapuchada cabeza y comenzó a caminar lentamente. Por lo menos quedaba la reliquia original. Por lo menos.

11

La hora había llegado. El hermano Francis, ataviado con su sencillo hábito de monje, nunca se había sentido menos importante que en el momento en que se arrodilló en la majestuosa basílica antes de comenzar la ceremonia. Los movimientos pausados, los torbellinos de vivo color, los sonidos que acompañaban a los ceremoniosos preparativos de la celebración parecían tener ya espíritu litúrgico, y hacían difícil comprender que todavía no ocurría nada importante. Obispos, monseñores, cardenales, sacerdotes y diversos funcionarios legos, en elegantes y anticuadas vestimentas, iban de un lado para otro en la gran nave; pero sus ¡das y venidas eran como una maquinaria ágil que nunca se detenía, tropezaba o cambiaba de idea para salir apresuradamente en otra dirección.

Un sampetrius entró en la basílica. Iba tan grandiosamente ataviado, que al principio Francis confundió al trabajador de la catedral con un prelado. Llevaba un escabel y lo hacía con una pompa tan sencilla que el monje, de no haber estado arrodillado, lo habría hecho al pasar el objeto frente a él. El sampetrius flexionó una rodilla ante el altar mayor y después fue hacia el trono papal, donde puso el nuevo escabel quitando uno que parecía tener una pata suelta; hecho esto, se fue por donde había venido. El hermano Francis se maravilló ante la estudiada elegancia de movimientos que acompañó a un acto tan trivial. Nadie tenía prisa. Nadie se entretenía o titubeaba ni se producía ningún gesto que no contribuyese quietamente a la dignidad y avasalladora belleza de aquel antiguo lugar. Hasta las inmóviles estatuas y los cuadros parecían tomar parte en ello. Aun el susurro de la propia respiración parecía ser suavemente devuelto por el eco de los distantes ábsides.

Terribiles est locus iste: hic domus Dei est, et porta caeli; ¡terrible en verdad, la casa de Dios, puerta del cielo!

Pasado un rato vio que algunas de las estatuas tenían vida. Había una armadura cerca de la pared, a unos metros a su izquierda. Su puño de malla sostenía el mango de una brillante hacha de combate y ni tan sólo la pluma de su casco se había agitado durante el tiempo que el hermano Francis permaneció arrodillado allí. Doce armaduras idénticas se hallaban situadas a lo largo de la pared a distancias regulares. Sólo después de ver un tábano arrastrarse a través de la visera de la «estatua» que estaba a su izquierda, sospechó que la guerrera envoltura contenía un ocupante. Sus ojos no notaron ningún movimiento, pero la armadura produjo algunos chasquidos metálicos mientras dio albergue al tábano.

Aquellos eran, pues, los guardias papales, tan renombrados en las batallas caballerescas: el pequeño ejército privado del Primer Vicario de Dios.

Un capitán de la guardia pasaba majestuosamente revista a sus hombres. Por primera vez, la estatua se movió: alzó su visera en señal de saludo. El capitán se detuvo pensativamente y antes de seguir la inspección empleó su pañuelo para apartar el tábano de la frente de aquel rostro inexpresivo que permanecía inmutable en el interior del casco. La estatua bajó su visera y recobró su inmovilidad.

El decorado mayestático de la basílica se vio brevemente destruido por la entrada de una multitud de peregrinos. Estaban bien Organizados y eficientemente dirigidos, pero era evidente que eran extraños al lugar. La mayoría de ellos dio la impresión de dirigirse de puntillas a su sitio, cuidando de no hacer ningún ruido y moverse lo menos posible, a diferencia de los sampetrii y el clero neorromano, que se movían y hacían ruido de modo elocuente. Aquí y allá, entre los peregrinos, alguien tosía o tropezaba.

De pronto la basílica pareció militarizarse: la guardia se había Puesto en posición de firme. Una nueva escolta de estatuas acorazadas entró pisando con fuerza en el propio santuario, se dejó caer sobre una rodilla e inclinó sus picas como saludo ante el altar antes de ocupar su sitio. Dos de sus miembros fianquearon el trono papal y un tercero cayó de rodillas a la derecha y allí permaneció, arrodillado y sosteniendo la espada de Pedro sobre sus palmas alzadas. El cuadro quedó de nuevo inmóvil a no ser por el temblor ocasional de los cirios del altar.

Sobre el sacro silencio, resonó un súbito clamor de trompetas.

El sonido fue aumentando de intensidad hasta que el vibrante ta-ra ta-ra-raa se sintió en la cara y fue doloroso para el oído. La voz de las trompetas no era musical sino estridente. Las primeras notas empezaron en un tono medio, después fueron subiendo lentamente en agudeza, intensidad y urgencia, hasta que los pelos del monje se pusieron de punta y en la basílica pareció no existir nada sino la explosión de las tubas.

Después, un silencio de muerte seguido por el canto de un tenor:

PRIMER CANTOR: Appropinquat agnis pastor et ovibus pascendis.

SEGUNDO CANTOR: Genua nunc flectantur omnia.

PRIMER CANTOR: Jussit olim Jesus Petrum pascere gregem Domini.

SEGUNDO CANTOR: Ecce Petrus Pontifex Maximus.

PRIMER CANTOR: Gaudeat igitur populus Christi, et gratias agat Domino.

SEGUNDO CANTOR: Nam docebinur a Spiritu Sancto.

CORO: Alleluia, Alleluia…

La multitud se levantó y después se arrodilló en una lenta oleada que siguió el movimiento de la silla en la que iba sentado un frágil anciano vestido de blanco, que bendecía a la gente mientras la procesión dorada, negra, púrpura y roja, lo conducía lentamente hacia el trono. El aliento obstruía la garganta del pequeño monje de la distante abadía en un apartado desierto.

Era imposible abarcar todo cuanto ocurría. La oleada de música y movimiento era tan avasalladora, que ahogaba los propios sentidos y arrastraba la mente, aun contra su voluntad, hacia lo que pronto iba a suceder.

La ceremonia fue breve. De haber sido más larga, habría sido difícil soportar su intensidad. Un prelado — Francis vio que se trataba de Malfreddo Aguerra, el propio abogado del santo — se acercó al trono y se arrodilló. Después de un breve silencio alzó su petición en canto llano.

— Sancte pater, ab Sapientia summa petimus ut ille Beatus Leibowitz cujus miracula mirati sunt multi…

Se le pedía a León que comunicase a su pueblo por medio de una definición solemne la pía creencia de que el beato Leibowitz era en realidad un santo, merecedor de la dulia de la Iglesia como de la veneración de los fieles.

— Gratissirna Nobis causa, fili — cantó la voz del anciano vestido de blanco como respuesta, explicando que el deseo de su corazón era anunciar por solemne proclama que el bendito mártir estaba entre los santos, pero también que tenía que hacerlo por guía divina que coincidía con la petición de Aguerra —, sub ducatu sancti Spiritus. — Pidió a todos que orasen por esta guía.

De nuevo el coro atronó la basílica con la letanía de los Santos:

— Oh Dios, Padre del Cielo, ten piedad de nosotros. Oh Dios, Hijo Redentor del Mundo, ten piedad de nosotros. ¡Oh Santísima Trinidad, Dios uno y único, miserere nobis! Oh Dios, Espíritu Santo, ten piedad de nosotros. Santa María, ruega por nosotros. Sancta Dei Genitrix, ora pro nobis. Sancta Virgo virginum, ora pro nobis…

El trueno de la letanía continuó. Francis miró el cuadro del bendito Leibowitz, recién descubierto. El fresco era de enormes proporciones. Mostraba el juicio del beato ante la multitud, pero la cara no sonreía con amargura como en la obra de Fingo. Era, de todas maneras, majestuosa, y Francis se dijo que estaba en consonancia con el resto de la basílica.