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— Quizá siendo materialmente grandes y materialmente sabios, nada más — dijo Apollo.

Fue a encender un candelabro, porque la media luz se convertía rápidamente en oscuridad. Golpeó el acero y el pedernal hasta que la chispa prendió y la sopló suavemente en la mecha.

— Quizá, pero lo dudo — dijo thon Taddeo.

— Entonces, ¿tilda usted toda la historia de mito?

Una llama sobresalió de la chispa.

— No la tildo de nada. Pero debe ser discutida. ¿Quién escribió sus historias?

— Las órdenes monásticas, claro está. Durante los siglos de oscuridad no había nadie más que lo hiciese.

Traspasó la llama al pábilo.

— ¡Ya está! Esto es. Y durante el tiempo de los antipapas, ¿cuántas órdenes cismáticas fabricaron su propia versión de las cosas, haciendo pasar sus narraciones como la labor de los antiguos? No podemos estar seguros, no podemos estar realmente seguros. No puede negarse que hubo en este continente una civilización más avanzada que la que ahora tenemos. Para saberlo no hay más que mirar los escombros y el metal retorcido. Se puede excavar una cinta de arena depositada por el viento y encontrar sus destruidas carreteras. Pero ¿dónde está la evidencia de esa clase de máquinas que, según sus historiadores, tenían en aquel tiempo? ¿Dónde están los restos de los carros que avanzaban solos o de las máquinas voladoras?

— Convertidas en azadones y rejas de arado.

— Si existieron.

— Si lo duda, ¿por qué molestarse en estudiar los documentos de Leibowitz?

— Porque la duda no implica negación. La duda es una poderosa herramienta que debería ser aplicada a la historia.

El nuncio sonrió forzadamente.

— ¿Y qué quiere que yo haga acerca de ello, sabio thon?

El intelectual avanzó el cuerpo ansiosamente.

— Escríbale al abad del lugar. Asegúrele que los documentos serán tratados con el mayor cuidado y serán devueltos después de ser examinados para comprobar su autenticidad y estudiar su contenido.

— Qué seguridad quiere que le dé, ¿la suya o la mía?

— La de Hannegan, la suya y la mía.

— Sólo puedo darle la suya y la de Hannegan. Yo no tengo tropas.

El erudito enrojeció.

— Dígame — añadió apresuradamente el nuncio —, ¿por qué, dejando de lado los bandidos, insiste en ver aquí los documentos en vez de ir a la abadía?

— La mejor razón que puede dar al abad es que si los documentos son auténticos, si tenemos que examinarlos en la abadía, una sola confirmación no significará mucho para los otros estudiosos seglares.

— ¿Quiere decir que sus colegas pueden pensar que los monjes le han engañado?

— Pues sí, podría inferirse algo semejante. Pero también es importante pensar que si los traen aquí, pueden ser examinados por todos los miembros del Collegium que están calificados para dar su opinión. Y los thons visitantes de otros principados también podrán verlos. Pero no es posible llevar a todo el mundo al desierto durante seis meses.

— Comprendo su opinión.

— ¿Enviará la petición a la abadía?

— Sí.

Thon Taddeo pareció sorprenderse.

— Pero será su petición, no la mía. Y para ser justos debo decirle que no creo que dom Paulo, el abad, diga que sí.

El thon, sin embargo, pareció quedar satisfecho. Cuando se hubo marchado, el nuncio llamó a su secretario.

— Mañana saldrá hacia Nueva Roma — le dijo.

— ¿Vía a la abadía Leibowitz? — preguntó éste.

— A la vuelta venga por aquel camino. El informe a Nueva Roma es urgente.

— Sí, monseñor.

— En la abadía dígale a dom Paulo que Sheba espera que Salomón vaya a ella, llevando regalos. Entonces será mejor que se tape los oídos. Cuando la explosión haya terminado, vuelva; que yo pueda decirle a thon que no.

13

El tiempo se desliza lentamente en el desierto y hay pocos cambios que marquen su paso. Dos estaciones habían transcurrido desde que dom Paulo había negado la solicitud del otro lado de las Llanuras; pero sólo hacía unas semanas que el asunto había quedado resuelto. ¿Lo estaba realmente? Era evidente que a Texarkana no le agradaba el resultado.

Aquel anochecer, el abad paseaba alrededor de los muros de la abadía con la mandíbula hacia delante, como un viejo peñasco patilludo contra las posibles oleadas del mar de los acontecimientos. Su cabello ralo flotaba en blancos penachos en el viento del desierto, que arrollaba su hábito apretadamente sobre el cuerpo encorvado, haciéndolo parecer como un demacrado Ezequiel con una pequeña barriga curiosamente redonda. Metía sus rugosas manos entre las mangas y de vez en cuando miraba a lo lejos al otro lado del desierto hacia el pueblo de Sanly Bowitts. La luz rojiza proyectaba su sombra a través del patio, y los monjes que la veían al cruzarlo observaban perplejos al anciano. últimamente su superior parecía estar de mal humor y sometido a extraños presentimientos. Se murmuraba que se acercaba el momento en que un nuevo abad sería nombrado como maestro de los hermanos de san Leibowitz. Se comentaba que el anciano no estaba bien, nada bien. Se decía que si el abad oía lo que decían, el murmurador debería saltar velozmente al otro lado del muro. El abad se había enterado, pero por una vez se daba el gusto de no hacerles caso. Sabía que lo que se murmuraba era cierto.

— Léamelo de nuevo — le dijo abruptamente al monje que estaba quieto a su lado.

El monje encapuchado se acercó despacio en dirección al abad.

— ¿Cuál, dómine? — preguntó.

— Ya lo sabe.

— Sí, reverendo.

El monje se rebuscó una manga. Parecía estar repleta de documentos y correspondencia; después de un momento, encontró lo que buscaba. Pegada en el rollo estaba la etiqueta:

SUB IMMUNITATE APOSTOLICA HOC SUPPOSITUM EST QUISQUIS NUNTIUM MOLESTARE AUDEAT IPSO FACTO EXCOMMUNICETUR

DET: R'dissimo Domno Paulo de Pecos, AOL, Abbati (Monasterio de los hermanos de Leibowitz, en las afueras del pueblo de Sanly Bowitts, desierto del sudoeste, Imperio de Denver.) C.I. SALUTEM DICIT: MarcusApollo.

Papatiae Apocrisarius Texarkanae.

— De acuerdo, éste es. Léalo — dijo impaciente el abad.

«Accedite ad eum…» El monje se persignó y murmuró la acostumbrada bendición de los textos; pronunciada antes de leer o escribir, de modo casi tan meticuloso como la bendición de los alimentos. Porque la preservación de la cultura y el estudio, a través de un negro milenio, había sido la tarea de los hermanos de Leibowitz, y aquellos pequeños rituales ayudaban a mantener la labor en su punto justo.

Terminada la bendición, mantuvo el rollo en alto contra la luz del sol para que se hiciese transparente.

«Iterum oportet apponere tibi crucem ferendam, amice.»

Su voz era un débil sonsonete mientras sus ojos entresacaban las palabras del bosque de adornos superfluos. El abad se apoyó en el parapeto para escuchar, mientras miraba los buitres volando en círculos sobre la mesa de Last Resort.

De nuevo es necesario imponerle una cruz para ser llevada, viejo amigo y pastor de los miopes ratones de biblioteca — zumbó la voz del lector — Pero quizá la carga de la cruz tenga el sabor del triunfo. Según parece, después de todo, Sheba se reunirá con Salomón, probablemente con la idea de denunciarlo como un charlatán.

La presente es para notificar que thon Taddeo Pfardentrott D. N. Sc. Sabio entre Sabios, Erudito entre los Eruditos, Rubio hijo Natural de cierto príncipe y regalo de Dios para una «generación que despierta», se ha decidido finalmente a visitarle, habiendo perdido toda esperanza de transportar vuestra Memorabilia a su justo reino. Llegará hacia la Festividad de la Asunción, si logra evitar los grupos de «bandidos» en el camino… Traerá sus dudas y un pequeño grupo de caballería armada, cortesía de Hannegan II, cuya corpulenta persona está aún en este momento agitándose a mi alrededor mientras escribo, gruñendo y frunciendo el ceño ante estas líneas que Su Supremacía me ha ordenado escribir, y en las que Su Supremacía espera aclame a su primo, el thon, en la esperanza de que le honrará usted adecuadamente. Pero ya que el secretario de Su Supremacía está en cama con un ataque de gota, ¡trataré de ser sincero!