En la tercera habitación encontró la cabra. Se encontraban por primera vez.
El animal estaba subido en un alto bargueño y masticaba hojas de nabo. Parecía ser la cría de una cabra montés, pero tenía una cabeza monda, que a la luz de la lámpara se veía azul. Sin duda, era un monstruo de nacimiento.
— ¿Poeta? — preguntó, suavemente, mirando directamente a la cabra y aferrándose a su cruz pectoral.
— Estoy aquí — dijo una voz soñolienta desde la cuarta habitación.
Dom Paulo suspiró tranquilizado. La cabra siguió comiendo hojas. Había sido un pensamiento verdaderamente horrible.
El poeta yacía atravesado en medio de la cama con una botella de vino al alcance de la mano. Su único ojo parpadeó irritadamente ante la luz.
— Dormía — se quejó, colocándose su parche negro y alcanzando la botella.
— Entonces misma noche. Saque sus cosas al pasillo para dejar que las habitaciones se aireen. Vuelva mañana por la mañana para limpiar el lugar.
Por un momento, el poeta pareció un lirio herido, entonces se apoderó de algo que tenía debajo de las mantas. Sacó un puño y lo miró pensativamente.
— ¿Quién fue el último en emplear estas habitaciones?
— Monseñor Longi. ¿Por qué?
— Me preguntaba quién trajo estas chinches.
El poeta abrió su puño, asió algo de la palma de su mano, la aplastó entre sus uñas y lo tiró.
— Thon Taddeo puede quedárselas. Yo no las quiero. Desde que llegué han estado comiéndome vivo. Pensaba marcharme, pero ahora que me ofrece de nuevo mi vieja celda, celebraré… despierte. Va a salir de aquí inmediatamente. Esta…
— Yo no quise…
— …Aceptar su amable hospitalidad un poco más de tiempo. Hasta que termine mi libro, claro está.
— ¿Qué libro? Pero es igual. Saque sus cosas de aquí.
— ¿Ahora?
— Ahora.
— Bien. No creo que pudiese soportar estas chinches otra noche.
— El poeta se levantó, pero se detuvo a beber un trago de vino.
— Déme el vino — ordenó el abad.
— Claro, beba usted. Fue una buena cosecha.
— Gracias, puesto que la robó usted de nuestra bodega. Resulta que es vino sacramental. ¿No ha pensado en ello?
— No ha sido consagrado todavía.
— Me sorprende que haya reparado en este detalle. Dom Paulo se apoderó de la botella.
— De todas maneras, no la robé. Yo…
— Olvide el vino. ¿Dónde robó la cabra?
— No la robé — se quejó el poeta.
— ¿Tan sólo se materializó?
— Fue un regalo, reverendísimo.
— ¿De quién?
— De un querido amigo, dominísimo.
— ¿Querido amigo de quién?
— Mío, señor.
— Ahora hay una paradoja. Bien, dónde lo…
— Benjamín, señor. Un estremecimiento de sorpresa cruzó la cara de dom Paulo.
— ¿Se la robó al viejo Benjamín?
El poeta dio un respingo ante la palabra.
— Por favor, robada no.
— Entonces, ¿qué?
— Benjamín insistió en que me la quedase como regalo, después que compuse un soneto en su honor.
— ¡La verdad!
El poetastro tragó saliva trabajosamente.
— Se la gané con la herradura.
— Ya veo.
— ¡Es verdad! El viejo miserable me dejó casi limpio y después se negó a darme crédito. Tuve que jugar mi ojo de vidrio contra la cabra. Pero lo recuperé todo.
— Saque a la cabra de la abadía.
— Pero es una especie maravillosa de cabra. Su leche tiene un aroma celestial y contiene esencias. De hecho es la responsable de la longevidad del viejo judío.
— ¿Desde cuándo?
— Desde cada uno de sus cinco mil cuatrocientos ocho años.
— Creía que sólo eran tres mil doscientos. — Dom Paulo se calló desdeñosamente —. ¿Qué hacía usted en Last Resort?
— Jugaba a la herradura con el viejo Benjamín.
— Quiero decir… — El abad se contuvo —. Es igual. Salga de aquí. Y mañana devuélvale la cabra a Benjamín.
— Pero se la gané legalmente.
— No se lo discutiremos. Lleve la cabra al establo, yo mismo se la devolveré.
— ¿Por qué?
— No tenemos empleo para una cabra ni lo tiene usted.
— Ja, ja — dijo el poeta, con picardía.
— ¿Qué significa esto?
— Viene thon Taddeo. Antes de terminar tendrán necesidad de una cabra. Puede estar seguro de ello — rió con presunción disimuladamente.
El abad le dio la espalda irritado.
— Salga de aquí — añadió superfluamente, y se dirigió hacia la contienda del sótano, donde ahora reposaba la Memorabilia.
14
El sótano abovedado fue excavado durante los siglos de infiltración nómada procedente del norte, cuando la horda Bayring recorrió la mayor parte de las Llanuras y el desierto, saqueando y destruyendo todos los pueblos que encontraba a su paso. La Memorabilia, el pequeño patrimonio de la abadía conservado desde el pasado, había sido emparedada bajo las bóvedas subterráneas para proteger los escritos tanto de los nómadas como de los soidisant cruzados de las órdenes cismáticas, creados para luchar contra las hordas, pero convertidos a la aventura del pillaje y a la lucha de sectas. Ni los nómadas ni la Orden Militar de San Pancracio eran capaces de valorar los libros de la abadía; los nómadas los habrían destruido por el simple placer de la destrucción y los militares frailes-caballeros habrían quemado a muchos de ellos como «heréticos», de acuerdo con la teología de Vissarion, su antipapa.
Ahora, una era de oscuridad parecía concluir. Durante doce siglos, la pequeña llama del conocimiento había sido conservada latente en los monasterios; sólo entonces estaban sus mentes listas para ser avivadas. Hacía mucho tiempo, durante la última era de la razón, ciertos orgullosos pensadores declararon que el conocimiento válido era indestructible… Que las ideas eran imperecederas, y la verdad, inmortal. Pero aquello fue verdad sólo en el más sutil de los sentidos, pensó el abad, y completamente falso en la superficie. Era seguro que en el mundo existía un propósito objetivo; el logos no moral o designio del Creador; pero aquellos propósitos eran de Dios y no del hombre, hasta que encontraron una encarnación imperfecta, un oscuro reflejo, en la mente, palabra y cultura de una determinada sociedad humana, que podía atribuirle valores a los propósitos para que fuesen válidos en un sentido humano en la cultura. Porque el hombre era un portador de cultura al igual que un portador de alma, pero su cultura no era inmortal y podía morir con una raza o una era, y entonces los reflejos humanos del propósito y las descripciones humanas de la verdad retrocedían, sin ser vistas, sólo en el logos objetivo de la naturaleza, y el inefable logos de Dios. La verdad podía ser crucificada; pero pronto quizá se produciría su resurrección.
La Memorabilia estaba llena de palabras antiguas, fórmulas antiguas, antiguos reflejos del pensamiento, separados de unas mentes muertas hacía mucho tiempo, cuando una sociedad diferente cayó en el olvido. Había poco en ella que pudiese aún ser comprendido. Algunos de los documentos eran tan incomprensibles como lo parecería el breviario a un hechicero de las tribus nómadas. Otros conservaban una cierta belleza ornamental o un método que daba la noción de significado, como un rosario le puede sugerir un collar al nómada. Los anteriores hermanos de la Orden de Leibowitz trataron de cubrir con una especie de velo de la Verónica la cara de una civilización crucificada, y éste había surgido marcado por una imagen de la faz de la antigua grandeza, pero débilmente impresa, incompleta y difícil de comprender. Los monjes la conservaron y todavía sobrevivía para que el mundo la pudiese examinar y tratase de interpretarla si así lo deseaba. La Memorabilia no podía por sí sola generar el renacimiento de una ciencia antigua o elevada civilización, porque las culturas fueron engendradas por las tribus del hombre y no por enmohecidos volúmenes; pero los libros podían ayudar, esperaba dom Paulo; los libros indicarían caminos a seguir y harían sugerencias a una ciencia desde hacía poco en desarrollo. Ya había ocurrido antes: lo decía el venerable Boedullus en su Devestigiis Antecessarum Civitatum.