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«Y esta vez les haremos recordar quién ha conservado ardiendo la llama mientras el mundo dormía», pensó dom Paulo.

Se detuvo para mirar hacia atrás; por un momento le había parecido oír el atemorizado balido de la cabra del poeta.

El clamor del sótano le fue ensordeciendo a medida que bajaba la escalera subterránea hacia la fuente del alboroto. Alguien estaba clavando puntas de acero en la piedra. El olor a sudor se mezclaba con el aroma de los viejos libros. Una febril agitación de actividad poco docta llenaba la biblioteca. Los novicios pasaban apresuradamente con herramientas. Algunos formando grupos y estudiando planos. Otros cambiaban de sitio escritorios y mesas, y empujaban una maquinaria provisional, haciéndola balancear hasta su sitio. Confusión a la luz de las lámparas. El hermano Armbruster, el bibliotecario y director de la Memorabilia, lo observaba todo desde un remoto hueco entre las estanterías, con los brazos apretadamente cruzados y la cara ceñuda. Dom Paulo evitó su mirada acusadora.

El hermano Kornhoer se acercó a su superior con una persistente sonrisa de entusiasmo.

— Bien, padre abad, pronto tendremos una luz como no ha conocido nunca ningún hombre vivo.

— Estas palabras demuestran cierta vanidad, hermano — replicó dom Paulo.

— ¿Vanidad, dómine? ¿Hacer buen uso de lo que hemos aprendido?

— Tenía en mente nuestra prisa en ponerlo en marcha a tiempo para impresionar a cierto visitante erudito. Pero es igual. Veamos esta magia de ingeniería.

Fueron hacia la máquina provisional. No le hacía pensar al abad en nada útil, a menos que se considerasen útiles las máquinas para torturar prisioneros. Un árbol, como eje, estaba conectado por medio de poleas y correas a un torniquete que llegaba a la altura de la cintura. Cuatro ruedas de carreta estaban montadas en el eje a unos centímetros las unas de las otras. Sus gruesos calces de hierro estaban acanalados y las ranuras hacían de soporte a una gran cantidad de nidos de alambre de cobre, tirado de la acuñación de monedas en la herrería local de Sanly Bowitts. Dom Paulo vio que las ruedas estaban aparentemente libres para girar a medio aire, pues sus calces no tocaban ninguna superficie. Sin embargo, bloques fijos de hierro estaban encarados a los calces, como frenos, sin llegar a tocarlos. Los bloques también estaban envueltos con innumerables vueltas de alambre. «Bobinas de inducción», las llamaba Kornhoer. Dom Paulo movió solemnemente la cabeza.

— Será la mayor mejora física de la abadía desde la instalación de la imprenta, hace cien años — aventuró Kornhoer, orgullosamente.

— ¿Funcionará? — preguntó dom Paulo, dudando.

— Arriesgaría un mes de trabajo extra en ello, padre.

«Arriesgas más que eso», pensó el sacerdote, pero se contuvo.

— ¿Por dónde sale la luz? — preguntó, mirando de nuevo el extraño artefacto.

El monje se echó a reír.

— Oh, tenemos para ello una lámpara especial. Lo que ve aquí es únicamente la dinamo. Produce la esencia eléctrica con la cual arde la lámpara.

Con tristeza, dom Paulo contempló el lugar que la dinamo ocupaba.

— ¿Esta esencia puede ser quizás extraída de la grasa de carnero? — inquirió.

— No, no… La esencia eléctrica es, pues… ¿Quiere que se lo explique?

— Es mejor que no. La ciencia natural no es mi fuerte. Os lo dejo a vosotros, las cabezas jóvenes… — Dio un paso atrás rápidamente para evitar ser descalabrado por una madera transportada por dos presurosos carpinteros —. Dígame — dijo —, si estudiando los escritos de la era de Leibowitz puede aprender a construir este aparato, ¿por qué supone que ninguno de nuestros predecesores fue capaz de hacerlo?

El monje permaneció un momento en silencio.

— No es fácil de explicar — dijo finalmente —. En los escritos que tenemos no hay información directa del modo de construir una dinamo. Más bien podría decirse que la información queda implícita en toda una colección de escritos fragmentarios. Parcialmente implícita. Lo demás tiene que deducirse, pero para conseguirlo se necesitan algunas teorías en las que basarse. Información teórica que nuestros predecesores no tenían.

— ¿Y nosotros sí?

— Pues sí. Ahora que han existido algunos hombres como… — su tono se hizo profundamente respetuoso e hizo una pausa antes de pronunciar el nombre — thon Taddeo.

— ¿Ha sido ésta una frase completa? — preguntó el abad, bastante agriamente.

— Bueno, hasta hace poco, no muchos filósofos se habían preocupado por nuevas teorías físicas. El trabajo de thon Taddeo — de nuevo captó dom Paulo el tono respetuoso — nos dio los axiomas necesarios en los que basarnos. Su trabajo sobre la «Inestabilidad de la esencias eléctricas», por ejemplo, y su «Teorema de la conservación»…

— Deberá quedar satisfecho, pues, al ver aplicado su trabajo. Pero ¿dónde está la lámpara, si se puede saber? Espero que no sea mayor que la dinamo.

— Aquí está, dómine — dijo el monje, cogiendo un pequeño objeto que había sobre la mesa.

Parecía sólo una abrazadera para sostener un par de vástagos negros y un tornillo para ajustar su separación.

— A estos carbones — explicó Kornhoer — los antiguos los llamaban «Iámpara de arco». Tenían también de otras clases, pero no tenemos material para construirlas.

— Sorprendente. ¿La luz adónde va?

— Aquí. — El monje señaló el espacio entre carbones.

— Debe ser una llama muy pequeña — dijo el abad.

— ¡Oh, pero brillante! Más brillante, espero, que cien cirios.

— ¡No!

— ¿Lo encuentra impresionante?

— Lo encuentro absurdo. — Al notar la súbita expresión herida de Kornhoer, añadió apresuradamente -: El modo que hemos tenido de arreglárnoslas con cera de abeja y sebo de carnero.

— Me he preguntado — le confió al monje, tímidamente — si los antiguos lo empleaban en sus altares en vez de cirios.

— No — dijo el abad —. Definitivamente, no. Puedo asegurárselo. Por favor, olvide esta idea lo más pronto posible y que no vuelva a ocurrírsele.

— Sí, padre abad.

— ¿Y dónde piensa colgar esto?

— Pues… — El hermano Kornhoer se detuvo a contemplar especulativamente el oscuro sótano que le rodeaba —. No lo he pensado. Supongo que podría ir sobre la mesa donde thon Taddeo… — («¿Por qué se detiene así cada vez que pronuncia su nombre?, se preguntó dom Paulo, con irritación) — trabajará.

— Será mejor que se lo preguntemos al hermano Armbruster — decidió el abad, y notando el súbito malestar del monje -: ¿Qué ocurre? ¿Han estado usted y el hermano Armbruster…?

La cara de Kornhoer se contrajo en una mueca de excusa.

— Realmente, padre abad, no he perdido los estribos con él ni una sola vez. Hemos discutido, eso sí, pero… — Se encogió de hombros —. No quiere que nada sea modificado. No deja de hablar de brujerías y cosas así. No es fácil razonar con él. Está medio ciego debido a la necesidad de leer con tan poca luz, y, sin embargo, dice que nuestro trabajo es diabólico. No sé qué decirle.