— ¡Deje en paz al médico! Si ha venido a verme, debe tener algún motivo. Mi puerta estaba cerrada. Ciérrela de nuevo, siéntese y diga lo que quiere.
— La prueba tuvo éxito. Me refiero a la lámpara del hermano Kornhoer.
— Bien, cuéntemelo todo. Siéntese, empiece a hablar y dígalo todo. — Se arregló el hábito y se secó la boca con un trozo de lino.
Se sentía aún algo mareado, pero el puño de su estómago se había suavizado. Nada le importaba menos que la narración del prior, pero hizo todo lo que pudo para permanecer atento. «Es necesario que se quede aquí hasta que esté lo suficientemente despierto para pensar. No puedo dejarle ir en busca del médico — todavía no, la noticia correría: el viejo está acabado —. Tengo que decidir si es el momento conveniente para estar o no agotado.»
15
Hongan Os era esencialmente un hombre justo y amable. Cuando vio a un grupo de sus guerreros divirtiéndose con los cautivos laredanos, se detuvo a mirar; pero cuando ataron a tres de ellos por los tobillos entre caballos y fustigaron a estos últimos en una frenética carrera, Hongan Os decidió intervenir. Ordenó que los guerreros fuesen azotados en el acto, porque Hongan Os — Oso Loco era conocido como un jefe misericordioso. Nunca había maltratado a un caballo.
— Matar cautivos es trabajo de mujer — gruñó desdeñosamente a los flagelados culpables —. Purificaos vosotros mismos para que no llevéis la marca de la mujer y desapareced del campamento hasta la Luna Nueva, porque estáis expulsados doce días. — Y contestando sus quejidos de protesta -: Suponed que los caballos hubiesen arrastrado a uno de ellos a través del campamento. Los jefes comedores de hierba son nuestros huéspedes y se sabe que la sangre los asusta fácilmente. Especialmente la sangre de los de su propia especie. Tenedlo en cuenta.
— Pero éstos son comedores de hierba del sur — objetó un guerrero, señalando a los cautivos mutilados —. Nuestros huéspedes son comedores de hierba del este. ¿No existe un pacto entre nosotros, los hombres reales y el este para hacerles la guerra a los del sur?
— ¡Si vuelves a mencionar tal cosa, se te cortará la lengua y será arrojada a los perros! — le previno Oso Loco —. Olvida que has oído tales cosas.
— ¿Los hombres de los pastos se quedarán mucho tiempo entre nosotros, oh, Hijo de los Poderosos?
— ¿Quién puede saber lo que planean los granjeros? — preguntó con enojo Oso Loco —. Sus pensamientos no son como los nuestros. Dicen que algunos de sus grupos saldrán de aquí para cruzar las Tierras Secas a un lugar de sacerdotes comedores de hierba, un sitio de los que llevan hábito negro. Los otros se quedarán aquí para hablar, pero esto no es para vuestros oídos. Ahora marchaos y pasad doce días de vergüenza.
Les dio la espalda para que pudiesen escabullirse sin sentir su mirada posarse en ellos. últimamente la disciplina decaía. Los clanes estaban inquietos. Llegó a los oídos de la gente de las Llanuras que él, Hongan Os, había abrazado, a través de un fuego pactado, a un mensajero de Texarkana y que un hechicero recortó pelo y uñas de cada uno de ellos para hacer una muñeca de buena fe como defensa contra la traición por cualquiera de las partes. Se sabía que se había formalizado un trato, y un pacto entre la gente y los comedores de hierba era considerado por las tribus como un acto vergonzoso. Oso Loco adivinaba el velado desdén de los jóvenes guerreros, pero hasta que llegase el momento adecuado no les diría nada.
El propio Oso Loco estaba dispuesto a escuchar una buena idea, aunque procediese de un perro. Las ideas de los comedores de hierba eran pocas veces buenas, pero quedó impresionado por los mensajes de su rey, en el este, el cual había comentado el valor del secreto y deplorado la jactancia vana. Si los laredanos se enteraban de que las tribus estaban siendo armadas por Hannegan, sin duda el plan fracasaría. Oso Loco había meditado sobre el particular; le repugnaba — porque ciertamente era más satisfactorio y más varonil decirle a un enemigo lo que se le iba a hacer antes de hacerlo —. Pero sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más sensato le parecía. O bien el rey comedor de hierba era un terrible cobarde o bien era casi tan listo como un hombre; Oso Loco no lo había decidido aún, pero consideró la idea como juiciosa. El secreto era esencial, aunque durante un tiempo pareciese propio de mujeres. Si la gente de Oso Loco supiera que las armas que les llegaban eran regalos de Hannegan y no los despojos de las luchas fronterizas, entonces surgiría la posibilidad de que Laredo se enterase del plan por los cautivos apresados en estas luchas. Por ello era necesario dejar que las tribus murmurasen que era una vergüenza hablar de paz con los granjeros del este.
Pero las palabras no eran de paz. Las palabras eran buenas y prometían muchos despojos.
Unas semanas antes, el propio Oso Loco capitaneó una incursión al este y había regresado con cien caballos, cuatro docenas de rifles largos, varios barriles de pólvora negra, gran cantidad de proyectiles y un prisionero. Pero ni tan siquiera los guerreros que le acompañaron supieron que el escondrijo de armas fue colocado allí para él por los hombres de Hannegan o que el prisionero era en realidad un oficial de caballería texarkano, que en el futuro aconsejaría a Oso Loco acerca de la táctica probable de los laredanos durante la lucha que se avecinaba. El pensamiento de los comedores de hierba era imprudente, pero el pensamiento del oficial podía penetrar en el de los comedores de hierba del sur. Sin embargo, no conseguiría penetrar en el de Hongan Os.
Oso Loco estaba justificadamente orgulloso de sí mismo como negociante. Solamente se había comprometido a no dedicarse a guerrear contra Texarkana y a dejar de robar ganado en la frontera del este, pero sólo mientras Hannegan le proveyese armas y provisiones. El pacto de guerra contra Laredo fue un compromiso no mencionado del fuego, pero se adaptaba a la inclinación natural de Oso Loco y no se necesitaba un pacto formal. La alianza con uno de sus enemigos le permitiría luchar con un adversario aislado y tal vez pudiese recobrar los pastizales que en el siglo anterior habían sido usurpados y habitados por los hombres de las granjas.
La noche había caído y el aire frío se había apoderado de las Llanuras, cuando el jefe de los clanes penetró en el campamento. Sus huéspedes del este se sentaban arrebujados en sus mantas alrededor del fuego del Consejo con tres de los ancianos, mientras el acostumbrado anillo de niños curiosos bostezaba desde las sombras y atisbaba bajo los lados de las tiendas a los extranjeros.
En total eran doce extranjeros, pero se separaban en dos grupos distintos que habían viajado juntos, aunque aparentemente no les preocupaba la mutua compañía. Era evidente que el jefe de uno de los grupos era un loco. Aunque Oso Loco no tenía nada que objetarle a la locura — de hecho sus hechiceros la consideraban como la más intensa de las aflicciones sobrenaturales —, ignoraba que del mismo modo los granjeros considerasen la locura como una virtud en su jefe. Pero éste pasaba la mitad de su tiempo cavando la tierra del cauce seco del río y la otra mitad haciendo misteriosas anotaciones en un librito. Se trataba, sin duda, de un brujo y probablemente no era de fiar.
Oso Loco se detuvo sólo el tiempo necesario para ponerse su túnica ceremonial de piel de lobo y hacer que un hechicero le pintase la marca del tótem en la frente antes de unirse al grupo ante el fuego.
— ¡Asustaos! — gimió ceremoniosamente un viejo guerrero cuando el jefe de los clanes penetró en el círculo de luz producido por el fuego —. Asustaos porque el Poderoso camina entre sus hijos. Arrastraos, oh clanes, porque su nombre es Oso Loco, un nombre bien ganado, porque de joven venció sin armas a una osa enloquecida, y con sus manos, desnudas verdaderamente, la estranguló en las tierras del norte.
Hongan Os ignoró los elogios y aceptó una taza de sangre de manos de la anciana que servía al fuego del Consejo. Era sangre fresca, de un buey que acababan de matar y aún estaba tibia. La vació antes de volverse y hacerles una inclinación a los orientales que observaban el breve brindis con evidente desasosiego.