— Evidentemente, cara a la pared.
El pilar estaba colocado muy cerca del umbral, de modo que sólo había unos centímetros de espacio entre la roca plana y la pared de la choza. Paulo se agachó y atisbó por el estrecho espacio. Tardó un rato en distinguirlo, pero ciertamente había algo escrito en letras pequeñas en la parte de atrás de la roca:
— ¿Alguna vez le das vuelta?
— ¿Darle la vuelta? ¿Crees que estoy loco? ¿En tiempos como los que corren?
— Ahí atrás, ¿qué dice?
El ermitaño emitió una serie de sonidos, negándose a contestar.
— Pero pasa, tú que no sabes leer del lado interior.
— Hay una pared en medio.
— Siempre la hubo, ¿no es así?
El sacerdote suspiró.
— Está bien, Benjamín, sé lo que se te ordenó escribir «en la entrada y sobre la puerta de tu casa». Pero sólo a ti se te ocurriría ponerlo boca abajo.
— Hacia el interior — corrigió el ermitaño —. Mientras en Israel existan tiendas para ser arregladas… pero esperemos a que hayas descansado para empezar a importunarnos mutuamente. Te traeré un poco de leche de cabra y me contarás algo acerca de ese visitante que te preocupa.
— En mi odre hay vino, si quieres un poco — dijo el abad, dejándose caer con alivio sobre un montón de pieles —, pero preferiría no hablar de thon Taddeo.
— Oh, ¿es ése?
— ¿Has oído hablar de thon Taddeo? Dime, ¿cómo te las arreglas para conocerlo todo y a todo el mundo sin moverte de esta colina?
— Uno escucha, uno ve — dijo el ermitaño, enigmáticamente.
— ¿Qué piensas de él?
— No le he visto, pero supongo que será doloroso. El dolor de un parto, tal vez, pero doloroso.
— ¿Dolor de parto? ¿Crees realmente que vamos a tener un nuevo renacimiento como dicen algunos?
— Hum…
— Deja de sonreír tontamente, viejo judío, y dime lo que opinas. Con seguridad piensas algo. Siempre opinas. ¿Por qué es tan difícil obtener tu confianza? ¿No somos amigos?
— En ciertos aspectos, en ciertos aspectos. Pero tú y yo tenemos muchas diferencias.
— ¿Qué tienen que ver nuestras diferencias con thon Taddeo y el renacimiento que a los dos nos gustaría ver? Thon Taddeo es un intelectual seglar que está al margen de nuestras diferencias.
Benjamín se encogió de hombros con elocuencia.
— Diferencia, intelectuales seglares — repitió, lanzando las palabras como si fuesen desechadas pepitas de manzana —. En diferentes épocas he sido llamado «intelectual seglar» por cierta gente, y a veces he sido empalado, lapidado y quemado por ello.
— Pero si nunca… — El sacerdote se interrumpió, frunció el ceño profundamente. De nuevo aquella locura. Benjamín lo miraba con suspicacia, y su sonrisa había desaparecido. «Ahora — se dijo el abad — me mira como si yo fuese uno de Ellos, fuese cual fuere el caótico Ellos que lo condujo hasta esta soledad. ¿Empalado, lapidado y quemado? ¿O es que su «yo» quiere decir «nos» como en «yo, mi pueblo»?»
— Benjamín, soy Paulo. Torquemada ha muerto. Nací hace unos setenta años y pronto moriré. Te he amado, viejo, y cuando me miras, quisiera que vieses a Paulo de Pecos y a nadie más.
Benjamín titubeó momentáneamente. Sus ojos se humedecieron.
— A veces… olvido…
— Y a veces olvidas que Benjamín es sólo Benjamín, y no todo Israel.
— ¡Nunca! — exclamó el ermitaño, con los ojos otra vez ardientes —. Durante treinta y dos siglos, yo… — se calló y cerró apretadamente la boca.
— ¿Por qué? — susurró el abad, casi con temor —. ¿Por qué tomas la carga de un pueblo y su pasado sobre ti?
Los ojos del ermitaño brillaron con alarma, pero se tragó un sonido ronco y ocultó la cara entre las manos.
— Pescas en aguas oscuras.
— Perdóname.
— La carga me fue impuesta por otros. — Levantó lentamente la vista —. ¿Debo negarme a llevarla?
El sacerdote aspiró profundamente. Durante un rato, en la choza, sólo se oyó el ruido del viento. ¡Había un toque de la divinidad en aquella locura!, pensó dom Paulo. La comunidad judía era escasa y desperdigada en aquella época. Benjamín quizá sobrevivió a sus hijos o de algún modo se convirtió en un proscrito. Un israelita tan viejo podía vagar durante años sin encontrar a los de su pueblo. Quizás en su soledad adquirió la silenciosa convicción de que era el último, él solo, el único. Y por ser el último, dejó de ser Benjamín para convertirse en Israel. Y sobre su corazón se asentó la historia de cinco mil años, no ya remotos, sino convertidos en la historia de propia vida. Su «yo» era lo opuesto al imperial «nos».
«Pero yo también soy miembro de una unidad — pensó dom Paulo —. Parte de una congregación y una continuidad. Los míos también han sido despreciados por el mundo. Sin embargo, para mí la distinción entre mi propio yo y la nación está clara. Para ti, viejo amigo, se ha hecho oscura. ¿Una carga que te fue impuesta por otros? ¿Y la aceptaste? ¿Cuál debe ser su peso? ¿Cuál sería su peso para mí? — Hundió los hombros y trató de enderezarse, probando su peso —. Soy un monje cristiano y un sacerdote, y soy, por consiguiente, quien debe dar cuenta a Dios de los actos y hechos de cada monje y sacerdote que ha alentado y caminado sobre la Tierra desde Cristo, así como de mis propios actos.»
Se estremeció y empezó a mover la cabeza.
No, no. Aquella carga le partía la espalda. Era demasiado para cualquier hombre menos para Cristo. Ser maldito por una fe ya era suficiente carga. Soportar las maldiciones era posible, pero entonces, ¿aceptar lo ¡lógico que había tras las maldiciones, lo ilógico que le hacía a uno cumplir con su deber no sólo para sí, sino para cada miembro de su raza o fe, por sus acciones al mismo tiempo que las propias? ¿Aceptar también esto, como Benjamín trataba de hacer?
No, no.
No obstante, la propia fe de dom Paulo le decía que la carga estaba allí, había estado allí desde los tiempos de Adán — y la carga impuesta por un demonio que gritaba burlón, ¡Hombre!, al hombre. ¡Hombre! —, llamando a cada uno para rendir cuentas de los hechos de todos desde el principio; una carga impuesta a cada generación antes de la abertura del útero, la carga de la culpa del pecado original. Dejemos que el loco lo ponga en duda. El mismo loco aceptó con gran deleite la otra herencia — la herencia de la gloria ancestral —, la virtud, triunfo y dignidad que lo hicieron «valiente y noble por derecho de cuna» sin protestar de que él, personalmente, no hizo nada para ganar aquella herencia, de no ser el hecho de haber nacido de la especie del hombre. La protesta quedaba reservada para la carga heredada, que lo convertía en «culpable y proscrito por derecho de cuna», y se esforzaba en cerrar los oídos contra el veredicto. La carga, ciertamente, era dura. Su propia fe le decía también que la carga la había levantado Aquel cuya imagen colgaba de una cruz sobre los altares, aun cuando la huella de la carga todavía estaba allí. La huella era un yugo fácil, comparada con el peso de la maldición original. No podía decírselo al anciano, puesto que éste sabía ya que lo creía. Benjamín buscaba a otro. Y el último viejo hebreo se sentaba solo en una montaña, hacía penitencia por Israel y esperaba al Mesías, y esperaba, esperaba…
— Dios te bendiga como a un honrado loco. Hasta un loco sensato.
— ¡Vaya! ¡Loco sensato! — se burló el ermitaño —. Pero siempre te has especializado en la paradoja y el misterio, ¿verdad, Paulo? Si una cosa no está en contradicción consigo misma ya no te interesa, ¿no es así? Tienes que encontrar Tríos en la Unidad, vida en la muerte, prudencia en la locura. De otro modo tendrías demasiado sentido común.