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Y muchos de ellos dijeron: «No, señor, no nos pidáis esto; porque hasta el humo de un fuego como éste, si lo obtuviésemos para ti, haría perecer a muchos».

Aquella respuesta enfureció al príncipe, sospechó que le traicionaban y colocó espías entre ellos para tentarlos y desafiarlos; debido a ello los sabios se asustaron. Algunos cambiaron sus respuestas, para que su ira no fuese invocada en contra suya. Tres veces lo preguntó y tres veces contestaron: «No, señor, hasta los vuestros morirán si hacéis tal cosa». Pero uno de los magos era como judas Iscariote, y su testimonio fue falso, y habiendo traicionado a sus hermanos, les mintió a todos, aconsejando no temer al demonio del Fallout. El príncipe prestó atención a este sabio falso, cuyo nombre era Blackeneth y envió espías para acusar a varios de los magos ante el pueblo. Asustados, los menos sabios entre los magos aconsejaron al príncipe, complaciendo su capricho, diciendo: «Las armas pueden ser empleadas, pero no os excedáis de tales y tales límites o moriremos todos».

Y el príncipe asoló las ciudades de sus enemigos con el nuevo fuego, y durante tres días y tres noches sus grandes catapultas y pájaros metálicos lanzaron la ira sobre ellas. Sobre cada ciudad apareció un sol más brillante que el del cielo e inmediatamente aquella ciudad palideció y se fundió como la cera bajo la antorcha, y sus habitantes se detuvieron en las calles y su piel humeó y se convirtieron en haces lanzados sobre carbones. Y cuando la furia del sol hubo disminuido, la ciudad estaba en llamas; y un gran trueno bajó del cielo, como el gran ariete de batir PIK-A-DON, para aplastarla totalmente. Humos venenosos cayeron sobre toda la Tierra, y la Tierra brillaba en la noche con las brasas. La maldición de las brasas formó una costra en la piel e hizo que el cabello cayese y que la sangre muriese en las venas.

Y una gran peste fue por la Tierra y hasta por el cielo. Como en Sodoma y Gomorra fue la tierra y las ruinas de aquello, aun en la tierra de ese cierto príncipe, porque sus enemigos no negaron su venganza, enviando el fuego a su vez para sumergir sus ciudades como lo habían sido las de ellos. La peste de la carnicería fue excesivamente ofensiva para el Señor, quien habló al príncipe, Nombre, diciendo: «¿Qué ofrenda de fuego es esta que has preparado ante mi? ¿Qué es este sabor que se alza del lugar del holocausto? ¿Me has ofrecido un holocausto de corderos o cabras, o le has ofrecido un becerro a Dios?». Pero el príncipe no le contestó y Dios dijo: «Me has ofrecido a mis hijos en holocausto». Y el Señor le quitó la vida junto con la de Blackeneth, el traidor, y hubo pestilencia en la Tierra, y la locura se posesionó de la humanidad, que lapidó a los sabios junto a los poderosos que aún habían quedado con vida.

Pero en aquel tiempo hubo un hombre cuyo nombre era Leibowitz, quien, en su juventud, como san Agustín, había amado la sabiduría del mundo más que la de Dios. Pero ahora, viendo que el gran acontecimiento, aunque bueno, no había salvado al mundo, se volvió hacia Dios en penitencia, llorando.

El abad dio unos golpes secos sobre la mesa, y el monje que estaba leyendo la antigua narración guardó inmediatamente silencio.

— ¿Y ésta es la única narración que tienen de lo ocurrido? — preguntó thon Taddeo, sonriéndole forzadamente al abad a través del estudio.

— Hay diversas versiones. Difieren en detalles menores. Nadie está seguro de cuál fue la nación que envió el primer ataque… de todas maneras, ya no tiene importancia. El texto que el hermano lector nos ha leído fue escrito unas décadas después de la muerte de san Leibowitz… se trata probablemente de una de las primeras narraciones, hecha apenas fue posible y seguro escribir de nuevo.

»El autor era un monje joven que aún no había nacido durante la época de la destrucción; tuvo conocimiento de ella a través de los seguidores de san Leibowitz, los primeros memorizadores y contrabandistas de libros y tenía una cierta preferencia por imitar las escrituras.

»Dudo mucho que exista en algún sitio una narración completamente certera del Diluvio de Fuego. Poco después de su comienzo, fue evidentemente demasiado inmenso para que nadie lo captase en su totalidad.

— ¿En qué tierra estaba este príncipe llamado Nombre y el hombre llamado Blackeneth?

El abad Paulo movió la cabeza.

— Ni el propio redactor de esta narración estaba seguro. Hemos reunido los suficientes datos desde que esto fue escrito para saber que incluso algunos de los gobernantes menores de aquella época poseían tales armas antes de la llegada del holocausto. La situación que describió prevalecía en más de una nación. Nombre y Blackeneth eran, probablemente, legión.

— Ya he oído leyendas semejantes. Es evidente que algo odioso tuvo lugar — declaró el thon, después añadió abruptamente —. ¿Cuándo podré empezar a examinar la… cómo la llaman?

— La Memorabilia.

— A eso me refería. — Suspiró y le sonrió ausente a la imagen del santo, que estaba en un rincón —. ¿Mañana será demasiado pronto?

— Si así lo desea, puede empezar de inmediato — dijo el abad —. Puede sentirse libre de hacer lo que guste.

Las bóvedas estaban escasamente provistas de velas y sólo unos pocos monjes estudiosos de hábito oscuro se movían entre los bancos. El hermano Armbruster inspeccionaba ceñudamente sus papeles en un círculo de luz, en su cubículo al pie de la escalera de piedra, y una lámpara ardía en el hueco de la teología moral, donde una figura cubierta con el hábito se inclinaba sobre un antiguo manuscrito. Era después de la prima, cuando la mayor parte de la comunidad trabajaba en sus deberes en la abadía, la cocina, la clase, el jardín, establo y la oficina, dejando la biblioteca casi vacía hasta media tarde y momento de la lectio divina. Aquella mañana, sin embargo, las bóvedas estaban, en comparación, atestadas.

Había tres monjes reclinados en las sombras detrás de la nueva máquina. Tenían las manos metidas entre las mangas y observaban a un cuarto monje que estaba al pie de la escalera. El cuarto monje miraba pacientemente hacia un quinto monje que estaba en el rellano y vigilaba la entrada que conducía a la escalera.

El hermano Kornhoer había meditado sobre su aparato como un padre ansioso, pero cuando ya no pudo encontrar cables que mover o ajustes que hacer y volver a hacer, se retiró al hueco de teología natural a leer y esperar. Dirigir una serie de instrucciones de última instancia a sus ayudantes le era permitido, pero prefirió guardar silencio y si cualquier pensamiento del momento de culminación personal que se acercaba cruzó su mente mientras esperaba, la expresión del inventor monástico no dio muestra de ello. Teniendo en cuenta que el abad ni siquiera se había tomado la molestia de mirar una demostración de la máquina, el hermano Kornhoer no exteriorizó ningún signo de aguardar aplausos de ninguna parte y consiguió vencer su tendencia a mirar con aire de reproche a dom Paulo.

Un tenue siseo procedente de la escalera alertó de nuevo al sótano, aunque ya se habían producido anteriores falsas alarmas. Era evidente que nadie le había informado al ilustre thon que una invención maravillosa le esperaba en su inspección del sótano. Evidentemente, si alguien le habló de ella, su importancia fue le minimizada. Según parecía, el padre abad disfrutaba haciéndolos esperar. Aquéllas eran las palabras no pronunciadas que evidenciaban las miradas de los que esperaban.

Esta vez el siseo de aviso no había sido en vano. El monje que vigilaba desde lo alto de la escalera se volvió solemnemente y le hizo una inclinación al monje que había en el siguiente rellano.

— In Principio Deus — dijo suavemente.

El quinto monje dio la vuelta y se inclinó hacia el cuarto monje al pie de la escalera.

— Caelum et terram creavit — murmuró a su vez.

El cuarto monje se volvió hacia el tercero, de pie junto a la máquina.