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— La comunidad tiene interés en conocer los resultados de su trabajo — le dijo al erudito —. Nos gustaría que nos hablase de él, si no le importa discutirlo. Como es natural, todos hemos oído hablar de su labor teórica en su colegio, pero es demasiado técnico para que muchos de nosotros lo entendamos. ¿Le sería posible decirnos algo acerca de ello en… en términos generales que los no especialistas puedan entender? La comunidad me ha reprochado no haberle invitado a usted a dar una conferencia, pero pensé que primero le agradaría conocer el lugar. Claro que si prefiere no hacerlo…

La mirada del thon pareció afianzar compases en el cráneo del abad y medirlo por seis lados. Sonrió dubitativo.

— ¿Le agradaría que explicase nuestro trabajo en el lenguaje más simple?

— Algo así, si es posible.

— De eso se trata — dijo, riendo —. El hombre no entrenado lee algún escrito sobre ciencias naturales y piensa: «¿Por qué no pueden explicar esto de un modo sencillo?». No parece darse cuenta de que lo que ha tratado de leer está escrito del modo más simple para el tema de que se trata. De hecho, una gran parte de la filosofía natural es un simple proceso de simplificación lingüística, un esfuerzo en inventar idiomas en los que media página de ecuaciones pueda expresar una idea que no podría ser expresada en menos de mil páginas de la llamada «lengua simple». ¿Me ha comprendido usted?

— Creo que sí. Entonces, ya que se expresa con tanta claridad, quizá podría decirnos el aspecto de ello. A menos que la sugerencia sea prematura… en lo que a su trabajo con la Memorabilia se refiere.

— Pues no. Ya tenemos ahora una idea bastante clara de adónde vamos y con lo que tenemos que trabajar aquí. Claro que nos tomará aún mucho tiempo terminarlo. Las piezas tienen que encajar, y no todas pertenecen al mismo rompecabezas. Todavía no podemos predecir lo que podemos espigar de ello, pero estamos bastante seguros de lo que no podemos. Me satisface decir que es esperanzador. No tengo nada que objetar a explicar el plan general, pero…

Repitió el gesto de duda.

— ¿Qué es lo que le preocupa?

El thon pareció ligeramente avergonzado.

— Sólo una incertidumbre acerca de mi auditorio. No quisiera ofender las creencias religiosas de nadie.

— ¿Cómo podría hacerlo? ¿No es un asunto de filosofía natural? ¿De ciencia física?

— Claro que sí, pero muchas de las ideas que la gente tiene del mundo han sido adornadas con lo religioso…, bueno, lo que quiero decir es que…

— Pero si el tema es el mundo físico, ¿cómo puede ofender? Especialmente a esta comunidad. Hemos esperado durante mucho tiempo a que el mundo empezase a interesarse de nuevo en sí mismo. Y a riesgo de parecer jactancioso, puedo señalar que tenemos algunos aficionados bastante listos en ciencias naturales aquí en el mismo monasterio. Como por ejemplo el hermano Majek y el hermano Kornhoer…

— ¡Kornhoer! — El thon alzó cautamente la vista hacia la lámpara de arco y la apartó deslumbrado —. ¡No puedo comprenderlo!

— ¿La lámpara? Pero con seguridad usted…

— No, no se trata de la lámpara, ésta es bastante sencilla una vez que uno se recupera de la sorpresa de verla funcionar. Tenía que funcionar. Lo hacía sobre el papel, asumiendo varias indeterminaciones y suponiendo algunos datos de los que no se disponía. Pero el salto limpio e impetuoso de la hipótesis vaga al modelo en funcionamiento. — El thon tosió nervioso —. Es al propio Kornhoer a quien no comprendo. Este aparato — extendió un dedo hacia la dinamo — es una muestra de un salto de unos veinte años de experimentos preliminares, empezando con una incomprensión de principios. Kornhoer se evitó los preliminares. ¿Cree en una intervención milagrosa? Yo no, pero aquí tiene usted un caso real. ¡Ruedas de carro! — Se echó a reír —. ¿Qué haría si tuviese un taller de máquinas? No puedo comprender que pueda permanecer encerrado en un monasterio un hombre como él.

— Quizás el hermano Kornhoer pueda explicárselo a usted — dijo dom Paulo, tratando de mantener alejado de su voz un asomo de dureza.

— Sí, bien… — Los compases visuales de thon Taddeo empezaron a medir de nuevo al viejo sacerdote —. Si en realidad piensa que nadie pueda sentirse ofendido por oír ideas no tradicionales, me encantará poder discutir nuestro trabajo. Pero parte de él quizás esté en desacuerdo con algunos pre… algunas opiniones establecidas.

— ¡Bien! Entonces será fascinante.

Se pusieron de acuerdo en el momento y dom Paulo se sintió más tranquilo. El vacío esotérico entre los monjes cristianos y el investigador seglar de la naturaleza se vería seguramente estrechado por el libre intercambio de ideas. Kornhoer ya lo había estrechado ligeramente, ¿no era así? Más comunicación, no menos, era probablemente la mejor terapia para aliviar cualquier tensión. Y el nublado velo de la duda e indecisión desconfiada desaparecería tan pronto como el thon viese que sus anfitriones no eran unos irrazonables intelectuales reaccionarios como el erudito parecía sospechar. Paulo sintió cierta vergüenza por sus anteriores recelos. «Paciencia, Señor, con un loco bien intencionado», rogó.

— Pero no puede ignorar a los oficiales y sus cuadernos de apuntes — le recordó Gault.

20

Desde el facistol del refectorio, el lector entonaba los anuncios. La luz de las velas empalidecía las caras de las legiones de hábito que permanecían sin movimiento detrás de sus banquillos y esperaban el principio de la comida de la noche. La voz del lector resonaba profundamente en el comedor de altas bóvedas, cuyo techo se perdía en las sombras tendidas como alas sobre las manchas de luz que se esparcían sobre las mesas de madera.

— El reverendo padre abad me ha ordenado anunciar que la regla de abstinencia queda dispensada en la cena de esta noche — dijo el lector —. Tendremos huéspedes, como deben haber oído, y todos los religiosos pueden tomar parte en el banquete de esta noche en honor a thon Taddeo y su grupo; podrán comer carne. La conversación, si se hace en voz baja, será permitida durante la comida.

Sonidos vocales contenidos, no muy diferentes de ahogadas exclamaciones de alegría, salieron de las filas de novicios. Las mesas estaban servidas. La comida todavía no había hecho su aparición, pero grandes bandejas sustituían a las usuales tazas de gachas, encendiendo los apetitos con las trazas de un festín. Los familiares jarros de leche quedaron en la despensa, y fueron reemplazados aquella noche por las mejores copas de vino. Encima de las mesas habían colocado algunas rosas.

El abad se detuvo en el pasillo esperando a que el lector terminase. Miró hacia la mesa preparada para él, el padre Gault, el huésped de honor y su grupo. En la cocina se habían equivocado de nuevo, se dijo. Habían puesto ocho platos. Los tres oficiales, el thon y su asistente y los dos sacerdotes hacían siete…, a menos, aunque no era probable, que el padre Gault hubiese invitado al hermano Kornhoer a que se les uniese. El lector terminó sus anuncios y dom Paulo entró en la sala.

— Flectamus genua — entonó el lector.

Las legiones de hábito doblaron la rodilla con precisión militar mientras el abad bendecía a su rebaño.

— Levate.

El grupo se levantó. Dom Paulo ocupó su lugar en la mesa y miró hacia la entrada. Gault debía acompañar a los demás. Las veces anteriores, sus comidas habían sido servidas en la casa de huéspedes en vez del refectorio para evitar sujetarlos a la austeridad de la comida frugal de los monjes.

Cuando los huéspedes entraron, los observó intentando descubrir al hermano Kornhoer, pero éste no estaba con ellos.

— ¿A qué se debe el octavo plato? — le preguntó en voz baja al padre Gault cuando se sentaron.