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— Lo dudo — dijo el abad, estremeciéndose ligeramente mientras miraba el globo —. Pero se lo guardaré si quiere. Además, es probable que aparezca en Texarkana. Según dice, es un potente talismán.

— ¿Cómo es eso?

Dom Paulo sonrió.

— Dice que cuando lo usa puede ver mucho mejor.

— ¡Qué tontería! — El thon hizo una pausa; siempre dispuesto, aparentemente, a dar a cualquier clase de premisa extraña, un momento de consideración, añadió -: No, es una tontería… A menos que llenar la cuenca vacía afecte los músculos de ambas cuencas. ¿Es esto lo que dice?

— Jura que sin él no puede ver igual. Dice que lo necesita para la percepción de los «verdaderos significados», aunque cuando lo usa le produce cegadores dolores de cabeza. Pero nunca se sabe cuándo el poeta se atiene a los hechos, a la imaginación o a la alegoría. Si la imaginación es lo suficientemente lista, dudo que el poeta llegue a admitir la diferencia entre imaginación y realidad.

El thon sonrió zumbonamente.

— El otro día gritó detrás de mi puerta que yo lo necesitaba más que él. Esto parece sugerir que lo considera como un ser, en sí mismo, su potente fetiche… bueno para cualquiera. Me pregunto por qué…

— ¿Dijo que usted lo necesitaba? ¡Jo, jo!

— ¿Qué hay de divertido en ello?

— Lo siento. Probablemente lo dijo como un insulto. Es mejor que no trate de explicar el insulto del poeta; podría parecer una parte del mismo.

— Nada de esto, siento curiosidad.

El abad miró la imagen de san Leibowitz en un rincón de la habitación.

— El poeta empleó el ojo como broma corriente — explicó —. Cuando quería tomar una decisión, pensar algo o discutir un punto, se ponía el ojo de vidrio en la cuenca. Se lo quitaba de nuevo cuando veía algo que le desagradaba, cuando pretendía ver más allá de algo o cuando quería parecer estúpido. Cuando lo llevaba, sus modales cambiaban. Los hermanos empezaron a llamarlo «la conciencia del poeta», y él siguió la broma. Daba pequeños discursos, conferencias y demostraciones de las ventajas de una conciencia que podía quitarse. Pretendía que un frenético apremio se posesionaba de él, en general algo trivial, como una compulsión dirigida a una botella de vino.

»Si llevaba su ojo, agitaba la botella de vino, se humedecía los labios, jadeaba, se lamentaba y después apartaba la mano. Finalmente se posesionaba de nuevo de él. Se aferraba a la botella, escanciaba un dedo en un vaso y se recreaba con él un segundo. Pero entonces la conciencia se abría paso de nuevo y tiraba el vaso al otro lado de la habitación. Pronto estaba encandilado ante la botella y empezaba a quejarse y lloriquear, pero luchando con el deseo odioso de mirarla. — El abad no pudo evitar sonreírse —. Finalmente, cuando quedaba rendido, se arrancaba el ojo de vidrio. Después de quitarse el ojo, súbitamente descansaba. La compulsión dejaba de ser compulsiva. Frío y arrogante, cogía la botella, miraba a su alrededor y reía. «De todas maneras lo haré», decía. Entonces, cuando todo el mundo esperaba verle beber, sonreía beatíficamente y se vaciaba la botella en la cabeza. Las ventajas de una conciencia que pueda quitarse, ¿ve usted?

— Por esto piensa que yo la necesito más que él.

Dom Paulo se encogió de hombros.

— Es sólo un poetastro.

El erudito resopló divertido. Jugueteó con la esfera vítrea y la hizo rodar por encima de la mesa con su pulgar. De pronto, se echó a reír.

— Me agrada. Creo que sé quién lo necesita más que el poeta. Quizá después de todo me lo quedaré.

Lo cogió, lo echó al aire, lo asió y miró dubitativo al abad. Paulo se encogió nuevamente de hombros.

Thon Taddeo dejó caer el ojo de nuevo en su bolsillo.

— Si viene a reclamarlo lo tendrá. Pero por cierto, quería decirle que mi trabajo casi está terminado. Dentro de unos días nos marcharemos.

— ¿No le preocupa la lucha en las Llanuras?

Thon Taddeo miró hacia la pared con el ceño fruncido.

— Acamparemos en una colina a más de una semana de viaje de aquí hacia el este. Un grupo de… nuestra escolta se nos unirá allí.

— Espero — dijo el abad, saboreando la cortés muestra de crueldad — que su grupo escolta no haya cambiado su lealtad política desde que prestó su acuerdo. En estos días es difícil separar a los amigos de los enemigos.

El thon enrojeció.

— Especialmente si viene de Texarkana, ¿quiere decir?

— No dije esto.

— Seamos francos el uno con el otro, padre. No puedo luchar con el príncipe, que hace posible mi trabajo…, a pesar de lo que piense de su política o políticos. Hago como que le apoyo, superficialmente, o por lo menos que no le hago caso por el bien del colegio. Si extiende sus tierras, quizás el colegio pueda sacar provecho de ello, y si el colegio prospera, la humanidad sacará provecho de nuestro trabajo.

— Los que sobrevivan, quizás.

— Es verdad, pero en cualquier caso esto es siempre verdad.

— No, no; hace doce siglos, ni los supervivientes lo aprovecharon. ¿Tenemos que seguir de nuevo la misma ruta?

Thon Taddeo se encogió de hombros.

— ¿Qué puedo hacer? — preguntó, molesto —. El príncipe es Hannegan, no yo.

— Pero prometió empezar a devolverle al hombre el dominio sobre la naturaleza. ¿Quién gobernará el empleo del poder para controlar las fuerzas naturales? ¿Quién lo empleará? ¿Con qué finalidad? ¿Cómo lo mantendrán bajo su dominio? Tales decisiones todavía pueden ser tomadas. Pero si usted y los de su grupo no las toman ahora, otros las tomarán pronto por ustedes. La humanidad se aprovechará, dice. Pero ¿sufriendo a quién? ¿A un príncipe que firma con una X? ¿O en verdad cree que su colegio puede permanecer al margen de sus ambiciones cuando empiece a descubrir que ustedes tienen un valor para él?

Dom Paulo no esperaba convencerle. Pero con dolor en el corazón el abad notó la forzada paciencia con que el thon le escuchaba; era la paciencia del hombre que escucha una opinión que hace tiempo ha refutado para su propia satisfacción.

— Lo que en realidad sugiere — dijo el intelectual — es que esperemos un poco. Que disolvamos el colegio o lo traigamos al desierto y que de algún modo, sin tener oro o plata en nuestro poder, demos de nuevo vida a una ciencia experimental y teórica de algún modo lento y laborioso, sin decírselo a nadie. Que lo conservemos todo para el día en que el hombre sea bueno, puro, santo y sabio.

— Esto no es lo que quería decir…

— Esto no es lo que quería decir, pero es lo que significan sus palabras. Mantener la ciencia enclaustrada, sin tratar de aplicarla, sin tratar de emplearla, hasta que los hombres sean santos. Bueno, no servirá de nada. Lo han venido ustedes haciendo en esta abadía durante siglos.

— No hemos ocultado nada.

— No lo han ocultado, pero se han sentado sobre ello sin decir palabra, nadie sabía que estaba aquí y no hicieron nada al respecto.

Una llamarada de enojo brilló en los ojos del viejo sacerdote.

— Creo que es tiempo de que conozca a nuestro fundador — murmuró, señalando la escultura de madera que había en un rincón —. Era un científico como usted, antes de que el mundo se volviese loco y corriese en busca del santuario. Fundó esta orden para salvar todo lo que pudiese ser salvado de los documentos de la última civilización. ¿Salvado de qué y para qué? Mire dónde está colocado… ¿Ve la hoguera? ¿Los libros? En aquella época, el mundo no quería a su ciencia, y así siguió durante siglos. Él murió por nuestro bien. Cuando lo cubrieron de combustible, cuenta la leyenda que les pidió un vaso. Lo bendijo y algunos dicen que en aquel momento el combustible se convirtió en vino; entonces: Hic est enim calix Sanguinis Me¡, se lo bebió antes de que le colgasen y le prendiesen fuego. ¿Quiere que le lea una lista de nuestros mártires? ¿Quiere que le mencione todas las batallas en las que hemos participado para mantener intactos estos documentos? ¿Todos los monjes que han perdido la vista en la sala de copias para su bien? Y todavía dice que no hicimos nada con ello, que lo ocultamos en silencio.