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El hermano Francis musitó una oración por el difunto. Después, muy suavemente, levantó el cráneo de su lugar de reposo y le dio vuelta de modo que mirase a la pared. Fue entonces cuando descubrió la caja oxidada.

Tenía la forma de un maletín y estaba evidentemente dedicada a transportar alguna cosa. Podía haber servido para gran número de menesteres, pero había quedado muy maltrecha por las piedras arrojadas. Con sumo cuidado la separó de los escombros y la acercó al fuego. La cerradura parecía estar rota, pero la tapa se había atascado con la herrumbre. Al agitarla, la caja resonó. No era el lugar idóneo para buscar papeles o libros, pero — también era evidente — estaba destinada a ser abierta y cerrada y podía contener algún papel interesante para la Memorabilia. De todas maneras, recordando el destino del hermano Boedellus y otros, la roció con agua bendita antes de intentar abrirla y manejó la antigua reliquia tan reverentemente como le fue posible, mientras golpeaba sus oxidados goznes con una piedra.

Por fin los goznes cedieron y la tapa cayó. Pequeñas piezas metálicas saltaron de las cubetas y se desperdigaron entre las piedras, algunas de ellas perdiéndose de modo irreparable entre las hendiduras. Pero en el fondo de la caja, en el espacio debajo de las cubetas, pudo ver… ¡papeles! Después de una rápida oración de gracias, reunió tantas piezas metálicas como le fue posible y, tras colocar la tapa, empezó a trepar por el montón de escombros hacia la escalera y el pequeño pozo de cielo, con la caja fuertemente apretada bajo un brazo.

Al salir de la oscuridad del refugio, el sol le deslumbró; pero no prestó atención al hecho de que se hundía peligrosamente por el oeste, sino que enseguida empezó a buscar una piedra plana en la que poder extender el contenido de la caja y examinarlo sin peligro de perder algo en la arena.

Minutos más tarde, sentado sobre una losa rota, empezó a sacar los artilugios de metal y vidrio que llenaban las cubetas. La mayoría eran pequeñas cosas tubulares con un bigote de alambre en cada extremo del tubo. Ya las conocía. El diminuto museo de la abadía contenía algunas de diversas formas, tamaños y colores. Una vez había visto a un hechicero de los paganos de la colina usarlas como «collar de ceremonia». La gente de la colina las consideraba como «parte del cuerpo del dios» — de la legendaria Machina Analytica, aclamada como el más sabio de sus dioses —. Decían que tragándose una de ellas, un hechicero podía adquirir la «infalibilidad». De aquel modo, lo que ciertamente adquirían era autoridad ante su propia gente, a no ser que tragasen una de la especie venenosa. Los artefactos similares que tenían en el museo también estaban conectados entre sí, no en forma de collar, sino como un complejo y muy desordenado amasijo, en el fondo de una pequeña caja metálica, expuesta con el título: «Chasis de radio: Uso incierto».

En su cara interna, la tapa de la caja tenía pegada una nota; la cola se había secado; la tinta, desvanecido, y el papel estaba tan oscurecido por las manchas de herrumbre, que aunque la caligrafía hubiese sido buena, resultaba difícil de leer; pero aquello estaba apresuradamente garrapateado. Lo estudió, con muchas interrupciones, mientras vaciaba las cubetas. Parecía ser inglés de alguna especie, pero pasó más de media hora antes de poder descifrar la mayor parte del mensaje:

CARL:

Dentro de veinte minutos debo abordar el avión para [indescifrable]. Por el amor de Dios, haz que Em se quede ahí hasta saber si estamos en guerra. ¡Por favor, trata de meterla en la lista de suplentes para el refugio! No puedo conseguirle asiento en el avión. No le digas por qué la envío con esta caja de herramientas; pero trata de que se quede ahí hasta que sepamos [indescifrable] lo peor, uno de los de la lista no se presenta.

P. D. He sellado la cerradura y he puesto ALTO SECRETO en la tapa para evitar que Em la abra. Es la primera caja de herramientas que he encontrado. Guárdala en mi armario o donde quieras.

L. E. L.

De momento, la nota le pareció incoherente, pues estaba demasiado excitado para concentrarse en un punto más que en otro. Después de esbozar una sonrisa despreciativa por los garabatos, empezó la tarea de quitar las cubetas para estudiar los papeles que había en el fondo de la caja. Estaba montada sobre un sistema articulado oscilatorio, evidentemente diseñado para que las cubetas se deslizasen en forma escalonada, pero los pernos se habían oxidado y Francis tuvo que arrancarlos con una pequeña herramienta de acero encontrada en uno de los compartimientos. Cuando el hermano Francis sacó la última cubeta, tocó los documentos con reverencia. Sólo había un puñado de papeles y, sin embargo, se trataba de un tesoro, por haber escapado a las llamas furiosas de la Simplificación, en las que hasta las escrituras sagradas se habían retorcido, ennegrecido y convertido en humo, mientras turbas ignorantes aullaban y vitoreaban ebrias de triunfo. Manipulaba los papeles tal como debe hacerse con las cosas sagradas; los defendía del viento con su hábito, pues todos estaban quebradizos y resecos por el tiempo. Había una hoja de bocetos mal acabados y diagramas, algunas notas escritas a mano, dos enormes papeles doblados y un pequeño libro titulado Memo.

Primero examinó las notas apresuradamente escritas. Estaban garrapateadas por la misma mano que había escrito la nota pegada a la tapa y la letra no era menos abominable. «Libra de pastrami. Lata de kraut, traer a casa para Emma», decía una de las notas. Otra recordaba: «No olvidar recoger formulario 1040, Impuesto Tío Sam». Una tercera era sólo una columna de números con un total subrayado del que una segunda cantidad era restada y, finalmente, sacado un porcentaje, seguido de la palabra «¡maldición!». El hermano Francis comprobó las cantidades, y si bien no encontró ningún error en la aritmética del torpe calígrafo, no supo deducir lo que las cantidades significaban.

Tomó el Memo con especial reverencia, pues su título le sugería la Memorabilia. Antes de abrirlo se persignó y musitó la bendición de los textos. Pero el librito lo desilusionó. Esperaba hallar algún tema impreso, pero sólo encontró una lista de nombres, escrita a mano, sitios, números y fechas. Estas últimas fluctuaban entre el final de la quinta década y el principio de la sexta del siglo xx. ¡De nuevo quedaba confirmado! El contenido del refugio procedía del crepúsculo de la Edad del Esclarecimiento. Un descubrimiento realmente importante.

De los grandes papeles doblados, uno estaba enrollado apretadamente y empezó a partirse cuando trató de extenderlo; pudo sacar en claro las palabras «Formulario de circuito», pero nada más. Lo guardó de nuevo en la caja para un posterior trabajo de restauración y se dedicó al segundo documento doblado: sus dobleces estaban tan quebradizos, que únicamente se atrevió a inspeccionar una pequeña parte del mismo, separando ligeramente los pliegues y mirando entre ellos.

Parecía ser un diagrama, pero… ¡era de líneas blancas en papel oscuro!

Sintió de nuevo estremecerse ante el descubrimiento. ¡Era, sin lugar a dudas, una heliografía! Y en la abadía no quedaba ni una sola de ellas, sino únicamente algunas copias hechas a tinta de algunos originales que, con el tiempo, se habían desteñido al verse expuestos a la luz. Era la primera vez que Francís veía un original, pero había visto las suficientes reproducciones hechas a mano para reconocer que se trataba de una heliografía. Y ésta, aunque manchada y descolorida, podía leerse todavía después de varios siglos, debido a la total oscuridad y poca humedad del refugio. Al observar la otra cara del documento, sintió un breve arranque de furia. ¿Qué idiota había profanado aquel documento inestimable? Alguien había dibujado de modo inconsciente, figuras geométricas y máscaras infantiles por todo el dorso. ¡Qué vándalo sin seso!