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Contentándose con una pequeña capilla en honor del beato y alguna peregrinación casual, el novicio se adormeció. Cuando despertó, el fuego se había reducido a brasas relucientes. Algo parecía estar mal. ¿Estaba solo? Miró parpadeando la oscuridad que lo rodeaba.

Desde un poco más lejos de la cama de ascuas rojizas, el oscuro lobo parpadeó a su vez.

El novicio dio un grito y corrió en busca de un refugio.

El chillido, se dijo cuando se tendió temblando en su cubil de piedras y abrojos, había sido sólo una ruptura involuntaria de la regla del silencio. Se tendió, aferrado a la caja de metal, rezando para que los días de cuaresma pasasen pronto, mientras unas patas peludas rastreaban su cercado.

3

— Y entonces, padres, casi me apoderé del pan y el queso.

— Pero ¿lo hiciste?

— No.

— Entonces no hay pecado de hecho.

— Pero lo deseé tanto, que casi le encontré sabor.

— ¿Voluntariamente? ¿Gozaste deliberadamente con tu fantasía?

— No.

— ¿Trataste de deshacerte de ella?

— Sí.

— Por lo tanto, tampoco hubo glotonería de pensamiento. ¿Por qué lo confiesas?

— Porque después perdí la calma y lo rocié con agua bendita.

— ¿Hiciste qué? ¿Por qué?

El padre Cheroki, con su estola, miró al penitente que se arrodillaba de perfil ante él, bajo la abrasadora luz del sol en pleno desierto; no dejaba de preguntarse cómo era posible que un joven como aquél — no demasiado inteligente por lo que hasta el momento había podido deducir — se las arreglaba para encontrar ocasiones, o casi, de pecado, a pesar de estar completamente aislado en la yerma extensión, lejos de cualquier distracción o aparente fuente de tentación. Los motivos de desasosiego que un muchacho podía encontrar en aquel sitio debían ser pocos, armados como iba con sólo un rosario, un trozo de pedernal, un cortaplumas y un libro de oraciones. Por lo menos así le parecía al padre Cheroki. Pero esta confesión le tomaba demasiado tiempo y deseaba que el muchacho terminase con ella. Su artritis le molestaba de nuevo, pero debido a la presencia del Santo Sacramento en el altar portátil que llevaba consigo en sus rondas, el sacerdote prefería quedarse de pie o arrodillarse junto al penitente. Había encendido un cirio ante la pequeña urna que contenía la eucaristía, pero la llama era invisible a la luz del sol o la brisa la había apagado.

— Pero el exorcismo está permitido en estos días sin autorización superior. ¿Qué es lo que confiesas? ¿Haberte enfadado?

— También.

— ¿Con quién te enfadaste? ¿Con el viejo o contigo mismo por haber aceptado la comida?

— No… no estoy seguro.

— Pues decídete — se impacientó el padre Cheroki —. 0 te acusas o no te acusas.

— Me acuso.

— ¿De qué? — suspiró Cheroki.

— De abusar de un sacramento en un arranque de ira.

— ¿Abusar? ¿No tenías ningún motivo racional para sospechar de influencia diabólica? ¿Tan sólo te enfureciste y le rociaste con ella? ¿Como echándole tinta en los ojos?

Captando el sarcasmo del prior, el novicio se removió y dudó. La confesión era siempre difícil para el hermano Francis. Nunca podía encontrar las palabras correctas para sus malas acciones, y al tratar de recordar sus propios motivos, se confundía sin remedio. Ni el padre le ayudaba al tomar como base el «o — lo — hiciste — o — no — lo — hiciste», aunque, evidentemente, o bien lo había hecho o bien no.

— Creo que por un momento perdí los estribos — dijo finalmente.

Cheroki abrió la boca con la evidente intención de seguir con el tema, pero lo pensó mejor.

— Ya veo. ¿Qué más?

— Pensamientos glotones — dijo Francis, después de un momento.

El prior suspiró.

— Creí que ya habíamos terminado con ello, ¿o te refieres a otro momento?

— Ayer. Fue ese lagarto, padre, tenía rayas azules y amarillas y unas ancas tan magníficas, gruesas como el pulgar y regordetas. Me puse a pensar que debían de tener el mismo sabor que el pollo, bien asadas y crujientes por fuera, y…

— Está bien — le interrumpió el sacerdote. Sólo una sombra de revulsión cruzó su vieja cara. Después de todo, el muchacho pasaba muchas horas al sol —. ¿Te complaciste en esos pensamientos? ¿No trataste de librarte de la tentación?

Francis enrojeció.

— Traté… de apresarlo, pero se escapó.

— Así que no fue sólo de pensamiento sino también de hecho. ¿Sólo esta vez?

— Pues… sí, sólo esta vez.

— Bien, de pensamiento y obra, deseando comer carne durante la vigilia. Por favor, trata de ser lo más específico que puedas al respecto. Creí que habías examinado a fondo tu conciencia. ¿Hay más?

— Bastante.

El prior dio un respingo. Tenía aún que visitar varias ermitas, sería una cabalgada larga y calurosa y le dolían las rodillas.

— Por favor, sigue con ello lo más aprisa que puedas — suspiró.

— Impureza, una vez.

— ¿Pensamiento, palabra u obra?

— Pues estaba ese súcubo y ella…

— ¿Súcubo? Ah…, nocturno. ¿Dormías?

— Sí, pero…

— Entonces, ¿por qué lo confiesas?

— Por lo que sucedió después.

— ¿Después de qué? ¿Cuando despertaste?

— Sí, seguí pensando en ella, volví a imaginar todo, de nuevo.

— Muy bien, pensamiento concupiscente deliberadamente alimentado. ¿Lo sientes? Bien, ¿qué más?

Aquello era lo usual que oía una vez tras otra, postulante tras postulante, novicio tras novicio, y le parecía al padre Cheroki que lo menos que el hermano Francis podía haber hecho era numerar sus acusaciones una, dos, tres, de un modo claro y ordenado, sin todos esos circunloquios y sugerencias, pero al muchacho parecía dificultársele todo lo que pensaba decir. El sacerdote esperó.

— Creo que me ha llegado la vocación, padre, pero…

Francis se humedeció los resecos labios y miró un insecto que se había posado sobre una roca.

— ¿Lo ha hecho? — La voz de Cheroki fue apagada.

— Me parece que sí, pero ¿pequé, padre, si cuando lo encontré consideré la letra con desprecio?

Cheroki parpadeó. ¿Letra? ¿Vocación? De qué se trataba…, estudió unos segundos la expresión seria del novicio y después frunció el ceño.

— ¿Habéis estado tú y el hermano Alfred intercambiando ciertas notas? — preguntó, severo.

— ¡Oh, no, padre!

— Entonces, ¿de qué letra hablas?

— De la del bendito Leibowitz.

Cheroki se quedó pensativo. ¿Había o no en la abadía alguna colección de documentos antiguos, algún manuscrito escrito personalmente por el fundador de la orden? ¿Alguna copia original, quizá? Después de un momento de reflexión, decidió afirmativamente: quedaban algunos papeles cuidadosamente guardados bajo llave.

— ¿Te refieres a algo ocurrido en la abadía? ¿Antes de venir?

— No, padre, sucedió ahí — señaló hacia la izquierda —. Tres túmulos más allá, cerca del cactos alto.

— ¿Dices que es algo que tiene que ver con tu vocación?

— Sí, pero…

— Claro que — dijo secamente Cheroki — no es posible que intentes decirme que has recibido, del bendito Leibowitz, muerto, fíjate bien, desde hace por lo menos seiscientos años, una invitación escrita para que profeses tus solemnes votos y que no te ha gustado su letra. Discúlpame, pero ésta es la impresión que me has dado.