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Vicente Blasco Ibáñez

Cañas y barro

Prólogo

de Victoria Vera

Cañas y barro llegó a mis manos en plena transición política española. Una transición que ya era histórica y que se había iniciado con un auténtico estallido cultural, innovador e irrepetible en donde casi todo parecía posible de realizarse y se respiraba una auténtica sensación de libertad cultural.

Se contó incluso con la colaboración de un ente tan peculiar como Televisión Española, que asumió la coproducción y el riesgo que suponía un autor como Blanco Ibáñez: anticlerical, progresista y liberal.

Nada más leerla, comprendí que me encontraba ante una heroína absolutamente anticonvencional. Neleta pertenecía a ese tipo de personajes mágicos que sólo a veces aparecen en la vida de una actriz y marcan su carrera para siempre. Tenía además el aliciente de sumar una vez más la coincidencia de interpretar de nuevo a un autor hasta el momento prohibido. Neleta aparecía ante mí como una mujer políticamente incorrecta y eso fue precisamente lo que me hizo encontrarla fascinante. Poseía esa fuerza demoniaca que los hombres de finales del XIX identificaban con las mujeres, hasta el extremo de cuestionar la existencia del alma femenina. Creo que entre nuestros mejores escritores de finales del XIX aquellos que se ocuparon de esa alma femenina, ya que no todos estuvieron igualmente interesados, dos son fundamentales a mi modo de ver: Blasco Ibáñez y Galdós. Ambos, desde una visión completamente masculina, nos ofrecen un mundo femenino por el que sienten comprensión e indulgencia, con sus faltas o errores a la hora de decidir su futuro. Ellas nunca se sintieron completamente felices (siempre tienen ese punto de insatisfacción tan genuinamente femenino) y es el amor, el hombre, la única salida o escape que hace posible sus ambiciones, ya que la falta de recursos domina sus vidas e impide su realización. Aunque Blasco nos ofrece también heroínas triunfadoras que lo tienen todo, o lo han tenido, como Leonor de Entre naranjos; todo menos lo más importante, el amor de verdad. Cuando creen haberlo encontrado, el hombre se les aparece débil, sin fuerza, como Tonet,, ambicioso, rudo y patán como Cañamel, o como Tono, con ese exceso de honestidad que cierra toda posible comprensión hacia su hijo Tonet, convirtiéndolo así en una víctima de la historia.

Su galería de personajes es riquísima y sus caracteres no tienen límites, como al parecer su vida, una vida llena de actividad, no sólo como escritor sino también como político. Siete veces fue diputado por Valencia y fundó su propio periódico, El Pueblo, y viajó, viajó mucho, algo que no era común entre sus colegas. Como personaje que vivió entre dos siglos, le tocó el horror de la Primera Guerra Mundial y la inspiración fue esa magnífica novela, Los cuatro jinetes del apocalipsis, una de sus obras más internacionales llevada al cine por la industria de Hollywood.

Blasco era un hombre especialmente interesado por la tierra que le vio nacer: Valencia, y eso le hizo profundizar en historias tan fascinantes como Los Borgia o Sonnica la cortesana. Esa historia, reflejo de su propia tierra, llena de contradicciones, con sus ríos desbordados, sus pasiones casi siempre prohibidas y peligrosas, que llevan al hombre hacia senderos y abismos llenos de equivocaciones que transforman sus vidas.

Entre sus personajes, casi nadie consigue ser lo que se propuso, incluso Neleta cuando parece que lo ha conseguido todo, lo pierde, lo pierde mientras escucha las palabras del abuelo: «Llora, perra, llora» y Neleta llora; sin embargo uno tiene la impresión de que no está ante una perdedora. Si Blasco hubiera escrito una segunda parte, posiblemente la habríamos encontrado rehecha con su vida, asumiendo su falta, pero sin haber perdido una brizna de ambición, llena de dignidad.

Casi como la Tristana de Galdós (a quien también he tenido el placer de interpretar), coja, sí, de mal humor, pero entera, entera con su vida. Si las heroínas de Galdós poseen un destino generalmente devastador, sumergido en las dificultades de la vida, para Blasco, esa vida cambia según el curso del río o las alteraciones de los vientos. El hombre paga su cobardía, la mujer su osadía, sin embargo la reprimenda moral no existe, nadie es bueno o malo, simplemente es así, y ésa es su gran modernidad y su aportación a un naturalismo carente de castigo, el castigo de ser de una determinada manera.

Autor oscurecido durante un largo período, recuerdo la visión raquítica de su vida y su obra reflejada en el libro de literatura que yo estudiaba.

A menudo, en la historia de España, nos encontramos con personajes similares, cuya grandeza viene rubricada con el insulto y la mezquindad.

Si Galdós era para algunos españoles «el garbancero», Blasco era melodramático y sensiblón. El primero nos dejó la obra más importante de nuestra propia historia, Los episodios nacionales. Blasco nos dio la galería de personajes y situaciones más reales e interesantes de la época con ese tono universal que hacía de su tierra valenciana un mundo complejo de ambiciones, deseos incontrolados, donde las alteraciones de la naturaleza influían considerablemente en el destino de sus personajes.

Una obra literaria valiente y crítica, crítica con la situación política, como en la magnífica novela El intruso, donde nos describe la formación del Partido Nacionalista Vasco parapetado tras los viejos carlistas y con el apoyo de los jesuitas de Deusto, y crítico feroz de los convencionalismos sociales de la época que él se saltaba para ofrecernos esa alma humana especialmente femenina que era objetivamente la menos defendida por la sociedad.

Supo como nadie hacernos amar a las gentes transgresoras que consiguen mantener intacta su esencia, esa esencia que hace de algunas heroínas del XIX auténticas joyas irrepetibles.

Creo que Cañas y barro, en nuestra versión cinematográfica, contribuyó un poco a descubrir su magnitud y estar ahí en ese momento que para mí fue espléndido.

Creo que la figura de Blasco Ibáñez está inmersa en ese grupo especial de hombres de este país que han aportado cosas reales e identificables. Cuando uno se adentra en su lectura se encuentra conmovido por un mundo de sentimientos que son universales y ahí radica su grandeza.

I

Como todas las tardes, la barca-correo anunció su llegada al Palmar con varios toques de bocina.

El barquero, un hombrecillo enjuto, con una oreja amputada, iba de puerta en puerta recibiendo encargos para Valencia, y al llegar a los espacios abiertos en la única calle del pueblo, soplaba de nuevo en la bocina para avisar su presencia a las barracas desparramadas en el borde del canal. Una nube de chicuelos casi desnudos seguía al barquero con cierta admiración. Les infundía respeto el hombre que cruzaba la Albufera cuatro veces al día, llevándose a Valencia la mejor pesca del lago y trayendo de allá los mil objetos de una ciudad misteriosa y fantástica para aquellos chiquitines criados en una isla de cañas y barro.