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Tras el rudo aislamiento del castrum, Cayo César asistió a la inesperada metamorfosis de su joven padre en la deslumbrante ceremonia que Roma había creado para sus conquistadores: un solemne acto ritual en el que se exteriorizaba todo el explosivo poder del imperio.

El triumphalis vir, el triunfador, lucía la túnica «palmada», con los bordes de oro con hojas de palma; y encima la toga picta, enriquecida con una pictura textilis de pesados recamos; en la cabeza le ponían la corona de oro en la que se entrelazaban hojas de laurel; en la mano, el scipio, el pesado cetro de marfil. Transformado de esta forma, montaba en la cuádriga de oro, con un tiro de cuatro caballos blancos, para el desfile ritual del triumphus, que era un recorrido escenográfico y mágico, un serpenteante dar vueltas en torno al ombligo de Roma. Entre dos ruidosas y compactas alas de gente, la cuadriga -que dos mil años más tarde sería objeto de imprevistas resurrecciones cinematográficas- bordeaba el antiguo recinto de las murallas de Rómulo, corazón de la Roma originaria, y por el Foro Boario, el Velabro y el Circo Máximo se dirigía después hasta la Porta Triumphalis, desde donde subía hasta el Capitolio por la vía Sacra, alfombrada de rosas.

Pero no se trataba de un desfile de gala, sino que era, en imágenes, un feroz relato de la guerra hecho con espíritu pretelevisivo. Aparecían en primer lugar, en carros y palanquines, los despojos, los tesoros, los trofeos, es decir, el lado concretamente utilitario de la guerra. Emergían después, transportadas en alto, grandes tablas pintadas que ilustraban, a modo de carteles, las ciudades conquistadas, las batallas, los asedios, las acciones heroicas, a los pérfidos enemigos: la imagen de la guerra viril y heroica.

Y seguían, cruelmente encadenados, a veces con sarcásticas cadenas de oro y suntuosas vestiduras, los soberanos y los generales derrotados, con sus mujeres e hijos y con su corte: la imagen del poder destruido por Roma. Cuando comparecían estos, la multitud ya era muy consciente de lo que veía y se había cargado de orgullo y de odio. Y esta era también la imagen de la venganza, porque muchos de esos ilustres prisioneros estaban destinados a morir antes de que el triumphus terminara o a pudrirse sin esperanza en una cárcel.

Tiberio había ordenado que, entre los prisioneros y el botín, caminara la mujer del derrotado Arminio, Tusnelda, la que había caído en manos romanas sin que él, desesperado, lograra salvarla. Y ella caminó sin dar muestras de cansancio, con la mirada clara orgullosamente perdida en pensamientos lejanos. Cayo no pudo verla, ni siquiera imaginarla, en el inmenso cortejo que lo precedía. Pero oyó susurrar a su padre, cuando los amigos se felicitaron con él, abrazándolos: «Tiberio me ha puesto veneno en este triumphus». Era repugnante, dijo, desfilar montado en la cuadriga sabiendo que, poco más allá, aquella mujer iba a pie, encadenada, entre los insultos de la muchedumbre.

A continuación avanzaban los sacerdotes con los simulacros divinos, romanos y enemigos, imágenes de la protección ultraterrena que velaba sobre Roma; y avanzaban asimismo los toros blancos, adornados con guirnaldas de flores, que serían sacrificados ante el Júpiter Capitolino, símbolo de esa conexión intrincada y profunda entre religión y política que se transmitiría a lo largo de los siglos a las sucesivas fes.

Y finalmente aparecía el vir triumphalis, el héroe, entre un pandemónium delirante y terrorífico, sus soberbios oficiales y las águilas, las enseñas, la música, los legionarios con las resplandecientes armaduras de gala, la espléndida caballería ligera y los pesados cataphracti, hombres y animales forrados de hierro, y los auxilia, los cuerpos aliados, desde los númidas hasta los partos, los germanos y los iberos. Rodeado de polvo y de gritos, lentísimo, el cortejo ilustraba maravillosamente a Roma ante sí misma. Y la mostraba de un modo espeluznante a sus enemigos.

Sin embargo, ese día participó en el triumphus de Germánico una representación exigua de las legiones concentradas en el Rin. «Tiberio ha tenido miedo de introducirlas en Roma», comentaba la gente. Mezclado con la multitud, un pálido erudito que se llamaba Cremucio Cordo -entonces aún no habían aparecido indicios de las persecuciones que provocarían su muerte- vio aquella jornada con sus ojos de historiador y escribió que, pese a las escasas tropas y a la ausencia de Tiberio, el triumphus de Germánico había sido el más apasionado que Roma había tributado jamás a un vencedor. Con todo, se preguntó:

– ¿Qué aclaman en realidad? ¿Las victorias sobre pueblos lejanos y en gran parte desconocidos, o las esperanzas de un futuro distinto?

Junto a él se encontraba otro amigo de Germánico, el vehemente y comunicativo equite Tacio Sabino, que al oírlo se conmovió profundamente.

– Yo creo que todo puede cambiar de verdad -susurró.

Y casi se le saltaron las lágrimas cuando vio que Germánico había puesto a su hijo menor, Cayo César, sobre el eje de la cuadriga triunfal, con su reluciente lorica y las famosas caligae, estas más grandes que las primeras.

El chiquillo se sintió embriagado por la emoción y desde allí arriba saludó a la multitud, envió besos, rió; y la multitud, impetuosamente, le dio su amor, y un veterano gritó el afectuoso apodo:

– ¡Calígula!

Otros, en cambio, murmuraron con fría rabia que Germánico quería agitar a la plebe, alentar a los populares derrotados, presentar su dinastía a los romanos en una teatral y demagógica operación para hacerse con el poder. «Tiberio no se lo perdonará», decían.

Tiberio continuaba sin reaccionar. Y ese silencio ausente despertó oscuras sospechas en Cremucio Cordo, el historiador:

– Tiberio no puede olvidar que Germánico lleva la sangre de Marco Antonio.

En efecto, el origen de la trágica familia de Germánico era el absurdo e infeliz matrimonio que, años atrás, Augusto había impuesto -por una cruel razón de Estado- entre su dócil hermana Octavia y el renuente Marco Antonio, ya cautivo del amor por Cleopatra. El matrimonio se había roto enseguida y entre los dos solo había quedado la guerra. Y los jóvenes huérfanos.

En la cima del Capitolio, los amigos de Germánico tuvieron tiempo de reparar en un sexagenario corpulento y ceñudo, que llevaba con solemnidad el laticlavius senatorial -adornado con anchas franjas púrpura- y que, desde lejos, entre amigos y clientes, los observaba a su vez sin simpatía. Le dijeron a Cayo que se llamaba Cneo Calpurnio Pisón, y por la manera de pronunciar su nombre transmitieron al chiquillo una confusa alarma, una idea en la que se mezclaban la perfidia y el poder.

Aquel hombre procedía de una familia importante y soberbia hasta la insolencia, una estirpe que, años antes, había influido enormemente en la elección de Tiberio. Ahora, sus partidarios murmuraban con sarcasmo: «El pretendiente ha vuelto a Roma». Él, de forma ostentosa, ni siquiera esbozó un saludo. En lugar de eso, se echó a reír. E incluso desde lejos se notó que era desprecio.