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Según las antiguas creencias, ese día los dioses reunieron en el corazón de Roma a todos aquellos que pronto debían enfrentarse en una lucha sin cuartel. Y solo los dioses -que juegan con el destino de los hombres- sabían que pocos saldrían indemnes. Pero los hombres, que no conocen el futuro, a finales de un mayo espléndido esculpieron el recuerdo de aquel triumphus en el Registro marmóreo de las glorias de Roma, los Fasti Capitolini, en el Foro.

La noche siguiente, el historiador Cremucio Cordo se encontró bajo los soportales del Foro de Augusto -la plaza más nueva y luminosa de Roma- con su amigo Tacio Sabino e inmediatamente le dijo:

– Germánico debe guardarse las espaldas. Tiberio no le perdonará haber vencido donde él perdió.

Era el mismo juicio abiertamente manifestado por tribunos y mílites en el Rin. Años atrás, efectivamente, una legión había sido masacrada hasta el último hombre en un bosque que para Roma se convertiría en el símbolo de los desastres más irreparables: Teutoburgo.

– Tiberio -recordó Cremucio Cordo- no fue capaz, no digo de salvarlos, sino ni siquiera de enterrar a los muertos. Y ahora se cuenta por toda Roma cómo Germánico ha aplastado a Arminio y reconquistado Teutoburgo. Se dice que los cadáveres estaban allí desde hacía seis años, insepultos, con las armas y las enseñas por el suelo, y se veía que muchos habían sido degollados a sangre fría. Se dice que el propio Germánico, con sus manos, puso esos pobres restos en la pira. Y ha recogido el honor de Roma del fango en el que Tiberio lo había dejado pudrirse. Llevo desde esta mañana escuchándolos, porque yo debo escribir.

El pálido Cremucio hablaba igual que escribía y la gente se apiñaba en corro a su alrededor. Pero él se alejó con Tacio Sabino y susurró:

– He entendido por qué Tiberio no dice nada. Y tengo miedo.

Veía con implacable claridad, explicó, que Germánico -el dux que con un gesto movilizaba o frenaba a ocho impetuosas legiones, el señor de la guerra y de la paz ante el que los vencidos se arrodillaban- había sido despojado del poder.

– Sin pronunciar una palabra, sin derramar una gota de sangre, Tiberio lo ha apartado de aquellos que en un solo día podían poner en sus manos el imperio.

Hablaba como si ya estuviera escribiendo su libro. A Tacio Sabino, generoso, optimista y, por lo tanto, irreflexivo, le molestó la preocupada palidez de Cremucio.

– Germánico tiene a toda Roma a sus pies. Le basta levantar una mano y…

– Sus manos están desnudas -lo interrumpió Cremucio, compasivo.

Sobre Roma se cernían otras autoridades muy distintas y mucho más complejas: el Senado, los collegia de los sacerdotes, los cónsules y, sobre todo, el inaprensible Tiberio, el emperador. Germánico había pasado a ser un patricio romano más: joven, muy apuesto, amable, célebre y querido, pero al que muchos miraban con recelo y con antiguos rencores. Y sobre todo sin cargos y con las jornadas vacías. Y, para acabar, rodeado por una siniestra escolta de pretorianos, hombres del emperador, los que protegían Roma y la tenían en un puño.

– El pensamiento de Tiberio es como una serpiente que avanza entre la hierba -concluyó Cremucio Cordo-. Tú vas andando y no sabes…

La serpiente entre la hierba

– Los senadores no paran de discutir, pero se diría que Tiberio no los oye -dijo Germánico a los suyos al volver de la Curia. Pero no lo decía para informar, sino para desahogar su inquietud. El rostro del emperador, tan ceñudo e indescifrable como siempre -«tenebroso», escribió alguien-, y sus misteriosos silencios que nadie sabía cómo interpretar desconcertaban incluso a los senadores más expertos en conjuras e intrigas.

– Y cuando habla es peor: es escuetísimo y ambiguo.

Sus familiares no hicieron ningún comentario. El joven Cayo los miraba. Una templada noche romana estaba cayendo sobre el jardín y alargaba la sombra de los árboles.

De hecho, Tiberio percibía físicamente la proximidad de Germánico, y el relato diario de sus movimientos y contactos que le hacían los espías avivaba su intolerancia.

El sexagenario Calpurnio Pisón, que tenía el raro privilegio de hablarle de tú a tú, le dijo:

– En el Rin, con las legiones, Germánico era un peligro lejano; aquí es un rival sentado en la escalera del Palatino.

Muchos, efectivamente, en aquella amarga primavera romana, veían a Germánico como el pretendiente irresistible, destinado a una próxima victoria. Y lo esperaban.

– No olvidemos -dijo Cremucio- que todavía viven los hijos y nietos de aquellos senadores y équites, partidarios del impetuoso Marco Antonio, que fueron degollados en Perusa después de haberse rendido. (Y a cuantos susurraban que quizá se excedía en la purga, Augusto había explicado amablemente: «Es preciso difuminar la sombra de julio César».)

Rencores y rebeliones coincidían ahora, como ríos en el deshielo, en torno a Germánico. Y sus enemigos comenzaron a susurrar ambiguamente: «Germánico trama algo; turba la concordia entre optimates y populares». La llamada concordia de los órdenes -virtuoso concepto creado por Cicerón- era en realidad una momificación forzosa de la terrible condición existente. Después de matanzas, procesos, proscripciones y exilios, el Senado había pasado a ser despiadado dominio de los optimates, antiguos terratenientes y aristócratas; y los populares se resistían en vano -contra los desequilibrios sociales y económicos, las paralizadoras leyes agrarias, los arrendamientos insostenibles, la concentración de las riquezas conseguidas gracias a las recientes victorias- mediante lo que historiadores de épocas posteriores denominarían «revolución pasiva».

En aquellos días, Cayo descubrió que los sobrenombres rudamente afectuosos que le habían puesto en el castrum -Calígula, cachorro de león- se extendían por Roma. Lo llamaba así la gente del pueblo, y por la calle las mujeres intentaban acariciarlo..

– No es un muchacho -observó, preocupado, Zaleucos, al que cada vez le resultaba más difícil controlarlo-, es un símbolo.

Un día de aquella encantadora primavera, Tiberio, que raramente hablaba, explicó de repente a los senadores, reunidos en la Curia, que en las costas orientales del mare nostrum, el Mediterráneo, reinaba una situación peligrosamente agitada.

– La hemos descuidado -declaró. Por un momento dio la impresión de que se disponía a denunciar a los culpables y la sala quedó petrificada en un silencio de terror-. En nuestras provincias -dijo-, en los estados vasallos y en las fronteras con los partos se están incubando amenazas de revueltas y quizá de guerras.

Nombrar al imperio parto, al enemigo nunca domeñado, al Irak actual, evocaba una pesadilla. Pero, entre los optimates, los cerebros más rápidos intuyeron que aquel siniestro exordio ocultaba un proyecto y enseguida reconocieron que era un análisis sutil y desgraciadamente acertado; alguien que nunca se había molestado en pensar en esos países desarrolló una brillante crítica al abandono en el que se los había dejado durante años.

Tiberio, a quien tales palabras resultaban útiles, aprobó paternalmente el celo, pero confesó:

– Me siento demasiado viejo para ir allí.

Pocos en la Curia comprendieron que, con aquella retorcida frase, Tiberio quería decir que la enorme popularidad de Germánico hacía que fuese peligroso retenerlo en Roma. Entonces se levantó el senador Calpurnio Pisón, personalmente muy próximo a Tiberio y, por añadidura, casado con una mujer llamada Plancina, perteneciente a una influyente familia senatorial. «Es de una rara fealdad», decía la gente de esta, aunque toda Roma sabía también que mantenía una amistad de visita diaria con la madre de Tiberio, la Noverca. Calpurnio Pisón declaró estar seguro de expresar el sentimiento de sus colegas: