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– Tiberio se encuentra en la plenitud de sus fuerzas y nosotros hacemos ofrendas a los dioses para que lo mantengan así largos años. Sin embargo, su presencia en Roma es necesaria, y temblamos ante la idea de los peligros a los que se hallaría expuesto en Oriente.

A esas alturas, hasta los populares menos atentos entendieron que los discursos estaban dirigidos hacia decisiones ya tomadas y ninguno se atrevió a intervenir. Tiberio dio las gracias a los senadores por su afecto y sugirió:

– El hombre que restablecerá el orden en Oriente es el que ha derrotado a los chatti, los angrivarios y los queruscos: Germánico.

Una sugerencia de Tiberio tenía bastante más valor que un decreto. Y el imperio sobre las provincias orientales -para resolver conflictos y reprimir disturbios, llegar a acuerdos con los pequeños soberanos y etnarcas mal controlados por ambiguos pactos de vasallaje, reforzar los límites neurálgicos en el Éufrates y los desiertos nabateos- parecía un alto reconocimiento, además de que era un gran poder. Sin embargo, era también el anuncio de riesgos elevados. A los ingenuos populares, la idea les pareció positiva para su ídolo, mientras que los optimates, por razones opuestas, la vieron absolutamente liberadora. Y la propuesta de que Germánico partiera de inmediato fue unánimemente aprobada.

La profunda y desazonada sorpresa de Germánico fue aplacada por un alud de felicitaciones. Y él decidió llevar consigo a algunos oficiales, juristas y funcionarios de confianza, expertos en esos países, así como a su querida Agripina y, por primera vez, a sus tres hijos varones. De los tres, el que más impetuosamente mostró su alegría fue el menor, Cayo, que, nacido en los confines septentrionales del imperio, nunca había navegado por mar.

Viaje por mar

Al salir del puerto de Brindisi, los sorprendió una tormenta con fuertes olas de través. Y el viento los empujó a lo largo de las costas impracticables de Macedonia y de Epiro, sembradas de islas, hasta que una tarde, con la flota deteriorada a causa de la durísima navegación, vieron que detrás de un gran promontorio se abría un profundo golfo con las aguas súbitamente en calma. Un marinero le dijo a Cayo que aquel golfo que emergía de la niebla se llamaba Actium: allí, cincuenta años antes, se había librado entre Augusto y Marco Antonio la tremenda batalla fratricida por la conquista del imperio.

– El Hado ha soplado en nuestras velas para traernos a este puerto -susurró alguien.

No se percataron de que el chiquillo se había puesto pálido y se había quedado inmóvil mirando.

Germánico también contempló el golfo.

– Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga -comentó con amarga ironía, y se echó a reír.

La carcajada sobresaltó a su hijo Cayo, pero, en la fría incomodidad causada por esta, nadie contestó. Germánico rompió el silencio para preguntar al magister navis, el capitán del convoy, que le indicara el lugar exacto de la célebre batalla.

El capitán señaló con pasión el punto más lejano del golfo.

– Marco Antonio había escondido sus naves allí. Había ideado una estrategia desesperadamente arriesgada -dijo con nostalgia-: recoger a los hombres que habían quedado, embarcarlos en sus escasas naves y llevar la guerra a Italia por mar.

No explicó que la decisión había sido tomada tras noches de insomnio y borracheras sin control, y que también influyó la apremiante preocupación de Cleopatra.

– La flota de Augusto le tendió una trampa en la salida del golfo -dijo, en cambio-. Era el segundo día de septiembre. Los marineros de Augusto atacaron con furia porque no recibían la paga desde hacía meses y Augusto había anunciado astutamente que las naves de Cleopatra llevaban un tesoro. Pero Augusto no iba a bordo; combatían sus almirantes por él. Me dijeron que él estaba en aquella colina de allí, donde siglos antes habían construido un pequeño templo dedicado a Apolo.

– ¿Dónde? -preguntó Cayo. En la colina se acumulaba la niebla marina.

– Lo verás -prometió el capitán-. Según me dijeron, Augusto se había envuelto en una capa de lana blanca y estuvo mirando, de pie, hasta que se dispersaron las últimas naves de Marco Antonio. Pero Marco Antonio y Cleopatra escaparon con el tesoro -añadió riendo-, un montón de oro, más de veinte mil talentos, y Augusto se enfureció.

El joven Cayo se dio cuenta de que el capitán también simpatizaba con el derrotado y no con los vencedores.

– Tras la victoria, Augusto sorprendió a todos declarando que, desde aquel pequeño templo de allá arriba, Apolo, quién sabe por qué, lo había ayudado a ganar. Y le construyó un altar, que era en realidad un monumento a sí mismo.

Nada más pronunciar estas palabras, el viento empujó la niebla y dejó ver, sobre la colina, un solemne edificio de terrazas, de mármol blanco.

En la primera terraza estaban encadenados los pesadísimos rostra (espolones de bronce de tres puntas para romper la quilla de las naves enemigas) de las treinta y seis naves rostratae que había perdido Marco Antonio. Estaban abollados y rotos: su devastador poder de embestida no había evitado la derrota. En la segunda terraza estaba esculpida en el mármol una procesión de dioses que sostenía la triunfal estatua de bronce de Augusto. Arriba de todo, coronado por un pórtico, estaba el altar del dios que había dado el imperio a Augusto.

– Augusto sabía que, si añades a tu fuerza la de cualquier dios, duplicas el terror de los enemigos -comentó el capitán.

En la otra orilla del golfo se extendía una planicie cubierta de piedras. El capitán la señaló con un gesto solemne.

– Antes de la batalla, Marco Antonio había acampado allí.

Entretanto, estaban fondeando en el puerto, y el capitán anunció que las naves necesitaban mantenimiento.

– Quiero subir a esa planicie -dijo Germánico, y se dirigió hacia allí de inmediato mientras empezaba a ponerse el sol.

Los dos hijos mayores se habían ido por las callejas que había en las inmediaciones del puerto. Cayo, en cambio, acompañó a su padre, que caminaba con cautela mirando a su alrededor: los restos de aquel tosco campamento -piedras, tablas y troncos- aún se veían esparcidos sobre la hierba.

Germánico debía de haber sufrido mucho en secreto a causa de esa antigua y maldita guerra, pues cuando su hijo Cayo se atrevió a decirle en voz baja que no sabía nada de toda esa parte de la familia, se volvió rápidamente y, en contra de su costumbre, contestó bruscamente:

– Tu familia somos tu madre y yo; el resto pertenece a la historia. Tendrás tiempo de estudiarlo.

Y la puerta de aquella conversación se cerró.

Pero por la noche llegó, vía Brindisi, un despacho del amigo Tacio Sabino en el que, con agitada indignación, informaba a Germánico de que Tiberio había nombrado prefecto de la provincia de Siria a su secuaz Calpurnio Pisón. «Debes llevar cuidado -escribía Sabino-. Tu misión aparentemente triunfal ha sido sometida, empleando una turbia táctica, a la vigilancia de un enemigo indomable.»

El joven Cayo recordó al senador que el día del triumphus los miraba riendo desde lejos. Y su madre, Agripina, se alarmó.

– Es una idea de la Noverca -susurró. El odio endureció su bello rostro-. Calpurnio se llevará a Siria a su mujer, Plancina -presagió.

Estaba imaginando con terror las instrucciones que la Noverca daría a su fiel y desaprensiva cómplice; recordaba a sus hermanos, enviados a Iberia y a Armenia para realizar misiones gloriosas y allí, tan jóvenes todavía, misteriosamente muertos. Los pensamientos de Germánico no habían llegado aún a ese punto, pero ella se levantó impetuosamente, se acercó a él, lo abrazó y susurró, con una lucidez desesperada: