Hasta ese momento, Cayo había creído firmemente que la lengua griega -que él dominaba con tanta elegancia- era el modo más elevado de expresarse en la faz de la tierra. Vio que su padre también callaba.
El sacerdote del pueblo derrotado y reducido a la miseria contemplaba su silencio con una sonrisa discreta y cansada que ni siquiera era odio. En su piel de color creta vieja, la cruda luz hacía más profundas todas las arrugas. Dijo que aquel templo había figurado durante milenios entre los más importantes del Alto y el Bajo Egipto.
– Desde donde estás, para llegar al jem, la cámara sagrada, debes contar seiscientos pasos de un andar de hombre resuelto.
Era realmente muy viejo; bajo la piel se entreveía el marfil de los huesos.
– ¿Te preguntas por qué nuestros santuarios están tan destrozados en comparación con las pequeñas cámaras de vuestros templos griegos?
– Sí -respondió impulsivamente Cayo.
– El templo representa el recorrido de tu vida. Mira desde dónde has llegado hasta aquí: tu camino comienza siempre en el septentrión, que es la oscuridad de la ignorancia, pero está flanqueado por esfinges y leones, símbolos de la fuerza divina que te protege porque buscas la luz del conocimiento. Fíjate…, para entrar en el templo solo existe este paso, porque único, y difícil, es el camino del alma. Y desde aquí accedes al jont, el primer patio rodeado de muros, donde tu alma debe separarse del mundo que está fuera. Pero al fondo del jont…, ¿lo ves…?, se abre el segundo paso. Desde allí, cuando estás preparado, entras en la ou-sej ho-tep, la sala de las ofrendas, donde el alma se consagra a sí misma. Y ahí encontrarás el tercer paso, y entrarás en el santuario, el sit ue-rit. Pero allí llegan poquísimos, así que no vale la pena hablar de eso ahora. Al fondo de todo, exactamente en el mediodía, en la luz del conocimiento, se alza el jem de granito, la cámara divina, donde solo puede entrar el phar-haoui, que los griegos -dijo sonriendo- llamáis pharaon.
Desde la abertura enmarcada por los inmensos machones con los cimientos enterrados ya bajo la arena, se veía que el primer patio estaba abandonado, sucio, y que faltaban algunas piedras del suelo; habían empezado a robarlas. Al fondo se abría el paso al segundo patio; lo flanqueaban dos inmensas estatuas de divinidades o soberanos, hieráticamente sentados en tronos de piedra.
– Las estatuas de los dioses de Éfeso no les llegan a las rodillas -susurró Cayo.
Zaleucos miraba sin decir nada.
El segundo patio estaba rodeado por un pórtico y también estaba desierto. Al fondo se entreveía el tercer paso. Y allí descollaba la altísima estela de granito rosa, con la cúspide dorada, que habían visto resplandecer desde lejos.
El sacerdote tendió la mano -su piel morena se adhería a los largos y finos huesos de los dedos-, señaló la estela y preguntó:
– Los griegos la llamáis obeliskos, ¿verdad? O sea, pequeño obilos, si no pronuncio mal, pequeño venablo. -Sonrió con indulgencia, pero esa sonrisa entre las arrugas nacía quizá de un gran desprecio-. A vosotros os gusta bromear. Pero no habéis comprendido. En la lengua sagrada, se llama ta te-hen, tierra y cielo, es decir, la mente del hombre que se eleva buscando la divinidad y se ilumina al encontrarla. -Empleaba vocablos y construcciones sintácticas que recordaban a los escritores antiguos; debía de haber adquirido su conocimiento refinado del griego en los libros-. Si navegáis bastante río arriba, encontraréis un lugar llamado la Mon taña de los Muertos. Veréis dos estatuas de un antiguo phar-haoui. Son enormes, tanto que un hombre puede tumbarse sobre una de sus manos. Son estatuas sagradas; nosotros las llamamos men-nou. Pues bien, los griegos las confundisteis con un personaje de Homero que se llama Memnón. Lo he leído en vuestros escritos: llamáis a esas estatuas los colosos de Memnón. Pero nosotros no conocemos a nadie que lleve ese nombre.
Tanto las palabras como la sonrisa eran humillantes.
– ¿Quién es tu dios? -lo interrumpió Germánico.
– Los nombres de la divinidad son muchísimos. Mira…, están grabados en ese granito siete mil veces. -Ante la inexplicable inmensidad de aquel número, meneó la cabeza-. Los griegos preguntan los nombres de las ciudades y de los dioses extranjeros y luego los escriben mal en sus numerosos libros. Nuestra ciudad sagrada se llama Hait-Qa-Ptah, que significa «palacio del espíritu»; los griegos entendieron Ae-gy-ptus e incluso escribieron que es el nombre de todo nuestro país. Sin embargo, el nombre del país es Ta-nuit, la Tierra Negra, fecundada por nuestro gran río. Aunque también la llamamos Ta-ne-si, Tierra Amada. Los romanos, al contrario que los griegos, no se informan para escribir libros; quieren conocer los dioses de los otros pueblos y congraciarse con ellos a fin de que les den la victoria.
Debía de haber vivido amargamente todos los días de aquella guerra, pero decía la verdad: Roma acogía entre sus innumerables dioses a las divinidades de los pueblos contra los que combatía o a los que derrotaba; y un rito arcaico nacido durante guerras feroces en sus puertas, la evocatio, debía convencerlos, con abundantes ofrendas y sacrificios, de que abandonaran a sus miserables protegidos y se aliaran con las poderosas armas romanas.
– Son ideas infantiles -dijo el sacerdote, meneando la cabeza.
No sabía que la invención había surgido de caudillos desencantados y cínicos para animar a los súbditos atemorizados por los misteriosos ídolos extranjeros. Y durante muchos siglos más, conquistadores de diferentes creencias declararían, en los momentos de máximo riesgo, que la divinidad combatía a su lado y bendecía las matanzas, mientras que sus enemigos afirmaban lo mismo.
– Me has dicho que quieres conocer los signos grabados en estas piedras. En primer lugar debes saber que esos signos dieron a los hombres el poder de transmitirse palabras y números desde distancias enormes, sin verse ni oírse: la escritura. Son el regalo que hizo a la humanidad la Gran Madre Isis.
El chiquillo preguntó quién era esa diosa.
– Tiene un nombre que semeja un soplo de viento -dijo.
El sacerdote no contestó.
– Los griegos también llamáis jerogliphica a nuestra escritura, ¿verdad? -preguntó con amable ironía-. Es decir, escritura sagrada esculpida en la piedra, escritura de los dioses. En aquellos tiempos aún no se había inventado el sagrado papiro, que se nutre del flujo caliente de nuestro río, y mucho menos el impuro pergamino, que se hace con pieles de animales muertos en tierras frías que durante el invierno no ven el sol. Nuestros sacerdotes trazaron en planchas de marfil los caracteres dictados por la Gran Madre Isis; algunas son tan pequeñas como la falange de un pulgar. Después modelaron vasos de arcilla y también ahí grabaron los caracteres sagrados a fin de que no se perdieran. Y lo escondieron todo en los sagrados sótanos de Ab-du, la ciudad madre, que vosotros llamáis Abydos. Esto sucedió en una época tan lejana que casi no puedes concebirla. El sol del día que los romanos llaman solsticio -Germánico notó que pronunciaba con deliberada corrección la palabra latina-, el día más largo del año, ha iluminado el templo de Ab-du cuatro mil doscientas cincuenta veces desde entonces.
Cayo había crecido en los inhóspitos y lejanos bosques del Rin, y en ese instante pensó: «Aquellas tierras nórdicas, allá arriba, y este templo aquí abajo, en el desierto, están oprimidos en el mismo momento entre las manos de Roma». Era un pensamiento casi insoportable para sus pocos años y nunca podría olvidarlo. Preguntó al sacerdote si él había visto esas planchas y esos vasos.
– Quizá yo sea el único que ha podido verlos -respondió de inmediato el viejo, inflamada su débil voz por el orgullo de ese privilegio-. Tenía tus mismos años, y tu curiosidad. Estudiaba en el templo de Ab-du. El sumo sacerdote me apreciaba y bajé con él los escalones de los sótanos, ciento veinte, empinados y fatigosos; y era de noche: no se puede llamar durante el día a la puerta del reino de los muertos. Y vi los vasos y las planchas de marfil amarillento con los signos sagrados.