– Quiero una embarcación cubierta, construida aquí, apropiada para el río, con buenos remeros y velas -decidió Germánico, ya absolutamente impaciente.
Se abstuvo de preguntar qué había sido del grandioso thalamegos, la navis cubiculata, de velas doradas y remeros nubios, en el que julio César había remontado el río con la jovencísima Cleopatra y en el que años después, en su lugar y con una Cleopatra de treinta y nueve años, había embarcado Marco Antonio para correr gloriosas y desesperadas juergas durante las últimas semanas de su vida.
El sacerdote advirtió que la pronunciación griega del extranjero se había endurecido; recordaba las voces de los tribunos de Augusto mientras saltaban a tierra en el muelle de Alejandría. Después miró a Cayo, que contenía la respiración, y pensó que, destruidas las bibliotecas de papiros y devastados los templos, la memoria solo podía confiar en los que sobrevivían.
– Si eso es lo que quieres -se decidió a responder-, te acompañaré hasta donde podamos ir.
En un pequeño codex -uno de esos cómodos cuadernos que, según se contaba en la familia, Julio César, el héroe de la dinastía, había inventado un duro invierno pasado en la Galia, en Bibracto, donde había empezado a escribir los siete libros del De bello Gallico, la historia de su larga guerra-, Cayo escribió uno tras otro los nombres de las ciudades y de los templos que daban al gran río; y, como muchos viajeros después de él, intentó dibujarlos ante la mirada irritada del apacible Zaleucos, que apenas hablaba y cuando lo hacía era porque le preguntaban algo. «Iunit Tentor», escribió Cayo, adaptando las palabras egipcias a los caracteres latinos, y en griego: «Denderah». Y luego, refiriéndose a una isla situada mucho más al sur: «Philac», «Philae».
Isis, un nombre que semeja un soplo de viento
Hasta que no llegaron al final del viaje -el regreso, siguiendo la corriente, fue bastante más fácil y rápido-, allí donde el gran río, al acercarse a la desembocadura, se ensanchaba en los innumerables canales de su delta, cuando el sacerdote dijo que al fondo, en el septentrión, se elevaba Alejandría, Germánico no le preguntó:
– ¿Puedes decirme quién es realmente la diosa que tiene, como dice mi hijo, un nombre que semeja un soplo de viento?
– Los pueblos han inventado muchos nombres para la divinidad -dijo el sacerdote-. La Gran Madre Frigia, Palas Ática, Afrodita Chipriota, Proserpina de Sicilia, Diana de Candía, Ceres de Eleusis, Juno, Belona, Hécate… Nosotros no rechazamos ninguno. Si tú has encontrado una manifestación de lo divino y le has puesto un nombre con amor, ¿por qué tendría yo que prohibírtelo? Es una necedad declararnos la guerra solo porque utilizamos palabras distintas.
Pero qué significaba el nombre «que semeja un soplo de viento» que él había pronunciado el primer día, y una sola vez, no lo dijo.
Germánico se mostró contrariado y él declaró con una humildad ambigua:
– Nuestros templos están ahora vacíos. El gran Rito no se repite desde hace muchos años. Solo puede realizarlo el phar-haoui, el faraón, como vosotros lo llamáis, pero Ta-ne-si, la Tierra Ama da, ya no tiene phar-haoui. Para celebrar ese rito, el phar-haoui Skorpio, que reinó antes que todas las dinastías, llevaba un gorro mágico de forma cónica que le ceñía la frente. Estaba hecho de electrón, la aleación de plata y oro que permite percibir el infinito, la que cubre también la cúspide del obeliskos, como decís vosotros. Pero el sacerdote_ que conocía la fórmula ha muerto.
– ¿Qué rito era? -intervino Cayo.
También entonces, al final del viaje, el sacerdote echaba migajas de información entre anchos espacios de oscuridad. Su vejez había perdido todo aquello que le importaba y su odio valeroso era fascinante. Señaló el agua del río, que crecía y fluía más deprisa de hora en hora.
– La noche del gran Rito llega cuando el lago sagrado se llena de agua.
– ¿De dónde viene el agua, en medio de toda esta arena? -preguntó Cayo, que tenía en mente el enorme y frío curso del Rin.
– No de la lluvia del cielo, como en tu país. Emerge de una esquina del lago, de debajo de la tierra, de noche, muy despacio. Y por la mañana ves que, allá al fondo, la arena se ha puesto oscura. El sacerdote se acerca y la toca: está húmeda. Entonces sabes que no debes tener miedo: la crecida del río, el regalo divino del agua, está llegando. La noche siguiente, el agua se filtra e inunda, y ves un aguazal que brilla bajo el sol. Los pájaros también lo ven y empiezan a chillar, y descienden en círculo alrededor del lago que renace. Los extranjeros se quedan sorprendidos al ver nuestros lagos sagrados, que se llenan sin que del cielo caiga una sola gota de agua, en medio de las arenas del desierto. No se ve por dónde entra el agua ni por dónde sale… -El sacerdote hizo una pausa, como si estuviera reflexionando-. Para explicarte el gran Rito -dijo-, primero debo hablarte de la tumba donde duerme el fundador de la primera dinastía, el gran Aha, el que cruzó las puertas de la Ma gia. En torno a él están sepultadas catorce barcas sagradas de más de treinta pasos de longitud, de tablas de cedro bien unidas, cosidas con cuerdas y provistas de toletes para treinta remos.
– ¿Tú las has visto? -preguntó Cayo.
– No las ha visto nunca nadie. -El sacerdote sonrió, y ni siquiera él imaginaba hasta qué punto su respuesta influiría en el futuro-. Están sepultadas bajo un monte de arena. He leído las inscripciones. Esas naves no navegan por los mares. Representan el viaje del hombre desde la orilla de la Materia hasta la orilla del Espíritu. Porque, presta atención, en ti hay tres fuerzas. La primera es la energía que mueve tu cuerpo mientras este vive, el bha. La segunda es la energía de tu mente, el kha, que llega a todas partes, como los rayos solares. La tercera es el anj, el espíritu que nada puede capturar o herir.
Germánico y su hijo ya se habían acostumbrado a aquel griego arcaico y solemne, aprendido en los libros, constelado de palabras raras, que resurgía de siglos remotos. Y, mientras los golpes de los remos acompañaban a la corriente que conducía la embarcación hacia la desembocadura, el sacerdote dijo:
– Tú me has preguntado cómo se desarrolla el gran Rito y yo te respondo que no sucede nada. El gran Rito es un símbolo de lo que los ojos materiales no ven, de lo que solo el anj, el espíritu, puede descubrir algunas veces. El cortejo sale del templo al ponerse el sol y baja al lago. Todos visten blancas y puras túnicas de lino. Los hombres llevan la cabeza afeitada en símbolo de meditación. Las muchachas cubren la calle de flores, llevan espigas y perfumes, porque Isis es la naturaleza que se renueva, el árbol que florece, y por eso el sicomoro de madera incorruptible está consagrado a ella. Las mujeres llevan velos ligeros, sandalias doradas y collares, porque Isis es la inteligencia que descubrió todas las artes. Coros de adolescentes y címbalos, arpas arqueadas, sistros de bronce, de plata y de oro suman las armonías de sus sonidos y las mezclan con los perfumes sagrados, produciendo un potente efecto. Porque Isis es la áurea Señora de la música, como dice la inscripción de Iunit Tentor. Y debes saber que, de los cuarenta y cuatro libros de la Sabi duría, dos están dedicados a las melodías del gran Rito. Por último, el sumo sacerdote lleva una cysta de oro; y ves que una cobra de oro está enrollada sobre la tapa, porque Isis es la sabiduría que doma la astucia. Pero la cysta está vacía, pues contiene la Idea de la divinidad, que no tiene forma, ni rostro ni límites. El cortejo con lámparas y antorchas llega a las naves. Los adeptos suben a la Me-se -ket; en la Ma-ne -djet, la sagrada nave de oro que no lleva ni remos ni velas, sino únicamente un inmenso timón, embarcan el phar-haoui y los sacerdotes. El phar-haoui se hace cargo del timón y dirige la proa hacia la luna llena que aparece por el desierto. Porque Isis es la vida que resurge de la muerte, y por eso lleva sobre la cabeza el disco lunar, que renace todos los meses. Y abre la Puerta Áurea del mundo invisible, donde reposan los muertos que has querido mucho.