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Cayo, cuya mano seguía aferrada al brazo del indefenso Zaleucos, miraba al sacerdote. Pensó, con rebeldía, que en la familia todos se habían puesto cruelmente de acuerdo para ocultarle el pasado. Y en aquel momento tomó conciencia de que ese conjunto llamado familia era en realidad un monstruoso cuerpo bicéfalo, una hidra mitológica cuyas cabezas se mataban entre sí desde hacía setenta años.

– Eso también lo sabía -dijo Germánico.

En ese momento advirtió la estupefacción del chiquillo, pero el sacerdote le preguntó:

– ¿Estás seguro de que lo sabes todo? El hombre al que la reina moribunda había pedido que protegiera a su hijo se llamaba Rodion. Y lo que hizo este fue venderlo a Augusto. Lo engañó, le anunció que Augusto quería sentarlo en el trono de Egipto. El muchacho tenía miedo; su madre había dicho que la crueldad de Augusto no tenía límite. Pero el traidor le aconsejó que se fiara: «Tú llevas sangre de Cleopatra, sí, pero también eres el único hijo del gran julio César. El gran César no ha dejado hijos en Roma. ¿Y no has pensado que Augusto es tu primo?». El muchacho temblaba y replicó, confundido, que Augusto no había tenido compasión ni siquiera de Marco Antonio, que era romano como él. El traidor repuso con calma: «Marco Antonio empuñó las armas contra Roma; tú no, tú eres inocente. Tu propio nombre une los destinos de Roma y de Egipto, es un nombre inspirado por los dioses. Y Augusto, cansado también de guerra, te espera para la paz». Me contaron que, mientras decía esto, el traidor sujetaba por las riendas el precioso caballo árabe que el muchacho, al huir de Alejandría, se había visto obligado a dejar. El muchacho acarició a su querido caballo, cedió, montó de un salto. Y se dirigieron a Alejandría. Según me han dicho, así vio Augusto por primera vez a aquel joven, que tenía su misma estatura y se parecía peligrosamente a él. Augusto dijo que era la cabeza de la serpiente y ordenó decapitarlo en el acto. Me han dicho que su madre, Cleopatra, en las últimas semanas de vida había querido una cabeza de él esculpida en basalto negro.

Cayo permanecía en silencio; y Germánico evitó su mirada. Pensó que no había sido solo la mujer, la reina, la que había cautivado, uno tras otro, a dos hombres como julio César y Marco Antonio. Sus mentes habían cambiado al poner los pies en aquella nave que ahora se pudría medio hundida allí y empezar a remontar el gran río. En aquellas aguas, los dos guerreros, hasta entonces incorruptibles en su violencia, se habían desprendido de las feroces pulsiones que los habían empujado a conquistar. Sus pensamientos habían tomado nuevos caminos: una alianza, una unión paritaria entre dos imperios. Ambos habían engendrado hijos con la reina de Egipto, el primer paso hacia una dinastía que reinaría en el imperio bicéfalo, Roma y Alejandría. Sueños irreales y seguramente suicidas.

Pero todo eso despertaba en aquellos momentos en el cerebro de Germánico. Por eso, cuando entraron en Alejandría vestidos de mercaderes griegos, hablando en griego, Germánico sintió una súbita y violenta indignación al descubrir que las murallas de la ciudad encerraban un infierno. La población de la famosa y avanzada ciudad estaba extenuada a causa de las expoliaciones fiscales y de una tremenda carestía que había dejado estériles los campos. En un silencio terrible, yacían a cientos bajo los grandiosos pórticos campesinos y habitantes de las urbes, víctimas de la inedia. Refugiados en los rincones de sombra, sin voz, sin fuerza para tender una mano, agonizaban en silencio. Escuadras de vigiles recogían los cadáveres de la noche y los cargaban en los carros. Los legionarios vigilaban las calles; y en el puerto occidental, una flota de naves mercantes cargadas de grano estaba zarpando rumbo a Puteoli, el gran puerto de Roma.

El precio del grano egipcio

De repente, Germánico olvidó por completo la prudencia y, obedeciendo a un impulso fuera de toda lógica, reveló su grado y su nombre. Y se jugó el futuro ordenando a los magistrados de la ciudad que abrieran a la gente de Alejandría los inmensos almacenes de grano. Y su joven hijo fue arrastrado por aquella emoción revolucionaria.

– Mi señor -había dicho el anciano sacerdote-, tú no eres griego…

La población de Alejandría aclamó a Germánico por las calles, las autoridades locales se alinearon a su alrededor con entusiasmo, le regalaron un pesado anillo sigillarius de oro que había pertenecido a un antiguo phar-haoui y llevaba grabado, en una cara del engarce móvil, el escarabajo sagrado, y en la otra, el ojo de Horus.

Sin embargo, al praefectus Augustales, el representante de Tiberio, no le sorprendió en absoluto la llegada inesperada de Germánico; ni siquiera reaccionó ante el clamoroso reparto del grano. Y alguno de los compañeros de Germánico sintió un miedo premonitorio por aquella extraña inercia. Solo mucho tiempo después se sabría que los speculatores, los informadores de Cneo Calpurnio Pisón habían seguido a prudente distancia a Germánico en aquel viaje prohibido. Y la noticia había llegado hasta Tiberio por mar, de Alejandría a las costas de Italia y desde allí, mediante señales ópticas, hasta Roma.

La atenta mente de Livia («Durante toda su vida -se decía en Roma-, no ha hecho otra cosa que sentarse en su pequeño jardín y pensar») vio inmediatamente que el viaje prohibido y el clamoroso reparto del grano eran el pretexto esperado para destruir,ii peligroso rival de Tiberio. «Germánico está preparando un plan (le insurrección -advirtió-. Esto es el comienzo de una guerra.» E instiló en la mente del hijo emperador una idea que no concedía tregua: «Quien ha tomado en sus manos los graneros de Egipto, tiene en su mano Roma».

Los optimates más poderosos estuvieron de acuerdo. «No hacen falta muchas armas para dirigir un ataque contra el imperio que parta de Egipto. Para inmovilizar las naves mercantes en el puerto (le Alejandría, bastan doscientos legionarios.» E Italia, privada del grano egipcio, capitularía sin luchar.

Uno a quien le convenía recordarlo denunció que Germánico llevaba la peligrosa sangre de Marco Antonio. Otro gritó: «¡Está resurgiendo el proyecto de trasladar la capital a Alejandría!». Una acusación que desencadenaba un terremoto, que podía sacar visceralmente a la calle a todo el pueblo de Roma, y que ya le había estado la vida a Julio César.

Tiberio no habló en público. Pero, con su madre, se felicitó por la previsión de haber enviado a tiempo a Antioquía al hombre que podía sostener aquel juego feroz mejor que nadie: Cneo Calpurnio Pisón. Y un implacable mensaje imperial viajó de Roma a Antioquía, adonde Germánico, tras haber embarcado en Pelusio, estaba regresando sin perder tiempo.

Los emperadores de la dinastía Julia Claudia tuvieron la cautela de escribir solo documentos y oraciones oficiales, solemnes autobiografías, obras en cierto modo literarias. El olímpico Octaviano Augusto, por ejemplo, además de las obras políticas, apenas había compuesto algún ejercicio literario y poemillas pornográficos que sus severos descendientes se apresuraron a destruir. Pero la orden de matar a Germánico, secretamente enviada por Tiberio al senador Calpurnio Pisón, fue una clamorosa excepción.

Veneno sin antídotos

Germánico desembarcó en Antioquía con el ánimo lleno de nuevas experiencias y de inmensos proyectos. Pero a la mañana siguiente, al comienzo de una jornada que debía ser apasionante, mientras en el atrio el joven Cayo contaba a sus hermanos mayores el embriagador viaje por tierras egipcias, apareció un tabellarius stator con las insignias imperiales. Las conversaciones y las risas se truncaron de golpe. El correo se hizo anunciar clamorosamente. En ese momento, Germánico salía de sus aposentos, y el correo le entregó con insolente publicidad, en medio del atrio, un pliego.