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– Por orden imperial -declaró.

Cayo advirtió que su rigidez militar rayaba en la insolencia y sintió un terror irracional. El correo esperó el acuse de recibo y se marchó.

Germánico se encerró solo en su habitación para abrir el pliego. A Cayo le pareció que el relato de las aventuras del viaje ya no tenía ningún interés. Se quedó en silencio, esperando que la puerta se abriera.

Solo en su habitación, Germánico leía con estupor y creciente inquietud una durísima reconvención oficial por su viaje no autorizado y por aquel arbitrario reparto de grano. Sin embargo, la carta terminaba con unas inesperadas palabras de perdón: «Las palabras más paternales que Tiberio haya dictado jamás», observó Germánico, dejando la hoja. Y la sorpresa degeneró en la más profunda preocupación: «Ese hombre nunca ha perdonado a nadie».

Tiberio había querido demostrarle que nada escapaba a sus informadores; pero, detrás de las frases magnánimas, la ira imperial estaba suspendida como una nube. Germánico mantuvo la carta en secreto y no salió de la estancia, como su hijo esperaba, pues sus oficiales le presentaron una oleada de protestas: durante su ausencia, el legado de Siria, el enemigo Calpurnio Pisón, había ido mucho más allá de lo que le permitían sus poderes, había desbaratado la estrategia de pacificación con los estados vecinos, había revocado o desatendido todas las disposiciones de Germánico, estaba destruyendo brutalmente sus relaciones civilizadas con las poblaciones.

Germánico convocó a Calpurnio Pisón y este se presentó enseguida.

– Esperaba este encuentro desde hace semanas -declaró con insolencia en el atrio.

La puerta se cerró con estrépito a su espalda. Desde las primeras palabras, los dos chocaron irremediablemente: Germánico exigió obediencia a las órdenes; Calpurnio Pisón proclamó con altanería que estaba interpretando los deseos del Senado. Sus voces, altísimas y enemigas, que se interrumpían y se superponían, traspasaron los límites de la estancia cerrada y entre los oficiales se extendió la alarma.

La puerta se abrió bruscamente y Calpurnio Pisón, atravesando el atrio, amenazó:

– En Roma existe todavía un emperador al que recurrir.

A su espalda, alguien cerró la puerta de Germánico. Los oficiales esperaron hablando en voz baja en corros. Al joven Cayo, después de los luminosos y embriagadores días de Egipto, lo dominó de nuevo aquella horrible angustia física que le atenazaba el estómago y le cortaba la respiración. Sin embargo, la inconsciencia de sus dos hermanos mayores desorientaba su miedo: «¿Qué podrían hacerle a nuestro padre? El que manda es él. ¿Quién puede atacarlo aquí, en medio de todos estos hombres armados?».

Zaleucos le sugirió paternalmente:

– Salgamos.

Pero su madre, Agripina -a la que habían encontrado pálida e inquieta, como si el palacio de Epidafne hubiera sido una prisión-, comenzó a vagar por las salas, a seguir obsesivamente a Germánico por la ciudad, a observar sin descanso a cualquiera que se le acercase. Y todo ello en silencio, mordiéndose los labios, retorciéndose las manos cuando creía que no la observaban.

Para Germánico, en aquellos días era dificilísimo demostrar seguridad en sí mismo y tranquila confianza en el ambiente. Pero Agripina consiguió enviar a la residencia de Calpurnio Pisón y de su mujer, Plancina -la siniestra amiga de la Noverca-, a unas mujeres que se hicieron pasar por vendedoras de telas y perfumes. Y estas volvieron alarmadas: «En las estancias de Plancina -dijeron- circula libremente una mujer siria, llamada Martina, a la que hemos reconocido», «Es una experta en maleficios, prepara venenos…», «Todos la temen», «Nunca han conseguido pillarla: venenos indetectables, comidas, brebajes, ungüentos en los objetos, incluso perfumes».

Un día, en el palacio de Epidafne, Germánico miró a su hijo menor y pensó que solo podía hablar con él. Dijo algo que este no olvidaría hasta literalmente el último instante de su vida. Declaró:

– En unas condiciones como estas, el peligro no son los que esperan disimuladamente en la calle, los que te acechan desde lejos. Tenemos miles de legionarios para eso: matarían a un agresor al primer paso. El problema son los que están a tu lado todos los días y entran en tus aposentos. Tú no lo sabes, o no lo recuerdas, pero un día uno de ellos descubrió una razón para odiarte. Y quizá lleva años odiándote y sonriéndote. -El chiquillo lo miraba sin respirar-. ¿Y sabes qué pasa? -dijo su padre-: Un enemigo tuyo, que vive lejos de ti y quiere acabar contigo pero no te tiene al alcance, descubre que uno de esos que están a tu lado y te odian tiene un grave problema económico. Entonces es como si las puertas de tu palacio estuvieran abiertas de par en par y no hubiese nadie de guardia.

El chiquillo respiró con fuerza, una sola vez pero profundamente, un golpe del diafragma.

– Pero ¿cómo podemos reconocerlo si hay alguien aquí, entre nosotros, que te odia? -preguntó.

Su padre, conmovido, frenó sus pensamientos.

– No creo que haya nadie -respondió-. Aquí dentro nadie puede acusarme de haberlo tratado injustamente. Quisiera calmar también a tu madre.

Calpurnio Pisón se marchó; dijo que zarpaba para Roma. Y al día siguiente, en el espléndido palacio de Epidafne, Germánico murmuró, como sorprendido él mismo, que sentía un vago malestar. Los médicos acudieron de inmediato y se quedaron perplejos ante la débil fiebre y los espasmos gástricos que padecía, le miraron las uñas y el interior de los párpados, le olieron el aliento, le palparon el abdomen, le cortaron un mechón de pelo y lo quemaron. Tras lo cual, se consultaron entre sí con la mirada, en silencio.

Y justo en ese momento Agripina se acordó de la hechicera siria que se escondía en casa de Plancina. Pero al día siguiente Germánico mejoró; durante dos o tres días creyeron que estaba a salvo y la noticia se difundió. Luego empeoró de nuevo, y esta vez el misterioso mal no respondió a los tratamientos: tenía una fiebre baja y oscilante, la luz le molestaba, los dolores de cabeza se hicieron insoportables, la orina salía mezclada con sangre. Al cabo de unos días, tenía las manos blancas y esqueléticas, se le marcaban los nudillos y los tendones; en el tórax, alrededor del delgado cuello, sobresalían las clavículas y las costillas. No había cumplido aún treinta y cinco años, y en la agonía susurró conscientemente que se sentía morir envenenado.

Agripina, con profundas ojeras provocadas por el insomnio, por una desesperación ardiente e inerme, dijo apasionadamente:

– Te salvaremos.

Él levantó una mano, le arregló un mechón de los hermosos cabellos mal recogidos y susurró:

– Te he visto siempre tan arreglada, tan guapa…

Ella se retiró el pelo hacia los lados, con las manos abiertas; él consiguió sonreír.

Entretanto, en unas habitaciones alejadas de allí, los médicos confirmaban a los fieles de Germánico la hipótesis más desastrosa: «Un veneno raro, de efecto lentísimo».

Los dos hijos mayores estaban indignados y no acababan de dar crédito a lo que estaba pasando; su ligereza percibía con dificultad la realidad. Cayo, el menor, en cambio, se encerró en su habitación con una angustia lúcida: había descubierto que la vida más segura podía quedar arruinada por acontecimientos irreparables.

Llegó, exhausto a causa de un viaje precipitado, un anciano y célebre médico que vivía en la corte de Abgar de Edesa, visitó al enfermo y, apartándose a un lado con los demás médicos y los amigos, declaró enseguida:

– Ya he visto este veneno, hace años.

Se apiñaron a su alrededor, ansiosos: entonces, era veneno, sin duda alguna veneno. El médico de Edesa, que hablaba la lengua sagrada de Urhai, no dio esperanzas.