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– Ven -dijo a Cayo su madre.

Los dos hermanos mayores, los que, con imprudente confianza juvenil, no habían creído en el peligro, habían sido enviados, por cautela, otro día, en otra nave y a otro puerto.

Agripina y su hijo menor salieron al puente. Ella, en un gesto cuya desesperación amorosa todos percibieron, estrechaba un objeto con los dos brazos, y todos comprendieron que era la urna con las cenizas de Germánico. Entre las cenizas, según decían, había quedado el corazón intacto, no devorado por las llamas de la larguísima hoguera. Y todos habían declarado unánimemente que era la última e indudable marca del veneno.

Mientras daban los primeros pasos, el chiquillo comprendió el clamor que podían desencadenar de golpe en el aire la compasión y la indignación de miles de personas, que ahora habían roto a gritar y a llorar todas juntas hacia ellos. Sin embargo, después de aquel dramático desembarco, Agripina y los compañeros de Germánico se percataron de que no había recibimiento oficial ni en el muelle ni en la ciudad. Las autoridades locales habían desaparecido.

– Es una vergonzosa orden de Tiberio -declararon, indignados, tribunos y centuriones.

Agripina dijo sin emoción en la voz:

– El usurpador espera que la gente se olvide del asesinato.

Pero aquella miserable táctica despertó una incontrolable agitación popular. Mientras el convoy, iniciando su viaje terrestre hacia Roma, avanzaba por la vía Apia escoltado por tan solo dos cohortes, el anuncio de su llegada lo precedía y, de etapa en etapa, multitudes cada vez mayores lo esperaban. Llegaron a Benevento, la ciudad famosa por innumerables leyendas mistéricas, un gélido crepúsculo entre las colinas nevadas. Y bajo un antiquísimo nogal de corteza mágicamente clara, los sacerdotes de un pequeño templo egipcio, erigido en los tiempos de julio César, acogieron las cenizas de Germánico con música de extraños instrumentos y penetrantes perfumes.

– Como en Sais -susurró Cayo a su madre.

A la mañana siguiente, Agripina acarició a su hijo y dijo: -Esta noche, por primera vez he podido dormir. He dormido de verdad, y creo que he soñado; pero no me acuerdo de nada, solo de la luz.

Después de muchas semanas, sus labios esbozaron un movimiento que era casi una sonrisa.

Cayo sintió un violento alivio, como si volvieran los días felices del pasado. «Si algún día puedo -se dijo-, en recuerdo de esta noche, adornaré el templo de Isis como los de los antiguos phar-haoui.»

El lento y doloroso viaje se convirtió en una embriagadora procesión entre dos nutridas alas de gente: los compañeros del joven general muerto, el pueblo que había elogiado al antiaristocrático, los veteranos que recordaban al vencedor de Arminio, los populares y los viejos republicanos que temían la consolidación del poder imperial, los antiguos enemigos de Tiberio y de Livia, todos proclamaban al unísono que Calpurnio Pisón era el asesino y que detrás de él estaba el emperador.

El joven Cayo quedó sumergido en un estado de irrealidad que sofocaba el dolor. La llegada a Roma fue embriagadora y, en cierto sentido, triunfal. Como si en la Domus Tiberiana no viviera Tiberio, como si la ciudad no estuviera plagada de espías y pretorianos, una muchedumbre incomparablemente más nutrida que la que había recibido a Germánico vivo salió a las calles, los rodeó, los siguió durante el lentísimo recorrido hasta el grandioso mausoleo construido por Augusto. Cayo, demasiado joven para un día (orno ese, entreveía las armaduras de los pretorianos que frenaban a la multitud y, detrás de ellas, miles de caras que, al reconocerlo como el hijo menor, lo llamaban y lloraban. Apiñándose hasta impedir el paso del aire, gritaban a Agripina que, en medio de aquel hatajo de asesinos, tan solo ella era el honor de la patria, pedían gritando a los dioses que protegieran su vida y la de sus hijos, recordaban con furia que, antes de acompañar a este muerto, ya había acompañado hasta aquel mausoleo a sus hermanos, imprecaban (contra los envenenadores impunes, exigían venganza. Nadie preveía, excepto algún experto senador, que aquella ardiente manifestación de popularidad sería fatal.

Entretanto, el clamor de aquella enorme multitud indignada, al horde de la sublevación, subía hasta la Domus Tiberiana, sobre el Palatino.

– No sé lo firme que será la fidelidad de los pretorianos -observó siniestramente Tiberio.

De la familia Caesaris, la corte imperial, no apareció nadie. Tiberio y su madre enviaron embajadores para que dijeran que ambos estaban destrozados de dolor.

– Se han encerrado ahí arriba porque tienen miedo de Roma -contestó Agripina con desprecio imprudente. Pero Germánico ya no estaba allí para estrecharla entre sus brazos, para aplacar su ímpetu.

Livia, con astuta hipocresía, incluso impidió a Antonia, la anciana madre de Germánico, que participara en las exequias. Antonia obedeció. «Quieren que la ausencia de la madre desesperada y la de los asesinos parezca causada por el mismo dolor», observó alguien.

Muchos habían pedido apasionadamente a Tiberio gloriosas ceremonias de Estado para las cenizas de Germánico. Él las había negado. «Ha dicho que no. Ninguna ceremonia en el Foro, ninguna conmemoración en los Rostra -reaccionaron, indignados, los populares-. Ni siquiera los honores que se rendirían a cualquier patricio anónimo.»

Alguno señaló al emperador la insólita pobreza de aquellas exequias. Y él -una respuesta que pasaría a los libros de historia- declaró: «No es digno del carácter romano perderse en lamentaciones».

Un solo senador, entre el silencio sepulcral de sus colegas, reaccionó con desprecio: «Roma ya no sabe distinguir el lloriqueo de los cobardes de la celebración de los héroes».

Pero la gente no se había dejado atemorizar. Entre gritos e invocaciones, la solemne formación del inmenso cortejo, las continuas paradas bajo la presión de la multitud y el fatigoso volver a ponerse en marcha ocuparon toda la tarde. El rápido crepúsculo de enero los sorprendió cuando aún no se entreveían las grandes puertas de bronce del mausoleo. Llegaron de noche, azotados por un gélido viento invernal. Y de repente, en toda la plaza, en los jardines y en las orillas del Tíber se encendieron miles de antorchas, llamas altas, avivadas por el viento, que tiñeron de rojo el cielo alrededor del mausoleo.

Augusto, pensando en sí mismo en términos de eternidad cuarenta y dos años antes de su muerte, había construido el mausoleo de su gloria. Había inspirado a los arquitectos un solemne túmulo circular, revestido de mármol y coronado de árboles y plantas sempervirentes, sobre el que resplandecía, a cuarenta metros de altura, su estatua divinizada.

Sin embargo, muchos miembros de su tempestuosa familia, la mayoría víctimas de muerte violenta, habían entrado mucho antes que él y sus trágicas vidas figuraban resumidas en breves inscripciones en la piedra. Y él había tenido que acompañarlos al otro lado del alto portal de bronce. El primero había sido su joven y brillante sobrino Marcelo; después el gran general Agripa, el que había vencido a Marco Antonio; y luego las cenizas de los hijos varones de Julia muertos en circunstancias nunca aclaradas y tan lejos de Roma. Y ya entonces, en aquellos dolorosos cortejos, la muchedumbre había susurrado, y en ciertos momentos gritado, que la Noverca no lloraba. Como quiera que sea, esos muertos, en sus pesadas urnas alineadas dentro del mausoleo, evocarían a lo largo de todos los siglos futuros no solo la gran gloria familiar, sino también sus perversas tragedias.

La última noche de Calpurnio Pisón

Muchos patricios propusieron dedicar a Germánico un clipeus -un soberbio escudo de oro- y levantar arcos triunfales en su honor en Roma, en Siria y en las orillas del Rin. Tiberio también lo impidió, diciendo que la gloria no se construye con piedras. No obstante, en la oleada de emoción que recorrió el imperio, muchas ciudades decidieron por su cuenta.