– Roma no ha hecho nada -dijo Agripina-. En cambio, decenas de pequeñas ciudades le están levantando los monumentos que su corazón les dicta.
Y era verdad.
– Tiberio cree haberlo sofocado todo, pero se equivoca -dijo el fiel Cretico con una rabia que no se apaciguaba-. Me apartó de Germánico cuando quería matarlo; ahora no me hará callar.
En la armoniosa residencia del monte Vaticano, la mente de Agripina y la de los compañeros se pusieron a recoger con tenaz obsesión testimonios y pruebas del terrible envenenamiento. Pruebas y testimonios llegaron a espuertas de Siria, donde las legiones estaban a un paso de la revuelta.
Y una mañana el joven Cayo, cuya adolescencia se estaba consumiendo en esa angustia, entró en la biblioteca, donde durante semanas juristas y senadores amigos habían trabajado apasionadamente, y vio que, ante una mesa cubierta de documentos cuidadosamente ordenados, su madre, pálida como una sombra, sonreía.
– Todo esto -anunció- será presentado hoy a los senadores. Y ninguno podrá cerrar los ojos.
Los documentos fueron entregados al tribunal senatorial y el escándalo estalló. En unas tempestuosas sesiones, en las que entre optimates y populares se rozó el enfrentamiento físico, Tiberio se vio obligado a permitir que se instruyera un proceso contra Calpurnio Pisón y su mujer, Plancina.
– Todavía no hemos vencido -dijo Cretico, unas palabras que quizá constituyeran una premonición.
De hecho, al día siguiente, Nerón, el impulsivo hermano mayor de Cayo, volvió a casa jadeando y anunció que la siria Martina, la presunta envenenadora, finalmente había desembarcado en Brindisi encadenada.
– Pero la han encontrado muerta -añadió-. No sufría ninguna enfermedad ni presentaba señales de violencia. En el cabello llevaba restos de una pasta venenosa.
Lo miraron; todas las conversaciones se habían interrumpido.
– Entonces es verdad -intervino Cayo con voz repentinamente adulta- que nunca descubriremos quién la mandó donde estaba mi padre.
Después llegó de Siria, todavía libre y enfurecido pero bajo una tormenta de acusaciones, el senador Calpurnio Pisón. Dado que Tiberio y Livia conocían muy bien su violenta imprudencia, Tiberio se apresuró a presentarse en la Curia y trazó imperiosamente a los senadores, reunidos en sesión plenaria, las líneas del proceso:
– Debéis averiguar si Calpurnio Pisón se interpuso a la autoridad de Germánico en Siria o si Germánico se mostró intolerante con él; si Calpurnio Pisón alimentó rencor contra Germánico o si Germánico abusó de sus poderes; si existen sospechas concretas sobre el uso de un veneno o si haber expuesto imprudentemente el cuerpo de Germánico en la plaza de Antioquía inflamó peligrosamente a las masas.
Los optimates exultaron en secreto; los populares se quedaron paralizados por el desconcierto y la indignación. En las palabras de Tiberio, los asuntos objeto de la investigación se habían multiplicado y confundido hasta tal punto que un tribunal, o una comisión, habría podido trabajar años y años, quizá sin conclusiones.
El senador Salvidieno, descendiente de aquel otro que había perdido la vida en la antigua revuelta, se rebeló.
– Aquí corremos el peligro de no saber si el culpable es quien ha puesto el veneno o el inocente que, sin saberlo, se lo ha bebido -dijo, y recordó a sus colegas que los senadores constituían un tribunal soberano al que, según las leyes de la República, nadie podía ordenar nada.
El emperador lo miraba. Nadie más intervino y Tiberio salió de la sala, pero no olvidaría, y todos lo sabían. Por el momento, mientras se instruía el proceso, el senador Calpurnio Pisón fue dejado generosamente en libertad bajo fianza.
– Es una señal -comentó, más pálido de lo habitual, el historiador Cremucio Cordo-. Ahora Calpurnio está seguro de que Tiberio hará uso de todo su poder para salvarlo.
Calpurnio Pisón tenía realmente motivos para sentirse protegido, pero los utilizó mal. Deambulaba por los soportales del Senado con orgullosa y chantajeadora imprudencia, llevando en la mano un pequeño codex en cuyo interior había un mensaje. Quienes lo habían entrevisto susurraban que estaba escrito de puño y letra de Tiberio.
El moderado Cremucio Cordo pronosticó con sagacidad de historiador:
– Calpurnio Pisón cree que va a salvarse porque se esconde detrás de un culpable más grande que él, pero se está condenando solo porque Tiberio tendrá que hacerlo callar, y de modo que no hable ni dentro de cien años.
Agripina, acurrucada en un rincón entre almohadones, escuchaba y tiritaba permanentemente de frío.
– Temo que Calpurnio consiga huir -dijo el inquieto Cretico-, quizá al país de algún tirano en los confines con Siria, en la Decápolis o con los partos. Con el dinero que tiene…
– Eso no sucederá -repuso con calma Cremucio-. Tiberio no puede exponerse a que hable. Ya no hay riqueza posible que salve a Calpurnio Pisón.
En efecto, unos discretos enviados imperiales se dirigieron al agitado senador, interrumpieron sus paseos y lo convencieron de que entregara aquel misterioso documento que, dijeron, «disminuye el poder del único que puede ayudarte». Por último, le aseguraron que Tiberio ya había decidido el modo de salvarlo.
Tras dos dramáticas sesiones en el tribunal senatorial -donde se cruzaron acusaciones violentísimas, declaraciones explosivas y defensas igual de furibundas, aunque Tiberio no compareció-, Calpurnio Pisón fue inesperadamente acompañado por una escolta armada a su casa. Y entre aquellos muros, durante la noche, en un total y desconcertante silencio, se suicidó. Lo descubrieron por la mañana -dijeron-, después de derribar la puerta de su habitación.
– Se ha atravesado la garganta -dijo, agitado, Nerón-. Una sola puñalada.
Pero Druso, el segundo hijo, aclaró:
– Cuentan que ha usado una espada.
Nerón se volvió, sin captar el sentido de la frase. El joven Cayo, en cambio, preguntó enseguida:,
– ¿Una espada para atravesarse la garganta? ¿Y cómo la ha empuñado?
– No se sabe -admitió con ironía Druso. -¿Han encontrado la espada? -preguntó Cayo. Druso sonrió.
– Sí, estaba tirada en el suelo, dicen, pero demasiado lejos del cuerpo.
Cayo también sonrió.
– Qué error… Ningún militar podrá creerlo jamás.
– Dicen que un centurión -concluyó Druso-, en cuanto ha visto esa espada allí, la ha empujado con un pie hacia el cuerpo, pero estaba ensangrentada y ha quedado una marca en el suelo.
Agripina miró a sus dos hijos menores, sobre todo al más pequeño, sonriendo de aquel modo mientras el mayor tardaba en comprender.
– ¿Y Plancina? -preguntó Cayo.
Druso rió de rabia.
– Plancina descansaba en otra habitación de la casa y no se ha enterado de nada. El mensaje de Tiberio no se ha encontrado.
En pocas horas, toda Roma coincidió en que aquel generoso suicidio protegía a la persona que había ordenado el envenenamiento. Tiberio sufrió la humillación sin decir una palabra, sin estremecerse siquiera. Pero en uno de sus terribles silencios -podía permanecer callado días, sumiéndose en la angustia que lo asediaba- decidió que cuantos exultaban entonces muy pronto tendrían lacerantes motivos para llorar. Y los rumores dejaron de preocupar, pues el caso se declaró cerrado.
Como no había habido sentencia, el ya inquebrantable silencio del muerto permitió a Livia -popularmente conocida como la Noverca, pero oficialmente llamada, desde hacía años, la Augusta- defender de toda acusación a su amiga viuda Plancina. De hecho, Tiberio, empujado por su madre, llegó a apoyar a Plancina incluso en contra de los atónitos senadores. «Jamás se había vista -dijeron los romanos- a un pariente cercano de la víctima defender con tanto fervor a los asesinos.»