Pero, mientras que la capital del imperio seguía divertida aquel insólito debate familiar, Augusto había declarado solemnemente: «Yo pienso en Roma con una perspectiva de siglos, no de los escasos años de nuestras vidas», y semejante frase no admitía réplica. Pocas ceremonias nupciales, desde luego, habían sido tan fúnebres como aquella.
Agripina, que de jovencita se había encontrado como recalcitrante padrastro a Tiberio, concluyó:
– Sé que él obedeció llorando, y cuando casualmente volvió a ver a la mujer que lo habían obligado a dejar, miró para otro lado.
Y en secreto continúa llorando.
La frase entraría, prácticamente con las mismas palabras, en los libros de historia.
Cayo no decía nada. Que un hombre como Tiberio hubiese llorado era inimaginable; pero quizá era verdad. Y el absurdo matrimonio no podía durar. Tiberio acabó por dar un portazo y se marchó a la lejana isla de Rodas. La gente murmuró que Augusto había descubierto ciertas intrigas políticas y comenzó a llamarlo «el exiliado de Rodas». Los populares proclamaron que la triunfal carrera de Tiberio había acabado.
Sin embargo, eran palabras imprudentes, porque en el Palatino seguía estando la Noverca. Solo la contemplación (si puede decirse así) de ese demencial árbol genealógico transmite una idea del infierno que anidaba en el seno de la esplendorosa y riquísima familia imperial. Y por encima de todos sobresalía ella, que era a la vez la mujer de Augusto, la madrastra y después suegra de Julia, la abuelastra de Agripina y de sus hermanos muertos, la bisabuela de joven Cayo y especialmente la madre de Tiberio, y que sorprendería serenamente a todos los demás por llevar, con infatigable lucidez criminal, a su hijo al imperio y mantenerlo en él.
Y, como coincidieron en escribir los historiadores de la época, su mente, «una mente como la de Ulises», desarrollaba con laberíntico cinismo planes a muy largo plazo.
Lex Julia de pudicitia
– Nuestra casa, esta, era la más espléndida de Roma en aquella época -recordó Agripina, aunque era un recuerdo doloroso-. Mi madre, Julia, y mis tres apuestos hermanos, los nietos de Augusto…, tres como vosotros…, eran obstáculos en el camino de Tiberio. Reunían aquí a montones de amigos, familias que tenían antiguos vínculos con la nuestra, recuerdos de luchas comunes. Eran los hijos de aquellos senadores y équites masacrados inermes en Perusa, los partidarios dispersos de Marco Antonio. Estaba Cornelio Escipión, descendiente del conquistador de Cartago, Apio Claudio Pulcro, que había sido adoptado por Marco Antonio, Sempronio Graco, descendiente de tribunos de la plebe, y Quinto Sulpiciano, el cónsul… No olvides estos nombres, escríbelos y escóndelos.
– No los olvidaré -aseguró Cayo con calma-. Aunque no escriba nada, no se me olvida. Me he dado cuenta de que, si repites tres veces en un día, a diferentes horas, una serie de nombres o de fechas, ya no se te olvidan.
– Mientras tanto, la Noverca vertía veneno todos los días en el ánimo de Augusto. Le decía que mi madre y mis hermanos gastaban sumas astronómicas, vivían desordenadamente, conspiraban con sus enemigos. Mi madre no podía defenderse porque ni siquiera sabía de qué se la acusaba. Algunos senadores trataron de intervenir, pero Augusto contestó que su hija y sus nietos eran la desgracia de su vida. Entonces mi madre, en vista de que no lograba hablar con él en persona, le escribió, desesperada, diciendo que la Noverca quería destruir su familia para elevar al poder a Tiberio. No obtuvo respuesta. Se enteró de que aquella carta había caído en manos de la Noverca y de que, mientras Augusto descansaba en su pequeño jardín, esta le había dicho: «En torno a tu hija se ha congregado un nido de víboras, una conjura para destruir a Tiberio, el único hombre que te es fiel de verdad». Augusto había contestado cansadamente que no podía hacer nada: todo el imperio habría sabido que en el corazón de Roma y en su propia familia se había congregado contra él una masa de enemigos. Pero la Noverca había replicado: «Perdona que insista, pero no es necesario acusarlos de complot. Posees un arma potentísima para librarte de ellos en silencio, un arma que tú mismo has construido: la Lex Julia de pudicitia».
Augusto -ante el impasible desentendimiento de la Noverca había cultivado toda su vida intrigas femeninas, como la larga y clamorosa relación con la mujer de su querido amigo Mecenas. Sin embargo, al envejecer -como muchos célebres libertinos, que subliman el avance de la edad en un austero arrepentimiento había decidido sanear las costumbres de los romanos y defender la cohesión económica y social de las familias aristocráticas, valioso vivero ele generales y senadores.
Así pues, había concebido una ley extraordinariamente dura sobre la moralidad privada. Había escrito el borrador él mismo; sus juristas la habían blindado; los senadores la habían votado con el aplauso de los moralistas y el horrorizado pero inevitable consenso de los demás. La habían llamado Lex Julia de pudicitia et de coercendis adulteriis.
El principal efecto de la ley -que en teoría debía defender la pudicia e impedir el adulterio- había sido la adopción de una cauta prudencia por parte de los culpables para continuar con sus viejas costumbres y la aparición de una difusa complicidad a fin de silenciar los escándalos y dirimir las controversias entre las paredes de casa. Pero la ley, no en vano fruto de la sutil mente de Augusto, declaraba el adulterio delito de «acción pública». Cualquiera, inmiscuyéndose en los asuntos de los demás, podía denunciarlo, y los tribunales estaban obligados a perseguirlo. La ley se había transformado enseguida en una dúctil arma de chantaje tanto económico como político con consecuencias terribles, ya que sobre los culpables caía una condena de destierro a desagradables lugares lejanos y, en casos escandalosos, incluso la muerte.
Agripina dijo que Augusto no había reaccionado al oír las palabras de la Noverca.
– Pero sabemos que ella se echó a reír. «Todos callan porque Julia es tu hija. Pero tú no puedes permitir en tu familia lo que has prohibido justamente en las familias de los demás. Y los honestos de todo el imperio admirarán tu dolorosa justicia.» Augusto dijo que quería descansar y cerró los ojos. Mi madre no lo creyó cuando se lo contaron, pero de repente Augusto la convocó por escrito: se la acusaba de haber violado aquella tremenda ley. Junto a su nombre figuraban los de importantes familias senatoriales, todos populares, nuestros amigos. Entonces recordamos las palabras de la Noverca en su pequeño jardín y esta casa se llenó de terror. Mi pobre madre comprendió que había comenzado una persecución sin tregua contra ella. La condujeron al Palatino. No volví a verla.
Por primera vez en su joven vida, Cayo experimentó la sensación física, envolvente, de un peligro mortal.
Agripina dijo que, para evitar el riesgo y el escándalo de un proceso público, los juristas imperiales habían lidiado hábilmente con las leyes hasta encontrar una, dictada por lo menos cinco siglos antes y llamada «de patria potestate», que concedía al pater familias, el padre, potestad de vida y de muerte sobre todos sus familiares. Es decir, Augusto podía, muy oportunamente, procesar a su hija en secreto, sin testigos y sin defensores.
– Lo que se dijeron Augusto y mi pobre madre en un juicio tan bárbaro no lo he sabido nunca.
Contra los otros acusados se aplicó, en cambio, una ley que Augusto había ideado para consolidar su poder absoluto y que una mayoría distraída, asustada o cómplice había aprobado apresuradamente: el princeps -es decir, él mismo- podía arrestar, juzgar y condenar a puerta cerrada, sin garantías y sin posibilidad de apelación, a los culpables de delitos contra «la seguridad del imperio», estando obligado únicamente a informar de ello, una vez los hechos consumados, a los senadores. Una ley que suscitaría a lo largo de los siglos cientos de dictatoriales imitaciones.