Выбрать главу

Se dio cuenta de que era imposible atrancar la puerta de aquella habitación desde el interior. Sin embargo, se veían claramente señales de un cerrojo que había sido arrancado. Para lavarse, le indicaron una serie de miserables instalaciones utilizadas por los funcionarios y los vigilantes de la casa. Le dijeron con ironía que no se preocupara: «Aquí no entran esclavos».

«Cachorro de león atado con una correa y conducido a su nuevo amo.»

Tenía casi diecisiete años. ¿Por qué razón, se preguntaba, de toda la familia lo mantenían vivo solo a él, y aparentemente libre, en aquel lugar? ¿Para que Roma admirase la bondad de Livia y Tiberio? ¿Para aplacar a los populares, fuertes en la capital, en las provincias orientales, en las legiones? ¿Para mostrar la cara clemente de la justicia, que castigaba a los conspiradores rebeldes mientras que el inocente, el niño, el Calígula era tiernamente protegido? ¿Acaso porque, después de tantos delitos, tenían necesidad de limpiar su imagen?

Después se dijo que quizá era simplemente un rehén a merced de Tiberio, «el último de los vuestros está aquí, en mis manos», como los hijos de los reyes extranjeros derrotados, como Darío de Partia, como Herodes Agripa de Judea. Quizá vivía porque era un peón en los tratos con sus senadores enemigos. Quizá garantizaba a Tiberio una sucesión lejana y tranquila, frenando a otros, y más peligrosos, aspirantes; quizá Tiberio decía: «Después de mí, tendréis al heredero de julio César, de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico», y hacía saber a sus enemigos: «Ninguno de vosotros podrá desafiar jamás semejante popularidad, semejante suma de memoria histórica». Llegó a la conclusión de que su futuro, su posibilidad de salvarse dependían en gran parte de él, debía defenderse solo.

Pero el recuerdo de su madre llegaba a fogonazos, repentino como un corte en la carne. Entonces la soledad se convertía en ahogo físico. En su mente, la isla de Pandataria se hallaba perdida en un lejano desierto de agua. Desde la casa de Livia no se veía el mar. Su madre había dicho que la villa de Pandataria era muy elegante. Pero para mantenerla hacían falta siervos y dinero. A Agripina le habían confiscado el patrimonio, nadie podía ayudarla, nadie había podido acompañarla allí salvo los carceleros escogidos por Tiberio. Y no sabía dónde, ni en qué condiciones, imaginar a sus hermanos.

– Mira -le dijo una vieja esclava señalando un fresco de la pared. Él miró y vio la mano extendida de una mujer con velo, echando un mechón de pelo a una hoguera-. ¿Sabes qué significa?

– No -respondió él.

– ¿Sabes cómo crepitan los cabellos cuando se queman?

– No, no lo he visto nunca.

– Arden -dijo, riendo, la esclava- igual que arderá la vida de aquel al que se los han cortado mientras dormía. Cayo miró como si fuese un juego y sonrió.

Las bibliotecas imperiales

Una desesperada mañana de invierno descubrió las admirables bibliotecas que Augusto había hecho construir junto al templo del dios que, según los sacerdotes y los poetas, le había dado la victoria. Dos inmensas salas acabadas en ábside, con la estructura de columnas de una basílica y ventanas de fino y claro alabastro, contenían, en dos filas de nichos en las paredes, los armarios de cedro de Líbano inmunes a la carcoma, donde depositaban volumina y códices. Sobre los nichos se alineaban, dentro de redondos marcos de estuco, los retratos de los grandes escritores de cada disciplina, como una teoría de soberanos.

No le prohibieron cruzar aquellas puertas, y para él fue como atracar en una isla. Todo el saber del mundo conocido había sido recogido allí por voluntad de Augusto; unos pocos pasos fuera de su habitación mal enlucida se transformaban en una ilimitada evasión mental. Sus silenciosos controladores observaron, con sorpresa que pronto se convirtió en alivio, su insaciable pasión por la lectura; dijeron que se parecía al célebre tío Claudio, literato, etruscólogo, estudioso de la lengua latina de seis siglos antes y -por sentido común- el inofensivo tonto de la familia.

El bibliotecario latino -se llamaba julio Higinio- había sido escogido por el propio Augusto hacía no sé cuántas décadas: viejísimo, fiel depositario de las decisiones políticas imperiales, de las predilecciones y de las censuras, había consumido la vida y los ojos, verano e invierno, en aquella penumbra; y quizá ya estaba casi ciego, porque se movía con rapidez a lo largo de los nichos, abría sin vacilar la puerta elegida y a continuación, con sus manos delgadas e inseguras, buscaba a tientas, sin leer, la obra buscada y la sacaba.

Toda la biblioteca -los antiguos volumina, es decir, los rollos, y los más actuales códices, o sea, los antepasados de los modernos libros- vivía grandiosamente, en perfecto orden, dentro de su cerebro. No consultaba nunca los indices, escritos con letra clara en la finísima charta augusta. Bastaba pedirle una información, aunque fuese genérica, preguntarle por un personaje, una cita, un suceso, y su memoria caminaba entre los estantes, soberana, hasta encontrar el dato solicitado, como se saluda a una persona que descansa en otra estancia.

Pero al día siguiente, cuando vio de nuevo a Cayo, le dijo de repente, con la volubilidad de los viejos, que se parecía a los nietos de Augusto.

– Los dos hermanos mayores de tu madre, para ser claro. Ellos también venían todos los días, querían conocer deprisa todo el saber del mundo. -Su mano estaba recorriendo un estante y se detuvo-. No tenían muchos más años que tú cuando murieron. Y fue lejos de Roma -dijo pérfidamente, pero Cayo no reaccionó, como si esa historia no tuviese nada que ver con él.

La biblioteca latina era severa y oscura; para Cayo, en el frío de aquel invierno, reservaron una sala pequeña y templada. Lo único que le molestaba, como una cadena sujeta al pie, era que no le permitían estar solo. Dos esclavos, dos hombres de confianza de Livia, permanecían aburridísimos a su lado. Mientras él leía y tomaba notas, ellos estaban sentados en sendos taburetes, callados. Por turno, para romper el aburrimiento, le preguntaban si deseaba más hojas o un calamus, o algo de beber; y enseguida llamaban a alguien que, obsesivamente también, esperaba fuera.

– Tú lees el pasado -dijo un día Julio Higinio riendo-, pero ¿sabes dónde está escondido el futuro? Está guardado dentro del pedestal de la estatua de Apolo, a dos pasos de aquí, en su templo. ¿Has oído hablar alguna vez de los Libros Sibilinos?

– Claro que sí -contestó Cayo.

– Pero no sabes que los originales se habían quemado hacía más de un siglo y que desde entonces, en los momentos de peligro, Roma era invadida por las más confusas profecías que llegaban desde todas partes de la tierra. Al final, el divino Augusto se cansó y ordenó destruirlas todas. Yo mismo conté más de quinientos volumina mientras caían al fuego. Los romanos estaban desesperados: ¿cómo sabremos el futuro? Pero Augusto descubrió que se había salvado una copia de los Libros Sibilinos y la guardó bajo la estatua de Apolo. Quizá -dijo con ambigüedad- aparezcas escrito tú.

Cayo pensó -un pensamiento de fuego- que tal vez su nombre estaba realmente escrito dentro del pedestal de la estatua. Y si estaba escrito, no podía cambiar. ¿Existía un destino? Y si existía, ¿qué era? Pero aquel pensamiento abrasador se desvaneció como humo, y él se dijo que las palabras de Higinio eran una trampa para descubrir sus proyectos y que aquellos libros habían sido una refinadísima invención de Augusto. ¿Quién podía examinarlos, estando encerrados allí adentro? Solo los consultaban los sacerdotes adeptos, de modo que, en resumidas cuentas, leían en ellos lo que se les antojaba. Pero ¿por qué Augusto, tan terriblemente racional, había interrogado tan a menudo al astrólogo Teógenes? ¿Por qué había acuñado en las monedas su constelación, Capricornio? ¿Por qué había publicado su horóscopo triunfal? ¿De verdad creía esas cosas? ¿O quizá, desde lo alto de su talento, quería que las creyesen los demás y pensaran que era inútil luchar contra él?