Unas semanas después, en octubre, todos los habitantes de Capri, desde el último barquero hasta Tiberio, se enteraron en un momento de que Agripina había muerto en su destierro de Pandataria. Pero nadie le dijo nada a Cayo. Él solo advirtió una alarmante agitación de voces susurradas: todos lo miraban, y en cuanto se acercaba, las conversaciones se interrumpían, los presentes se escabullían.
Finalmente pilló una frase al vuelo: «Solo tenía cuarenta y tres años»; y luego otra más cínica: «No pensaban que moriría». Inmediatamente dio media vuelta y, antes de que se lo anunciaran directamente, aterrorizado por la posibilidad de perder el control, trató de alejarse. Mientras caminaba, era como si apretara entre los dedos un hierro candente. La indignación y la furia eran tales que no veía nada. Su único pensamiento voluntario era petrificar la expresión de su semblante, dominar ese terrible impulso de matar, esconderse, esperar que llegara la noche.
Cuando murió Druso, la noche le había servido para llorar. Ahora se apretaba con las manos los músculos de los brazos hasta dejarlos lívidos; su mente construía imágenes de enemigos torturados que gritaban fuerte e inútilmente. Se refugió en la biblioteca, en un rincón donde no había luz suficiente para leer, pero no se dio cuenta. Alargó la mano al azar, cogió un volumen, volvió sobre sus pasos, consiguió llegar al pórtico, se dejó caer sobre el asiento de mármol.
No le quedaba saliva en la boca. Intentó decirse que estaba solo en la faz de la tierra y que ya no debía preocuparse por nadie. Ya no sufría nadie, cárceles e islas estaban vacías. Solo debía pensar en la venganza. Sentado allí, empezaron a temblarle las manos; con movimientos torpes, desató las ligaduras del volumen y desenrolló el primer trozo. No veía nada. No sabía cuál era su contenido.
De los pisos inferiores de la inmensa villa emergió aquel esclavo griego nacido en Alejandría que se llamaba Calixto. Iba vestido modestamente, de siervo encargado de los trabajos pesados, y de hecho estaba transportando un jarrón. Al llegar a la altura de Cayo César, se detuvo, dejó la carga como si tuviese dificultades para transportarla, la cogió de nuevo y, mientras se incorporaba, le dijo en griego, deprisa, con una voz metálica:
– Me he enterado de cómo han matado a tu madre.
Acto seguido atravesó el pórtico y desapareció por la puerta del fondo cargado con aquel inútil jarrón.
Cayo no dijo una palabra, miró a aquel esclavo marcharse y, con la sensación de que alguien más lo espiaba, bajó los ojos como si reanudara la lectura.
En el sittybos solo vio una palabra: «Calístenes». Un filósofo, o un naturalista, que había viajado a Oriente con Alejandro de Macedonia. Calístenes. Sintió náuseas. Dejó el volumen. Nunca más, en toda su vida, podría tener entre las manos una obra de ese autor. Cerró los ojos. Lo único que deseaba era un trago de agua. Siguió con los párpados cerrados. No era ni de día ni de noche, no había ni luz ni oscuridad, ni ruido ni silencio.
No lo buscaron. Más tarde llegó el joven Helikon.
– Estás temblando de frío -susurró. Lo cubrió con un ligero manto de lana.
Él abrió los ojos y le dijo:
– Tienes que buscar a Calixto.
Se quedó esperando hasta que Helikon regresó.
– Calixto dice que la caída de Sejano había dado esperanzas durante algún tiempo incluso a tu madre…, pero después, la muerte de Druso…
«Te han desgarrado el corazón, lo sé -pensó Cayo, mirando el suelo-. ¿Con qué crueldad te han dicho que tus dos hijos estaban muertos, si yo mismo, aquí, me he enterado de este modo?»
– Dicen que se ha dejado morir -susurró Helikon-. Rechazaba la comida.
«Ha escogido la muerte, lo sabía», pensó Cayo. El supremo valor romano, decir a los enemigos, al destino: «No me tendrás. Decido yo». Como aquel tímido escritor, Cremucio Cordo, al que habían encontrado muerto en su casa, silenciosamente, después de una semana.
Helikon echó una mirada hacia atrás y murmuró:
– Oyeron a Tiberio gritar: «No debe morir ahora, inmediatamente después de Druso». Intentaron alimentarla a la fuerza. -Le costaba hablar-. Y el centurión de guardia la hirió en la cara. Cayo levantó la cabeza, abrió sus ojos claros y dijo:
– Intenta averiguar su nombre.
Helikon encontró su mirada y sintió miedo.
– Calixto me ha pedido que te diga -se apresuró a contestar- que ese hombre no se te escapará. Tiberio ha ordenado que lo dejen defendiendo Pandataria porque así no podrá hablar con nadie de esto.
Cayo se levantó y comenzó a andar bajo el pórtico.
– Es mejor que te vayas -le dijo a Helikon.
Del mar occidental llegaba un viento frío. Cayo caminaba arriba y abajo azotado por ese viento, ajustándose la capa. Pensó que debía sobrevivir a toda costa. «Si mi vida acaba, nadie se vengará de todo esto.» Y resurgían las palabras de Druso: «Nadie sabrá nunca lo que ha sucedido realmente». Llegó hasta el fondo del pórtico, giró sobre sus talones, volvió atrás. En su rostro se había formado una sonrisa vacía, sin sentido y sin objeto. Pasó entre los cortesanos y vio que lo miraban con estupor. Se dirigió a su habitación. Llamó a un esclavo y pidió la cena.
«Non damnatione matris, non exilio fratrum rupta voce», escribiría Tácito. «Ni un lamento por la condena de su madre, por la ejecución de sus hermanos.»
Durante unos meses, Tiberio solo apareció ante él fugazmente y de lejos. Recorría todos los días aquel criptopórtico para bajar a las termas, pero parecía que le hubiera leído el pensamiento a Cayo: su escolta era más compacta y cercana, insalvable. Cayo se sentaba al fondo de la galería y esperaba el momento fugaz de esos pocos pasos lejanos. Tiberio caminaba siempre un poco por delante del séquito, sin hablar y sin volverse. Alto, encorvado, manos fuertes. Solo. ¿Qué fuerzas, qué demonios desataba el poder? ¿Qué sentía el que podía manejarlo?
Lo seguía presuroso, para la audiencia de todas las mañanas -menudo, ralos cabellos grises-, el astrólogo Trasilo, que acompañaba a Tiberio desde los años del exilio en Rodas. Iba siempre envuelto, incluso en verano, en un pallium de lana grisácea. «Es por el frío que coge de noche consultando las estrellas», ironizaban algunos. Pero le temían. Él hacía como que no veía a nadie, vivía en una hierática soledad, aunque sin duda era el hombre que conocía todos los secretos del imperio, y antes que cualquier otro. Influía poderosamente en las decisiones imperiales por las vías más irracionales de la psique, pero tan en secreto que nadie podía citar una decisión inspirada por él. Y decían que pasaba horas en su inaccesible estudio, lleno de papiros antiguos, mapas celestes y constelaciones, realizando complicados dibujos, planos y cálculos.
Años atrás, cuando su poder aún no se había consolidado, alguien le había preguntado riendo cómo podían influir los astros en las acciones de los humanos. Y él había respondido: «Eres idiota si crees que, con lo pequeño que eres, no actúan sobre ti las relaciones entre los miles de misteriosos cuerpos celestes que se desplazan sobre tu cabeza, cuando el paso de un solo cuerpo, la luna, mueve con las mareas todo el profundísimo mar, desde aquí hasta las Columnas de Hércules».
Una hora más tarde, Tiberio salía de las termas, subía de nuevo e iba a tumbarse a la exedra, el punto más inaccesible de la villa, sobre un vertiginoso acantilado, el sitio donde, sintiéndose la espalda protegida por el abismo, llegaba incluso a dormirse.