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Macro dijo que Tiberio había basado la seguridad del poder en las cohortes pretorianas, acuarteladas en el corazón de Roma, junto a las históricas calzadas que conducían al sur.

– Fue una sabia medida.

Mientras hablaba, se preguntaba si el joven comprendía su discurso, porque en algunos momentos parecía asentir por sumisión infantil y en otros, en cambio, parecía que hubiese heredado del abuelo Augusto la capacidad para escuchar ocultando insidiosamente los propios pensamientos.

– Los pretorianos siempre han soportado mal las intrigas de los senadores -dijo-. Y ahora, después de tantas luchas, conjuras y guerras civiles, solo obedecen a sus comandantes.

Y subrayado de ese modo tosco pero claro su poder, Sertorio Macro respiró.

Cayo no dijo nada. Pero, como el vuelo de un halcón, volvió el recuerdo de aquella tarde lluviosa en el castrum del Rin, mientras los tribunos de las ocho legiones de su padre, Germánico, le decían que lo conducirían a Roma con la fuerza de las armas, y su padre callaba.

– ¿Me acompañas a la biblioteca? -le preguntó amigablemente a Macro-. Allí dentro hace un fresco muy agradable.

Macro, que entraba por primera vez en aquella estancia, entornó los ojos en la penumbra.

– Mira -dijo Cayo, pasando los dedos por un estante-, todo esto son obras de astrología. -Macro no mostró ni sorpresa ni reverencia ignorante. Cayo cogió un pequeño codex y, con literario candor, explicó-: ¿Ves esto? Fue Julio César quien lo inventó. Decía que los viejos volumina enrollados resultaban muy incómodos en la guerra.

Se sentó ante el atril habitual después de haberse asegurado de que la biblioteca estaba desierta. Macro también se había dado cuenta y se sentó; y, con impaciencia mal contenida, dijo que él, en cambio, conocía una historia sobre el gran Augusto. Cayo levantó los ojos. No era probable que aquel prefecto de las cohortes hubiera leído alguna vez un libro; si hablaba de historia, significaba algo muy distinto.

– Es un episodio de cuando Augusto tenía veinte años y soñaba con poseer Roma -dijo Macro-. Mis hombres también lo conocen. -Hacía fresco en la penumbra, pero él, en contra de la lógica, sudaba-. A los veinte años -dijo-, Augusto ya había entendido que el odio de muchos senadores le impedía acceder al poder. Por eso, mientras su ejército se dirigía hacia Roma, pensó que el mejor orador que podía mandar al Senado era el centurión Cornelio. -Rió-. Cuando Cornelio, de pie en medio de la Cu ria, vio que los senadores no se decidían a votar, se apartó el sagum hacia atrás, pasándoselo por encima de los hombros. -El sagum, antigua palabra celta, era el tosco y pesado capote de lana que llevaban los legionarios en las campañas, y era de por sí un símbolo de guerra-. Entonces los senadores vieron el gladius que llevaba colgado en la cintura.

Por una ventana entró el sol del último día de agosto. Cayo, todavía frenado por la desconfianza, lo interrumpió:

– ¿Había entrado en la Curia armado?

La pregunta era desconcertante, reducía el famoso golpe de Estado de Cornelio a una cuestión de protocolo.

– Exacto -contestó bruscamente Macro-, y dijo a los senadores que, si ellos no se decidían, las elecciones las haría aquella arma. Los senadores votaron inmediatamente.

– No conocía esos detalles -observó Cayo con tranquila atención de estudioso.

Sertorio Macro buscaba los pensamientos que se escondían detrás de aquella joven y serena rara bien afeitada, con los ojos claros y los cabellos castaños un poco revueltos sobre la frente, y lo asaltó un miedo fugaz. Pero Cayo sonrió.

– Me alegro de que estés aquí. -Los párpados se levantaron, liberaron la sorprendente intensidad de la mirada-. Nunca encuentro a nadie con quien hablar de historia.

– Augusto tenía veinte años en aquella época, cuatro menos que tú -dijo Macro, dejando a un lado la prudencia. La comparación era alentadora, pero también insultante, pese a lo cual Cayo siguió sonriendo. Macro bajó la voz, pero su respiración era agitada-. Tiberio te utiliza como pantalla. Te mantiene vivo para oponerse a los otros pretendientes, pero te odia tanto como odiaba a Agripina.

Cayo se sobresaltó; era la primera vez, desde hacía años, que alguien pronunciaba ese nombre delante de él.

– Cuando Tiberio muera -dijo Macro con brutalidad-, alguien mandará a un centurión para que te mate, como mataron al hermano más pequeño de tu madre a la muerte de Augusto. En cuanto a mí, si consigo vivir, me mandarán a alguna legión en la frontera con los partos o los nabateos.

Se interrumpió. Se preguntaba si el joven era incapaz de comprender o si aquellas funestas previsiones no lo perturbaban porque él también las había hecho.

Y el joven, en efecto, contestó tranquilamente:

– Tienes razón.

Macro lo asió de un brazo.

– Hoy, nosotros dos tenemos algo que no tiene nadie más. Yo tengo las cohortes; si voy a Roma, puedo dominarla. Tú tienes el nombre de tu familia, la gloria de tu padre… Además, eres joven, no das miedo…

Se echó a reír. Cayo también rió, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una estúpida dulzura en la mirada. «No sabéis qué es el miedo -pensó-. Tendréis tiempo para verlo.»

– ¿Y si no lo logramos? -preguntó.

– Te matarán. Y a mí también me matarán. Pero si nos sale bien…

– Tienes razón -dijo Cayo con calma.

– ¿Estás de acuerdo? -lo apremió Macro, dominado por la impaciencia. Al ver que él asentía, preguntó-: ¿Voy a Roma?

– Ve -ordenó él. Era su primera orden, y trató de eliminar de la voz la enorme emoción que lo invadía por dentro.

Enia

Nevio Sertorio Macro era un jinete fortísimo, insensible al cansancio. Sus hombres decían que, pese a los tría nomina, debía de llevar sangre bárbara. Escogía animales tan resistentes y pesados como él, sin problemas de cascos o de patas y que no se espantaran en la oscuridad nocturna, pues le gustaba cabalgar durante horas de noche, bajo la luna, con una incierta luz de antorchas resinosas, como los bárbaros escitas. De modo que dejó en Villa Jovis a su joven, vistosa y ordinaria mujer, Enia, bajó al puerto de Capri y embarcó en la acostumbrada liburna para desembarcar en Miseno y ponerse en camino hacia Roma.

En cuanto la liburna dobló el muelle del puerto, Enia se sentó al lado de Cayo en el ya célebre pórtico de la biblioteca, miró a su alrededor, le metió los dedos entre el cabello, lo despeinó y le hizo cosquillas detrás de la oreja, riendo.

– Llevaba una semana muriéndome de ganas de hacerlo.

Él levantó los ojos del libro sonriendo y pensó que se parecía a aquellas muchachas réticas de las barracas del castrum.

Sin dejar de reír con chabacanería, ella le pasó dos dedos sobre los labios, los presionó un instante con una uña afilada.

– Tengo ganas de jugar -dijo-. Creo que conozco juegos que tú no imaginas…

El hombro del vestido le caía sobre el brazo, como años antes a aquella pobre muchacha, un día de lluvia, en la orilla del Rin.

Él la miraba con su dulce sonrisa, se apartaba un poco, como intimidado. Estaba pensando de dónde había sacado Sertorio Macro a una mujer como aquella para llevarla allí, a la villa del emperador. Olía a perfumes penetrantes y también parecía sudada. Su cuerpo se movía entre la tela; no debía de llevar nada debajo.

Por un momento, dudó de que Macro estuviera a la altura de la empresa si pensaba que una mujer así podía engatusarlo a él, que en la domus de Antonia había estado con esclavas de piel de seda, esbeltas como juncos, educadas por madres que habían sido sacerdotisas de amor en los templos de Siria; a él, que calmaba las tensiones y se abandonaba al sueño entre las puras caricias amorosas de Helikon.