Pidió que le prepararan un caballo. El oficial encargado de la vigilancia de la villa sonrió por primera vez y aseguró que lo escogería personalmente, y no sería uno de esos caballuchos que jadeaban subiendo las cuestas de Capri. Sería, prometió, un caballo adecuado para ir a galope tendido por amplias llanuras y pendientes accidentadas.
Pero de las caballerizas imperiales salió, con arreos púrpura y oro, un caballo soberbio y nervioso, de estructura armoniosa y potente y pelaje de color miel. El oficial dijo a Cayo que había estado preparado desde hacía tiempo para una improbable galopada de Tiberio. Cayo pensó que el que había abierto esa caballeriza intuía algo sobre el futuro. Acarició al caballo, que lo miró con sus intensos ojos húmedos y olfateó su mano. Impulsivamente, con un placer aéreo, montó de un salto. Sintió el estremecimiento amigo del animal bajo su peso.
Y vio que, con una ágil sincronía, se había congregado a su alrededor no la obsesionante escolta de augustianos, sino un pelotón de las milicias de Marina.
– Este territorio es nuestro -declaró el comandante-. Y mis hombres han reclamado ese honor.
Él había aprendido de su padre a interpretar el humor de los hombres que te saludan: estos, aunque aferrados a una orgullosa disciplina, trataban de mirarlo a los ojos, y sus bocas reprimían un grito colectivo. Instintivamente, él saludó, como hacía su padre. Era la primera vez que su brazo se levantaba, libre, en un gesto así. Y ellos, todos juntos, como antes de un enfrentamiento con las naves enemigas, respondieron a la voz.
– Vamos -dijo Cayo, y salió con ellos de la villa.
Todos los obstáculos estaban cayendo. Nadie dijo nada. Simplemente, lo saludaban con una orgullosa complicidad y lo miraban pasar. «Todo está cambiando -pensó él-. Nadie se da cuenta más rápidamente que ellos, porque su vida depende del poder.» Mientras tanto, respondía a los saludos con esa cortesía espontánea que era uno de sus atractivos, que parecía producto de una juventud inocente y que, en cambio, él había construido en sí mismo a lo largo de años de asfixiante humillación.
Puso el caballo al galope por el golfo, en dirección a Baia, más libremente a medida que se alejaba de la morada de Tiberio. A sus labios acudió el nombre de aquel querido mannulus dejado a orillas del Rin.
– ¡Vamos, Incitatus! -Lo repitió, inclinándose sobre las orejas del caballo-. Incitatus.
El animal respondió con generosidad, con una rítmica tensión de sus fuertes músculos. Junto al compacto adoquinado de la vía que pasaba bajo los cascos del caballo, desaparecía el pasado. La sensación era embriagadora. En los bordes de la vía, todos seguían parándose y saludando.
Sobre el promontorio que se alzaba en el centro del golfo, sola sobre una roca imponente al final de las curvas de una subida, se extendía la villa -una de las muchas moradas imperiales- desde la que todos decían que se contemplaba el panorama más bello jamás diseñado por los dioses en la tierra y en el mar. Llevaba años deshabitada, pero cuando ellos llegaron a la cima, el intendente y los siervos ya estaban sobre aviso. La villa era sencilla y espléndida: un gran salón en cruz griega comunicaba, en los cuatro lados, con cuatro salas más pequeñas donde grandes aberturas enmarcaban cuatro diferentes y fascinantes vistas.
Cayo se encaminó hacia la terraza. Bancos de calina velaban el horizonte. Le pareció distinguir Capri, la prisión alta y rocosa de la que acababa de escapar. Después vio que en el mar, a la derecha, pasado el promontorio de Miseno, se extendía la verde y alargada isla de Prochyta, es decir, Prócida, y más lejos la cima del monte Epomeo, en la isla Aenaria, que siglos más tarde llamaríamos Ischia. Ese monte estaba cubierto de árboles, y mirando sus laderas, suaves y fértiles, nadie imaginaría que era un volcán. Cayo miró más allá, pero la bruma no permitía ver nada, y al final pensó que era inútil buscar aquella otra isla, más lejana, que se llamaba Pandataria.
Bajó los ojos: por todos los vastos campos, entre la espesa vegetación, se veían las bocas de los antiguos volcanes apagados, algunas repletas de arbustos, otras devoradas en parte por el mar y reducidas a pequeños golfos. A sus pies se abría un pequeño lago redondo que había sido un cráter. Lo separaba del mar una estrecha barrera de lava solidificada donde había sido excavado un canal de navegación. Alrededor se apiñaban las villas más bonitas del imperio. Los Campi Phlegraei, los míticos Campos de Fuego, serpenteaban desde la ensenada, abajo, hasta las últimas ramificaciones de Neápolis, arriba. Sin embargo, una última y vastísima boca de volcán se había transformado siniestramente en un lago oscuro e inmóvil que exhalaba bocanadas de niebla. Y sin haberlo visto nunca, Cayo reconoció las pavorosas descripciones de los poetas: «El lago Averno, la selva de Hécate, la Aquerusia subterránea», decían. Allí abajo, según las antiguas mitologías, se abría el reino de los muertos.
– Mira allá abajo, sobre el promontorio -indicó el oficial en voz baja y con precisión, como si señalara un blanco-, la villa que fue de Calpurnio Pisón.
La suntuosa villa de los Pisones, la familia del que había envenenado a Germánico en Siria, se alzaba al final del golfo. Cayo César la miró en silencio y luego dijo al oficiaclass="underline"
– Gracias por habérmela enseñado.
Pensó que en aquella olímpica residencia, entre los grandes árboles, los mármoles, las estatuas griegas y las termas privadas, se estaba deslizando la inquietud. «Ahora les toca a ellos empezar a perder el sueño y darse cuenta de lo larga que es la noche.»
V El nuevo imperio
… el poder es un águila que vuela en el cielo de verano.
CAYO CÉSAR AUGUSTO GERMÁNICO
de las Epistulae (perdidas)
La villa de Miseno
El decimosexto lluvioso día de marzo, en la desolada penumbra de la villa de Miseno, un grupo de personas ansiosas -pero no por sentimientos de amor- oyó, anunciado por la voz solemne del arquíatra imperial, que aquella respiración agonizante al otro lado de la puerta entornada había sido el último suspiro de Tiberio después de veintitrés años al frente del imperio.
Cayo estaba en la antesala, de pie, desde que los médicos habían susurrado a Sertorio Macro que el emperador no llegaría a la noche. Había rechazado las inesperadas atenciones de algunos libertos y no se había asomado en ningún momento a la habitación imperial; se había limitado a contemplar la larga espera de Macro en aquel umbral, de pie también él.
Había apartado una cortina para mirar el exterior y había visto que aún era de día: cuchillas de luz atravesaban las hinchadas nubes marinas. Y después había visto, bajo el pórtico vigilado por aquellos pretorianos inesperadamente llegados a Miseno, que esperaba, sujeto por las riendas, el caballo preferido de Sertorio Marro: estaba inquieto, no soportaba el bocado, piafaba de vez en cuando con sus anchos cascos.
Y mientras Cayo miraba el caballo, que, sin saberlo, estaba esperando que muriese el emperador, de aquella habitación surgió una emocionada confusión de lamentos y exclamaciones. Entonces se volvió. Por encima de las numerosas voces, destacó de golpe la ruda y violenta de Sertorio Macro:
– Precinta los aposentos imperiales, monta guardia en la villa, impide la entrada y la salida de cualquiera -ordenaba sin vacilar al praepositus militum.