Con aquel muerto en la habitación, impartía órdenes gritando. Y nadie reaccionaba.
Cayo empezó a acercarse. El planetario poder de Tiberio se había hecho añicos como un cristal que cae al suelo. Macro ordenó al intendente de la familia Caesaris que se ocupara de las cuestiones funerarias.
– Llama a los libertos, viste de púrpura ese cadáver.
El intendente, que en un momento se había visto prisionero con toda la corte, asentía confuso. Cayo continuaba acercándose, y de pronto se percataron de su presencia y, por primera vez, todos le abrieron paso.
Macro también lo vio y se le encendieron los ojos. Lo saludó militarmente, con ostentación, y dijo en un tono de voz muy distinto:
– Si me lo permites, me voy.
Cayo asintió. En ese breve espacio de tiempo, los pretorianos ya se habían apostado en todos los accesos de la villa y habían ocupado la torre de señalización para interceptar los mensajes. Macro salió ruidosamente con sus guardaespaldas, mientras los cortesanos de Tiberio se hacían a un lado.
Cayo volvió la espalda a la habitación donde yacía el emperador muerto y, sin dirigirle una mirada, se alejó. Inmediatamente, otros pretorianos le abrieron paso y lo acompañaron. Tras años de inermes angustias y humillantes cautelas, recuperó la sensación más alta que ofrece el poder: la invulnerabilidad. Escoltado de esta forma, llegó a la terraza a tiempo para ver a Macro montar a caballo con considerable destreza y, flanqueado por los suyos, lanzarse por la pendiente hacia el mando de la base naval.
Allí, el prefecto y los oficiales de la Classis Pretoria Misenatis, adheridos desde hacía tiempo a su proyecto, reunieron en el acto a las tripulaciones.
En dos palabras, Sertorio Macro anunció el suceso:
– Tras un gobierno cuya duración es de todos conocida, Tiberio ha muerto.
Los hombres acogieron la noticia en un silencio sombrío y permanecieron a la espera.
Tomó entonces la palabra el prefecto, quien, inaugurando un procedimiento expeditivo -destinado a ser repetido con frecuencia en las elecciones de los futuros emperadores-, bruscamente y sin dedicar unas palabras al muerto, se declaró seguro de conocer el pensamiento de sus marineros.
– Esperan, desean -gritó- la elección de un hombre que reconozca por fin los méritos y las necesidades de las gloriosas fuerzas navales.
Los hombres respondieron con una ovación. Y él dejó caer impetuosamente el nombre de Cayo César Germánico, nieto del mítico Marco Agripa, el marino más grande que había servido a la República, el hombre sobre cuyas sienes, según el suntuoso latín de Virgilio, resplandecía la corona de los espolones arrancados al enemigo. «Cui tempora navali fulgent rostrata corona.»
La villa imperial, en la cima del promontorio de Miseno, dominaba el inmenso puerto, de modo que el súbito y larguísimo grito de miles de bocas aclamantes llegó a la terraza como un trueno bajo las nubes. Cayo entró lentamente en la sala de las audiencias y esperó.
Macro apareció, triunfal, con el prefecto y el grupo de oficiales entusiastas que se había incorporado por el camino. Invadieron la sala y todos juntos, con entusiasmo, lo aclamaron emperador y le brindaron el saludo que, en todo el imperio, durante veintitrés años solo había recibido Tiberio.
Por recuerdos familiares, por herencia de sangre, Cayo lo reconoció y sintió la emoción más intensa de toda su vida. Ese primer pronunciamiento entusiasta ponía de golpe en sus manos a decenas de miles de hombres armados, le daba las rutas del mar que unían Roma con sus provincias mediterráneas, el vital suministro de grano de Egipto. Era, en suma, el asalto al poder; podía convertirse en triunfo o en cruel derrota.
Pero ni por un instante sintió miedo; en sus veinticinco años, había caminado con frecuencia al lado de la muerte. Y por primera vez, su voz brotó libre.
– Os juro por la memoria de Augusto, de Agripa y de Germánico que daré la vida con tal de que vuestra fidelidad no se vea decepcionada.
Era una frase breve, pronunciada de un tirón, como todas las declaraciones pensadas para que los historiadores futuros las transcriban.
Los oficiales, que estaban jugándose la carrera, respondieron con un entusiasmo instintivo. «Los lobos reconocen el gruñido del jefe de la manada», había dicho decenios atrás Marco Antonio, que conocía bien el dominio físico sobre los hombres de sus legiones. Pero en el semblante de Macro la exultación se mezcló con la sorpresa. Y ninguno de ellos sabía de qué infierno estaba liberándose el que había hablado.
Cayo observó fugazmente los rostros ansiosos, las miradas y los movimientos desorientados de los antiguos cortesanos que, indiferentes, insolentes o sádicos hasta entonces, ahora temblaban visiblemente ante aquella repentina irrupción de fuerza militar.
E inmediatamente, en aquella atmósfera de golpe de Estado, Sertorio Macro anunció por segunda vez:
– Me voy.
Cayo César salió de nuevo a la terraza. Adondequiera que se dirigiese, en la ciudad vigilada como un castrum en tierra bárbara, todos los ojos estaban constantemente encima de él. Si daba un paso, el movimiento se propagaba como una onda entre la escolta, los funcionarios, los libertos, los esclavos. Bajo las nubes cargadas de lluvia, miró a Macro ponerse en marcha con su escuadra de excelentes jinetes de toda confianza y devorar millas, pues al final de aquel trayecto se apoderaría del imperio.
La elección
Macro llegó a la ciudad en plena noche, tomó una copa de vino y arrancó precipitadamente del sueño a las cohortes pretorianas, tal como había hecho para liquidar a Sejano. Todavía estaba oscuro cuando despertó a los cónsules, los puso sobre aviso y llegó a un acuerdo con ellos antes de que la noticia de la muerte agitase la ciudad. Luego se dirigió a la Curia, adonde los senadores, despertados con sobresalto, acudían jadeando, topándose en todas las esquinas y delante de todos los edificios públicos con inesperados manípulos de pretorianos.
Muchos senadores estaban todavía en la puerta cuando Macro, antes de que nadie hablase, anunció que «tras una larga lucha con la enfermedad, el emperador Tiberio ha expirado ante mis ojos». Y presentó el testamento «que ha sido depositado en mis manos en la habitación imperial».
Verificaron los sellos, abrieron la plica y la leyeron solemnemente. Y nadie salía de su asombro al enterarse de que el emperador muerto declaraba herederos conjuntos de su inmenso patrimonio a Cayo César, el hijo del asesinado Germánico, y a un sobrino suyo adolescente llamado Tiberio Gemelo. Y todos, optimates y populares, comprendieron que era una indicación expresa.
«Un duumviratus de transición», susurraron los optimates, disimulando su entusiasmo: un gobierno débil y dividido, es decir, sometido al peso de su mayoría. Pero entre los populares, que eran minoría, se extendió en cambio una ira impotente. «Roma no soportará a un segundo Tiberio.» Todos sabían que a aquel patrimonio, incalculable de tan vasto, habían ido a parar poco a poco las grandiosas riquezas de Augusto, las pingües propiedades confiscadas a Marco Antonio y a sus partidarios derrotados, las inagotables rentas de la provincia de Egipto. «Pero también han sido vergonzosamente absorbidas las propiedades de Julia, muerta en la miseria en Reggio, y las de sus amigos -gritaron-. Y han sido incluidos los bienes de los condenados por la ley De majestate, las confiscaciones sufridas por Agripina y por sus hijos ejecutados, o sea, incluso el patrimonio de Germánico.» Y el escarnio quizá dolía más que el expolio económico.
Mientras en la Curia bullían los comentarios y los líderes, rodeados por sus seguidores, intentaban preparar sus estrategias, un senador -que no se había sorprendido porque hablaba todos los días con Sertorio Macro- declaró, pensativo: