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– Tiberio ha estado mucho tiempo enfermo. Es preciso saber en qué condiciones ha sido redactado ese testamento.

Todos comprendieron que esa duda era como una piedra arrojada contra un avispero.

– El último que ha visto vivo al emperador es el prefecto Macro -añadió el senador.

Sertorio Macro -con sus hombres armados al otro lado de la puerta «como protección y defensa de los senadores»- declaró bajo juramento:

– He estado a su lado día y noche. Este testamento ha sido redactado en condiciones de incapacidad.

Hablaba un latín tosco y plagado de incorrecciones, pero aquellas palabras, sugeridas por un fino jurista, eran exactas y estaban cargadas de consecuencias. En la Curia se extendió una alarmada agitación, y Macro vio que era el momento de presentar a aquel célebre y cotizado médico que había escuchado las balbuceantes palabras de Tiberio en Capri.

– Desde hacía tiempo -declaró este, con la autoridad que le otorgaba la ciencia-, en la gran mente del emperador se habían producido daños irreparables.

Ninguno de los presentes estaba en condiciones de rebatir la afirmación, pues no veían a Tiberio desde hacía años, y un senador intervino para pedir que ese testamento fuera declarado inválido.

Los senadores, desconcertados, discutieron brevemente el asunto, pero al final, lanzando miradas a los movimientos de las cohortes pretorianas y a la multitud que, de todas las regiones de la ciudad, estaba acudiendo al Foro, confirmaron que el testamento era totalmente inválido. El inmenso patrimonio del sobrio e intransigente Tiberio pasó a formar parte de los bienes imperiales y, por lo tanto, destinado en su totalidad a pasar a manos del futuro emperador. El sobrino adolescente no heredaba nada y la escena política quedaba vacía.

A continuación, los seiscientos senadores, supremos guardianes de la República, debían elegir al que -como había sido el caso de Augusto y Tiberio- tendría en sus manos gran parte del delicado poder de gobierno: el princeps civitatis, el emperador. Pero la asamblea estaba desgarrada sin esperanza por los antiguos odios y las facciones contrapuestas: optimates y populares. Se había convertido en una trinchera que continuaría dividiendo durante mucho tiempo, y más o menos del mismo modo, todas las asambleas políticas del planeta.

– Seiscientos lobos -masculló entre dientes Sertorio Macro, mientras se retiraba para dejar que la asamblea celebrara la votación secreta. Aquella manada de lobos, como había dicho con acierto Tiberio «antes de que su mente se oscureciese», estaba agazapada en los escaños, y parecía la ceremonia de una solemne elección-. Pero en realidad es una trampa para arrancarse uno a otro la presa de entre los dientes, como los lobos marsos. -Y esperó al otro lado de la puerta, haciendo formar a sus cohortes.

Mientras tanto, una multitud cada vez más nutrida presionaba alrededor de la Curia, protestando. Tal como Macro había previsto, los senadores oían gritar el nombre del asesinado Germánico y el de su único hijo superviviente, el joven Cayo César.

– Y los pretorianos no intervienen -susurró uno con inquietud.

La preocupación se extendía.

– Se está preparando una revuelta.

Por situaciones similares, en el pasado habían estallado guerras civiles en las que las facciones se habían enfrentado durante años.

Entonces alguien comentó en voz baja que la historia del testamento declarado inválido basándose en el testimonio de Macro -«testimonio armado», puntualizó- demostraba peligrosamente que las cohortes pretorianas, férreas, violentas dueñas de Roma, apoyaban a Cayo. Era el momento propicio para hacer correr de escaño en escaño la noticia de que:

– Mientras nosotros creíamos, por obra del zafio pero temible Sertorio Macro, que Tiberio seguía vivo, ese joven, Cayo, silenciosamente inmóvil en Miseno, ya controlaba la armada del Mediterráneo occidental, la poderosa Classis Praetoria Misenatis.

Y otros añadieron que, con el prestigio de tanta historia familiar, «ese joven» conseguiría fácilmente que las legiones se sublevaran en su favor.

– Es el único hombre en todo el imperio en el que viven juntas la sangre de Augusto y la de Marco Antonio.

La pesadilla de las antiguas matanzas, con los procesos y las listas de proscripciones que las habían seguido, todavía estaba viva, y la experiencia había hecho a los nietos menos sanguinarios que los abuelos. Por eso, en uno y otro partido, cuantos estaban deseosos de volver pacíficamente a casa buscaron un rápido acuerdo.

Desde el exterior, Sertorio Macro oyó que las voces se aplacaban y sonrió para sus adentros, con su cruel experiencia montañesa: así se apagaba el aullido de los lobos cansados cuando la presa escapaba. De hecho, en la Curia estaban diciendo, razonablemente, que la juventud prestigiosa pero inexperta, dócil y, según la opinión generalizada, un poco necia de Cayo César podía convenir a todos. Y, tras algunas inquietas reflexiones, todos se pusieron de acuerdo.

Un solo senador, Lucio Arruntio, perteneciente a una antigua y obstinada familia cremonesa, se levantó y, en el denso silencio de la sala, declaró:

– A vuestro candidato le falta edad para ese enorme poder. Sé que soy el único que tiene valor para decirlo -dijo, mirando alrededor.

Normalmente, sus intervenciones, calculadas y temibles, pillaban a todos por sorpresa. Su voz era un amasijo de sonidos cortantes, siempre grave, con frecuencia irónica. Pero ahora amigos y enemigos lo escuchaban en medio de un silencio irritado, porque, aunque con muchos esfuerzos, por fin se habían puesto de acuerdo.

– La juventud de Cayo César, frente a nosotros, viejos senadores, es un privilegio. Significa que, con el gran nombre que lleva, tendrá muchas oportunidades en un futuro que me parece todavía lejano. Pero hoy por hoy pienso que todos estáis de acuerdo conmigo en que no ha podido adquirir una experiencia adecuada al lado de Tiberio, al que ahora muchos de los presentes declaran detestar tan profundamente. ¿0 acaso queremos -preguntó- un gobierno del estilo del que por fin ha terminado?

Los senadores lo miraban en silencio y él añadió que no quería decir que el joven no estuviera suficientemente capacitado.

– No lo conozco bastante -confesó con ironía-porque en la práctica hasta ahora no ha hecho nada. Pero el imperio -concluyó- no es un terreno para realizar semejantes experimentos. -Y con la misma voz sin matices, manifestó su voto firmemente contrario.

Sin embargo, en el lado opuesto se levantó otro senador, que declaró oportunamente con desprecio:

– Este discurso sobre la edad ofende la sagrada memoria de Augusto, que fue elegido a los diecinueve años.

Todos los demás se sumaron a su indignación. Así pues, cuarenta y ocho horas después de la muerte de Tiberio, el 18 de marzo, como sabemos por los Acta Fratrum Arvalium, los senadores eligieron a Cayo César Germánico princeps civitatis, el primero de los senadores. Es decir -excelsa invención de Augusto-, el primero que manifestaba su intención de voto; en la práctica, la máxima influencia sobre la asamblea.

Era casi de noche en la villa de Miseno cuando Cayo se enteró. Lo informó la potente voz de un oficial que había descifrado en la oscuridad las señales luminosas de la torre de la mansio más cercana. Y antes de que en la base naval esa voz se convirtiera en un frenético fragor de gritos, toques de corneta, muchedumbre en las calles, aclamaciones, él, en su último instante de soledad, pensó que el mensaje se estaba difundiendo con la misma arrolladora progresión por todas las provincias del imperio.

Al cabo de un momento irrumpió en la sala el prefecto de la Classis Praetoria Misenatis con todos sus oficiales exultantes, y se cuadraron ante él con el saludo que esta vez le correspondía de verdad. Él respondió al saludo y al anuncio del prefecto con el rigor oficial, pero inmediatamente después, obedeciendo a un impetuoso impulso juvenil, lo abrazó. Y vio -máxima señal de absoluto dominio- que los ojos de aquellos combatientes implacables y decididos brillaban. Luego, la escolta imperial se congregó a su alrededor y lo separó del resto de los hombres.