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Un lento y solemne cortejo se puso en camino hacia Roma con las cenizas de Tiberio, a quien los astros habían anunciado que no regresaría vivo a Roma. Cayo César, el princeps recién elegido, rodeado de los atléticos augustianos con sus corazas plateadas, lo escoltó, al igual que veintitrés años antes Tiberio había acompañado los restos de Augusto. Pero ahora, en las ciudades por las que pasaban, la población miraba como una señal de los dioses al único superviviente de la familia asesinada acompañar en su último viaje al asesino. Y la acogida del pueblo no fue la sombría y severa reservada a un difunto -en el que nadie pensaba-, sino el triunfo del joven vivo que lo seguía. En un rito austero, sin boato, la urna de Tiberio fue introducida en el mausoleo de Augusto mientras todos miraban en un riguroso silencio. «Un puñado de cenizas -pensaban-, y ya no atemoriza a nadie.» Era el vigésimo día de marzo.

Inmediatamente después, los senadores se reunieron en la Cu ria para determinar los títulos y los poderes del nuevo princeps. La lúcida sagacidad de Augusto había modificado y creado año tras año, mediante intrincadísimas leyes, una serie de antiguos y nuevos cargos para consolidar su poder personal, pero lo había enmascarado bajo el sutil engaño de frecuentes elecciones por parte de los senadores. Y muy pronto eso se había transformado, para él y para Tiberio, en una especie de monarquía.

Aquel día, las dos feroces facciones senatoriales -a espaldas la una de la otra- planearon la misma estrategia: conceder grandes poderes formales al «dócil e ingenuo» Cayo César, a fin de que, hábilmente manipulado, fuera posible conseguir que adoptara disposiciones que, de tener que ser discutidas entre los senadores, encontrarían una oposición insuperable.

Pese a su juventud, lo eligieron pater patriae y augustus, es decir, persona sagradamente protegida por las leyes; y pontifex maximus, jefe de la religión de Estado; y -lo más importante de todo imperator, supremo comandante del ejército. O sea, le concedieron, con sorprendente concordia, el ius arbitriumque omnium rerum, la más alta autoridad prevista por las leyes, con la secreta certeza de conservarla en sus manos.

En un ambiente cargado de estas nobles esperanzas, el joven emperador entró por primera vez en la Curia. El amasijo de emociones, recuerdos, venganza y orgullo lo abrasaba, pero a los senadores que lo escrutaban les pareció tímida e inexperta vacilación. Él escuchó, inmóvil, la proclamación oficial, oyó conscientemente las palabras que dejaban caer sobre sus hombros, como un manto, el mayor poder del mundo conocido. Otros, en el futuro, en momentos similares sentirían que las piernas les fallaban. Él respiró hondo; a los senadores, su expresión les pareció pura, absorta, casi perpleja. Luego le tocó a él responder, y la temible y experta asamblea se concentró en escucharlo, pues los primeros rasgos de su yo comenzarían a revelarse.

Así, tras las ya lejanas exequias de la Noverca, oyeron su voz. Y descubrieron que no se parecía en nada a la adolescente y temerosa voz de entonces, y que se difundía con claridad. Comenzó, como era debido, dedicando unas palabras en honor de Tiberio, pero fueron palabras prudentes y bastante breves, de modo que gustaron a todos, pues nadie lloraba a aquel muerto. Aquellos cultos patricios advirtieron que la pronunciación latina era clásica, elegante. Conmovido, uno de los más viejos observó:

– Me recuerda a Augusto.

Y en efecto, inmediatamente después la hermosa y joven voz evocó a los grandes de su sangre, la mítica familia Julia: Julio César, Augusto, Agripa, Germánico. Populares y optimates constataron con alivio que no había nombrado a Marco Antonio ni para reprobarlo ni para compadecerlo, poniéndose gentilmente por encima de las partes.

– Frases construidas en el estilo ático, sencillo y sobrio -comentó en un susurro otro, que se acordaba de las lecciones ciceronianas-, ni rastro de asianismo… Pero ¿quién se las habrá escrito?

Mientras, después de aquel arrebato de orgullo dinástico, el joven emperador daba las gracias a los senadores por los numerosos títulos. Pero inmediatamente después añadió, con reposada elegancia, que no haría uso de ellos.

– Es mi deseo y mi intención -declaró- gobernar solo de acuerdo con la voluntad de los senadores, aquí donde se reúnen, por edad, experiencia y sabiduría, los grandes de la República.

Dicho esto, concluyó rápidamente. Todos se alegraron de haber acertado.

La bien calculada modestia de esa decisión fue confirmada por la primera moneda del nuevo imperio, en la que él no quiso que, junto a la fecha de su elección, figuraran aquellos soberbios títulos.

Adlocutio cohortium

Rodeado por los entusiasmados senadores -todos lo acariciaban con la mirada como el logrado, magnífico producto de sus alquimias políticas-, el nuevo emperador se dirigió a la tribuna que se alzaba en medio del Foro Romano, por donde desfilarían las cohortes pretorianas y donde él pronunciaría su primer discurso oficial, es decir, las palabras secretamente pensadas en Miseno, en la terraza azotada por el viento. En la barandilla de la tribuna destacaban los espolones de bronce, los rostra, de una batalla naval ganada tres siglos antes. Por consiguiente, era el lugar sagrado de los discursos más históricos: Julio César y Augusto la habían convertido en símbolo de la gloria de Roma.

Mientras subía, el joven emperador recordó, por un extraño juego de la memoria, que a la pobre Julia, la hija de Augusto, la habían acusado de haber protagonizado un escándalo público, con sus alegres compañeros, en aquel improbable lugar. Pero la acusación había mezclado tan hábilmente libertinaje privado y profanación del sitio sagrado que media Roma se había indignado sin percatarse de lo ridícula que era. El pensamiento formó en los labios del joven emperador una sonrisa sarcástica que todos, al ignorar lo que pensaba, interpretaron como emoción juvenil.

Entretanto, evolucionando con una sincronía perfecta -en esa disciplina se notaba la mano dura de Sertorio Macro-, las cohortes pretorianas cerraban filas ante los Rostra. Y cuando el emperador recién elegido tomó la palabra, saludándolos como defensa y seguridad de la República, militares y magistrados se prepararon para la consabida retórica de los discursos conmemorativos, mientras que los senadores, tras la experiencia de su intervención en la Curia, se mostraban un poco menos distraídos. Sin embargo, todos se fijaron en que no leía y no tenía ningún escrito en las manos. Y todos se sobresaltaron cuando, inopinadamente, él prosiguió recordando que el testamento de Tiberio había sido declarado inválido; y, a aquellos hombres armados e inmóviles que se sentían dueños de Roma, les anunció con voz serena que, al ser inválido el testamento, se perdían los legados en dinero que Tiberio había establecido para pretorianos y legionarios. Acto seguido anunció con inocencia las cifras de las donaciones perdidas: doscientos cincuenta y treinta denarios per cápita respectivamente.

Mientras hablaba, vio que un estremecimiento recorría sus filas, vio a Macro ponerse rígido. El silencio alarmado pasó entre los senadores, que, solemnes con sus togas, miraban petrificados porque, concentrados en sus intrigas, ninguno había pensado en ese peligrosísimo aspecto del testamento anulado.

Sin embargo, tras una angustiosa pausa, la joven voz declaró:

– Si bien, debido a esta última y cruel enfermedad, la voluntad testamentaria de Tiberio es legalmente inválida, su bien conocido amor por los pretorianos, su reconocimiento de sus largos esfuerzos no puede ser anulado.