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En las provincias orientales y en los estados colindantes, que después de la benévola sensatez de Germánico habían sufrido el opresivo dominio de Tiberio, despertaron esperanzas de tiempos distintos. Embajadores de todas las provincias, de todas las ciudades, de todos los estados sometidos o aliados, de Tracia, Ponto, Armenia y Cilicia le recordaron que lo habían visto de pequeño con su maravilloso padre. «Una oleada de festejos como jamás se había visto en el imperio», se escribió. Pero nadie imaginaba que era también un presagio de tragedia, porque en Roma, en cambio, muchos empezaron a estar molestos.

Mensis Julius

Una nube de siervos, guardeses e intendentes corrió al monte Palatino y se afinó en preparar los palacios abandonados para recibirlo. Lo escoltaron, como primera etapa, a la Domus Tiberiana, que él no había pisado nunca. Abrieron la gran puerta de bronce, y le pareció que en el interior todo estaba oscuro. Distinguió dos confusas filas de columnas, sombras de estatuas, una especie de escalinata. Tuvo la sensación de que lo envolvía un olor horrible, tóxico, que se agarraba a la garganta. Nada más dar un paso, lo asaltó la idea de que abajo, en algún punto, se abría la cárcel donde había muerto su hermano Druso y con un gesto se negó a continuar. Los cortesanos pensaron que lo paralizaba el odio; pero no era eso, sino el terror de revivir la experiencia de Pandataria.

A pocos pasos de allí, su mirada encontró la sepulcral residencia de Livia, la Noverca, donde había estado recluido un año.

– Cerrad todas esas puertas -ordenó, y pasó de largo.

Luego le abrieron los legendarios y modestos aposentos privados de Augusto. Él los recorrió con la mezcla de orgullosa familiaridad y de doliente rencor que ese recuerdo llevaba aparejado. Sintió alivio al salir.

– Hay que conservar estas estancias intactas para la historia -dijo.

Por fin entró gloriosamente en el soberbio palacio imperial, sede oficial del poder en la época de Augusto. Caminar por la espléndida inmensidad de las salas, que él no había visto nunca, producía una triunfal sensación de posesión, como entrar en una ciudad conquistada. Sin embargo, al mismo tiempo le caía encima aquel silencio vacío de décadas. Y el peso de los recuerdos se filtraba por las paredes como si fuese agua.

De pronto, todos los ojos se clavaron ansiosamente en él, y quien no podía acercarse preguntaba a los demás. Viejos y expertos funcionarios imperiales -todo el ordenadísimo aparato construido por Augusto y reforzado por la vigilante dureza de Tiberio- dijeron que enseguida había intentado conocer lo máximo. posible de la eficiente máquina que mantenía unido el imperio. Había escuchado, preguntado, leído, reflexionado; y sonreído. Y todos profetizaron de consuno que su gobierno sería tranquilo y maleable.

El día que bajó del Palatino y se dirigió a la Curia para el primer acto público fundamental, el discurso programatico, el bochorno estaba estancado sobre las colinas de Roma y el viento del mar no llegaba a lamerlo. Era el primer día de julio, el implacable mensís Julius. En los sencillos tiempos de la República, como el año empezaba en marzo, lo habían llamado simplemente Quintilis, quinto mes. «Pero con julio César -había escrito cáusticamente alguien- la divinidad de la estirpe Julia se extendió también sobre los meses.» (Y pasados los siglos se sigue llamando julio, luglio, juillet, July.)

Entre los senadores que llegaban a la Curia en pequeños grupos despreocupados, conversando, de golpe cundió un inesperado miedo. En la escalera de la sala, un temeroso funcionario susurraba a algunos influyentes optimates que el joven emperador había preguntado por las actas de los procesos incoados por Augusto contra Julia y sus amigos, y por Tiberio contra la familia de Germánico y sus partidarios. Esos procesos habían sido un siniestro asunto secreto y solo se habían publicado -y no siempre- las sentencias.

– Pero hemos encontrado muy pocos documentos -balbucía aquel hombre-, y desordenados.

La noticia paralizó a los que la oían en mitad de la escalera, y con angustiada esperanza se preguntaron unos a otros si esas actas habrían sido destruidas por una providencial orden de Tiberio. Sin embargo, los que habían conocido al anterior emperador de cerca replicaron que este no había destruido nunca nada.

– Decía que, para matar a un hombre, son más útiles tres líneas que un puñal.

Subían despacio, cambiando impresiones. Y surgían las sospechas.

– ¿Quién se ha movido por estos palacios, por los archivos del Capitolio, desde el alba en que se tuvo conocimiento de la muerte ele Tiberio hasta el momento en que elegimos a Cayo César? ¿En manos de quién han acabado los documentos del tremendo proceso contra Agripina y su hijo Nerón? ¿Y los del proceso contra Druso, contra el tribuno Silio, y contra Tacio Sabino, y contra…?

Entre los jueces y los testigos de aquellos crueles procesos figuraban prestigiosos y respetados senadores que ahora, mientras tomaban solemnemente asiento en los escaños, se descubrían peligrosamente inermes. «Estamos expuestos al chantaje de hábiles adversarios desconocidos», pensaban. Y algún otro profetizaba:

– El que tenga esos documentos, los pondrá sobre la mesa cuando le convenga.

Trataban de tranquilizarse con el cuento del muchacho tonto, perdido en una polvorienta cultura libresca, que nunca se había ocupado de los asuntos familiares. Pero alguien advirtió:

– Recordemos que su primer viaje fue a Pandataria.

Así pues, los senadores tenían buenas razones para concentrar toda su atención en el joven emperador cuando este llegó al asiento que había sido de Tiberio, que habían visto vacío durante once años y cuyos paños y cojines nuevos llevaban ahora los gloriosos colores de la soberbia familia Julia. Y, mientras él posaba las manos en los apoyabrazos, se preguntaban quién, dada su juventud, falta de madurez e inexperiencia, había escrito el programa fundamental de gobierno. Pero, como nadie podía responder, todos desconfiaban de los demás.

El primer y sobrecogedor anuncio del mensaje imperial -después del ritual saludo inicial- fue precisamente que se había descubierto una estructura ramificada de espionaje y había aparecido un inesperado, aunque desordenado, archivo de documentos secretos. La Curia quedó paralizada en un silencio angustioso. Sin embargo, el joven emperador declaró con dulzura:

– No he querido leer ninguno de esos documentos. No quiero saber nada de eso. -Un irrefrenable murmullo corrió entre los senadores-. Esos escritos -prosiguió él- pertenecen al pasado. Serán quemados. Y no necesitamos confidentes, los despediremos.

Mientras él hablaba, una masa de miedos se diluía en alivio. Aplaudieron impetuosamente, callaron. No obstante, alguien se preguntó si aquella magnánima declaración no sería la más siniestra de las insidias. «No ha dicho qué documentos son ni cuántos hay.»

Pero él, cambiando el tono de voz, anunció que muchos eran, en cambio, los problemas en los que era preciso trabajar. Dijo que había descubierto que el gasto público había sido en gran parte un asunto imperial secreto, y declaró que a partir de ese momento se publicaría un riguroso y transparente balance. Dijo que el yugo del poder central sobre las provincias era económicamente pesado y a menudo estaba en manos de funcionarios codiciosos o corruptos, añadió que confiaba en la ayuda de los senadores para suavizarlo y recordó la obra de su padre, Germánico. Dijo que la concesión de «ciudadanía romana» había sido hasta entonces muy limitada y había dividido a las poblaciones del imperio entre una privilegiada y protegida minoría y vastas mayorías indefensas.