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A menudo, después de hacer el amor, mantenían aquellas largas conversaciones que no conducían a ninguna parte. Con ella, Cayo hablaba sin máscara ni reticencias. No era romana, no buscaba privilegios, y no le tentaban la ambición ni el dinero. Confidente atenta y discreta, sólo ella estaba al corriente de su secreto, y él sabía que no se lo contaría a nadie.

Enia se durmió de repente, a la manera de los niños. Con los ojos abiertos, él escuchaba su suave respiración. La belleza y el afecto de la joven apenas servían para moderar la desdicha del emperador. Para él nunca existiría más que una mujer en el mundo, una felicidad, aquella que había disfrutado hasta el día en que Antonia los había sorprendido. ¡La maldita vieja lo había mancillado todo, lo había estropeado todo! Por culpa de su denuncia, Tiberio los había separado.

Se volvió de costado, esperando sin mucha fe que le fuera concedido un poco de sueño. La flauta había callado. Ahora sólo se oían los pasos regulares de los guardias y, de cuando en cuando, una voz sorda que daba la contraseña al relevo. Aquellos hombres velaban por él, estaban dispuestos a morir para defenderlo. Cayo tenía la impresión de que los años de Capri habían quedado a una distancia infinita, inmersos en el pasado de otro. Su vida no guardaba ya nada en común con la que había llevado en la isla.

Se adormeció por un instante y lo despertó el miedo a que el viejo de la cara negra se le apareciese en sueños. Por una ironía del destino, Cayo había creído que debía precipitar su muerte. De haber esperado unas horas más, no habría sido necesario cometer el crimen cuyo recuerdo lo obsesionaba.

Se durmió en el momento preciso en que tomaba cuerpo en su cerebro la idea de que su mismo error era la prueba de que había actuado como instrumento de los dioses. Se despertó al rayar el alba, sorprendido de no haber tenido la pesadilla. Enia estaba en lo cierto: los dioses conceden un sueño apacible a los hombres buenos. La despertó con un beso.

Calisto aguardaba en la antesala. Cuando Macrón se ausentaba de Roma, Enia pasaba la noche en la cama de su imperial amante, y el liberto estaba encargado de acompañarla de regreso a su casa, envuelta en el amplio abrigo que la preservaba de las miradas ajenas. Estaba orgullosa de ser la única persona ante la que el emperador se despojaba de su máscara.

27 Roma, septiembre del año 37

Mesalina se arrellanó en los cojines de seda de la litera imperial. La de su marido era igual de cómoda, pero cuando atravesaba Roma en ella, no la aclamaban. Calígula era tan popular que siempre que se desplazaba suscitaba en torno a sí un concierto de bendiciones, gritos de entusiasmo y voces de «¡Viva nuestra Pequeña Bota!»

– A las caballerizas de los Verdes -ordenó el emperador.

Dos senadores que habían estado aguardándolo a la puerta del palacio corrieron hacia él.

– Tengo mucha prisa -los interrumpió Cayo cuando empezaron a hablar-. Espero que no tengáis inconveniente en viajar un trecho en mi compañía. ¡Vosotros, en marcha!

Claudio se inclinó hacia su esposa.

– Vas a divertirte.

Los porteadores asieron las parihuelas y los levantaron con un Movimiento ágil.

– Camina a mi izquierda, por favor, y tú a este lado -indicó Calígula a los senadores-. Así, os prestaré un oído a cada uno. Torcuato, ¿de qué querías hablarme?

Este, que no había tenido ocasión desde su lejana juventud de recorrer a pie las calles de adoquinado irregular de Roma, se recogió la toga con su ancha franja de color púrpura y echó a andar.

De una petición de mi ciudad natal, Siracusa. Sus habitantes desean edificar un templo a Belona y desean contar con tu autorización. ¿Y tú, Livio, qué esperas tú de mí?

– Atraer tu benevolencia, César, para con mi sobrino que sirve en Galia y cuyo ascenso está estancado. Es un chico de gran valor Tan serio como si presidiera un sacrificio, el emperador impartió una orden al jefe de los porteadores.

– Un poco más deprisa. Vamos a llegar tarde.

Enseguida, los sirios se lanzaron al trote. Los dos senadores avivaron el paso.

– ¿Cuánto cuesta más o menos tu templo?

– Dos… dos millones.

– ¿Y tú, qué grado quieres para tu sobrino?

– Pri… pri… primipilo.

Jadeantes, los dos procuraban no quedarse atrás.

– Un momento, la audiencia no ha acabado todavía. ¿Cuánto has dicho, Torcuato?

– Dos… dos millones, César.

Incapaz de correr con sus altas botas, el senador se detuvo y mientras la litera se alejaba, la gente lo vio tambalearse, a punto de caer al suelo. Con los codos pegados al cuerpo y la calva empapada de sudor, su compañero seguía trotando.

– Tu sobrino será ascendido. Pero explícale a tu amigo que no concedo favores a los solicitantes que me faltan al respeto abreviando las audiencias. Puedes retirarte.

– ¿No temes granjearte muchos enemigos en el Senado? -observó, con actitud prudente, Claudio.

– Me da igual. Los senadores no pueden odiarme aún más. No olvides lo que nos hicieron. De todas maneras, esos dos gordos deberían agradecerme por animarlos a hacer ejercicio. Entre el pueblo y yo, no debería haber nadie. ¿Acaso los reyes han de rendir cuentas a un Senado?

Poco después llegaron ante los largos edificios de una sola planta que servían de caballerizas a los Verdes. El auriga estrella de la facción, el célebre Eutico, se acercó a toda prisa a recibir al emperador. Bajito, un poco bizco y patizambo, era tan famoso que las más bellas romanas se disputaban sus favores.

– ¡Ave, César! ¡Los que van a correr te saludan! -saludó, empleando la broma habitual.

– ¡Di más bien los que han corrido mal! ¿Cómo es posible que haya perdido mi última apuesta?

– No estaba muy en forma. No soy Hércules.

– Eso nunca te había impedido ganar.

– Pregúntale a Graco, aquí presente, por qué he perdido.

– ¡No es culpa mía! -protestó el organizador de espectáculos-. No sé qué ha ocurrido. Seguramente la sustancia estaba adulterada. O nos ha traicionado el hombre que tenemos en los Azules. ¡Y eso que le pago una buena cantidad!

– Si nos ha traicionado, lo pagará. No me gusta perder el dinero. Los Verdes deben ganar, ¿está claro? Eso significa que los Azules deben perder. A ti te corresponde asegurarte de que así sea, Graco.

– Así lo haré. ¿Me permites mostrarte el caballo que he comprado para ti? Se llama Incitatus.

En su espacioso compartimento de paredes revestidas de mármol, el animal presentaba un blanco inmaculado. Tenía el cuello largo y transmitía una rara impresión de potencia y gracia. El brillo en torno a los ojos y los ollares, así como las crines trenzadas, realzaban su belleza. Calígula quedó petrificado de admiración.

– ¡Es Bucéfalo! Ha vuelto al mundo por mí. Ha reconocido al nuevo Alejandro.

Hablaba con tal convencimiento que Claudio contuvo la risa. Calígula posó la mano en la testuz del animal, que inclinó la cabeza, como para saludarlo.

– Buenos días, Bucéfalo. ¿Dónde has encontrado esta maravilla, Graco?

– La mandé traer de Iliria. Hubo que amenazar de muerte a su Propietario para que accediera a desprenderse de él. Permíteme que te lo ofrezca.

– Es un regalo propio de un rey, y tú no eres rey. Te lo compro.