Se enfrascaron con Eutico en una animada discusión sobre el Precio de los caballos.
Claudio estaba preocupado desde la mañana por un delicado problema de gramática etrusca. Para reflexionar a sus anchas, fue a pasearse por las cuadras. Llegaba ya a un extremo y, absorto en sus cavilaciones, se disponía a dar media vuelta cuando un ruido lo movió a levantar la vista. A dos pasos de él, encima de un montón de paja, un palafrenero fornicaba con Mesalina, que se había remangado el vestido hasta los pechos.
Claudio se quedó tan estupefacto que creyó estar soñando. Luego, presa de furia, arremetió, blandiendo los puños. Como notase que le aporreaban la espalda, el mozo se volvió y al ver al tío del emperador, huyó con mayor celeridad que una liebre.
Tras ajustarse la estola, Mesalina hundió la cara entre las manos y rompió a llorar con pequeños hipidos de niño castigado.
– ¡No ha sido culpa mía!
– ¡Cállate, putita!
Dominado por la cólera ciega de los débiles, Claudio no volvió a dirigirle la palabra. De regreso en la litera, se comportó como si ella no existiese.
– ¿Qué os pasa? -preguntó Calígula-. ¿Un enfado de enamorados?
– ¡Pregúntale a esta putita! ¡Imagínate: la he sorprendido jodiendo con un mozo de cuadra!
– ¿Un mozo? ¿De verdad, guapa?
La muchacha guardó silencio, con la cabeza gacha y los hombros sacudidos por sollozos.
– ¡Sobre la paja de una caballeriza! ¡Qué vergüenza! -se indignó Claudio.
– Es la caballeriza de Incitatus.
– ¡De todas maneras, me lo va a pagar la muy cerda! Mandaré azotarla y, mañana, la devuelvo a su casa. ¡En una caballeriza! ¿No podría haber elegido otro sitio?
– Te repito que es la caballeriza de los Verdes. Está más limpia que muchos palacios. En cuanto a tu mujer, repúdiala si quieres, pero te prohíbo que la azotes. Me corresponde a mí castigar los errores de conducta cometidos en la familia.
– ¡Follando con un palafrenero en una cuadra y encima de un montón de paja!
– Puesto que este detalle parece muy importante para ti, la castigaré en el sitio donde ha incurrido en falta.
– Sí, es importante para mí. Castígala sobre la paja y, sobre todo, ¡no tengas compasión!
– Te lo prometo, tío. Se acordará durante mucho tiempo del castigo recibido sobre la paja.
Inquieta, Mesalina echó un vistazo entre los dedos y vio el emperador le dirigía un guiño.
Una vez en el Palatino, Claudio se encaminó a sus aposentos y se encerró en la biblioteca, tras ordenar que le sirvieran la cena allí. Mesalina, atenazada por la inquietud, fue a esperarlo en la habitación conyugal.
Él llegó a medianoche. Aunque la muchacha fingía dormir, entornando un ojo, advirtió que su marido había bebido y llorado. Tras desvestirse, éste se acostó al lado de ella con un gran suspiro.
– ¡Perdón, no lo haré más!
– ¡Cállate! ¿Cómo te has atrevido? ¡Y en una cuadra, para colmo!
– No lo sé.
– ¿No tenías bastante conmigo?
– ¡Oh, sí, tú me sacias! Venus habrá quizá querido castigarme por creerme igual que ella. ¡Perdóname, Bibendum mío!
– No me llames por ese mote ridículo. Mi nombre es Claudio.
Por su voz, Mesalina adivinó que le estaba costando mostrarse inflexible.
– ¡Si te crees igual que Venus, te equivocas! Eres una prostituta como las demás. Mañana abandonarás mi casa.
Ella prorrumpió en sollozos.
– ¡Déjame amarte una última vez! Después, te prometo que volveré a casa de mis padres.
– ¡No! No me tientes más, ya no tengo deseos de ti.
– ¡Una sola vez! ¡Sólo una! ¡Para despedirnos! ¡Te lo suplico!
– ¡Bueno, si tanto insistes…! ¡De todas maneras, será la última tez!
Ella se arrodilló entre sus piernas.
– ¡No se repetirá, te lo aseguro!
– No te hagas ilusiones. ¡Mañana, regresarás a casa de tu madre! Cuando él comenzó a farfullar «bonita» y «cariño», la joven supo que ya no había nada que temer.
28 Roma, octubre del año 37
Antes de recibir una invitación de Drusila, Enia sólo la había entrevisto en las ceremonias públicas. La oía impartir instrucciones en la habitación contigua con voz suave e imperiosa a la vez. Estaban dando el último toque a su peinado, tarea siempre delicada desde que las jóvenes romanas habían abandonado el austero uso de las cintas en favor de moños complicados.
Para entretener la espera, Enia examinó con atención el célebre y pequeño apartamento de Livia que pocos ocupantes del Palatino conocían. Su fama no le pareció injustificada. La habitación estaba rodeada de un friso en el que se yuxtaponían motivos vegetales, palmetas y animales fantásticos, que alternaban a intervalos regulares con graciosos medallones circulares que representaban paisajes agrestes. Algunas obras de arte descansaban sobre mesas bajas: un quemador de esencias de plata en forma de mujer auriga, un niño jugando con un grifo, un jarrón múrrino de gran valor.
Al lado de un busto de Augusto, herencia de la inquilina anterior, habían colocado una espléndida estatua de pie sobre un pedestal de mármol. Al acercarse, Enia reconoció a Cayo de niño. Sin duda la pieza había acompañado a su hermana durante los años de la separación. Aquella imagen reavivó de improviso su malestar. Como todo el mundo en Roma, conocía los rumores de incesto. Sin duda se trataba de inocentes juegos de niños, pero estaba alarmada por el silencio de su amante. Por más que él nunca hablaba de Drusila, Enia sabía bien que pensaba en ella noche y día.
De repente, su misteriosa rival apareció, sonriente, destilando un encanto indefinible que la asombró. Aunque no era, en rigor, una beldad, uno no podía evitar contemplarla con admiración.
– Perdóname -dijo, al tiempo que se palpaba el peinado cerciorarse de que seguía en su lugar-. Mi ornatrix no acababa nunca. ¡Ya sabes lo que es eso! Siempre quieren demostrar su gran habilidad, y nos tiranizan.
Su tono caluroso no estaba en absoluto teñido de la familiaridad condescendiente que emplean los aristócratas con los plebeyos.
– Tu ornatrix tiene talento. Le ha quedado muy bien -la alabó Enia.
– La naturaleza no me ha dado tus hermosos cabellos rubios pero conservo mi color. No me atrae la idea de teñírmelos con ese mejunje galo.
Le señaló un gran diván de color verde oscuro con pies dorados. Sentadas juntas, charlaron durante un rato de moda y de futilidades, hasta que Drusila pronunció el nombre de Cayo.
– Me ha hablado de ti en términos tan elogiosos que quería conocerte. Más que nada, deseaba darte las gracias.
– ¿Darme las gracias? Pero ¿por qué?
– ¿Crees que ignoro hasta qué punto fuiste un precioso apoyo para él en Capri? Sin ti, no sé cómo habría superado ese mal trago. Tu padre y tú le habéis infundido valor con vuestras predicciones.
– Mi padre me enseñó su arte, pero yo no lo practico.
– Él profetizó el ascenso al trono de Cayo. Por entonces, nadie lo consideraba posible. Estoy contenta de que mi hermano te haya elegido como amiga y confidente. Te tiene en gran aprecio. ¡Casi somos parientes!
– Eso me honra.
– Cayo dice que tú lo comprendes. Lo encuentro muy extraño, ¿entiendes? La mayoría de la gente se equivoca de medio a medio con él. Lo creen frívolo porque ama las artes. En realidad, ha concebido objetivos elevados para el Imperio. Hemos pasado separados tanto tiempo que es como si ya no lo conociera. Veamos, ¿qué es lo que más te choca de él?
– Que no se parece a nadie -respondió Enia sin vacilar- No se lo puede juzgar según los criterios que valen para los demás. Todo lo que él dice y hace posee un sentido más elevado.
Drusila se contuvo para no ponerse a aplaudir.
– ¡Es exactamente eso! Ni mis propias hermanas lo entienden-. No te hablo de Lesbia, a la que adoro, pero que es un poco ligera de cascos. Agripina debería darse cuenta. Tú eres más perspicaz que ella.