– ¡No cruces las piernas tan arriba, Lesbia! ¡A los romanos les gusta ver los juegos y no tus muslos!
La pequeña se mofó sin disimulo. Ella sabía muy bien qué les gustaba ver a los romanos.
Tras la estridente señal de las trompetas, los gladiadores, distribuidos en cuadrillas de treinta, salieron a la arena. Los tracios, príncipes del escudo pequeño, abrían la marcha. Tras ellos avanzaban los ágiles reciarios, con el tridente en una mano y la red en la otra, que producían una extraña sensación de desnudez sin las canilleras ni las protecciones que llevaban sus eternos adversarios. El órgano de agua comenzó a emitir su melodía sincopada, mientras los luchadores desfilaban ante el palco dirigiendo, con la cabeza vuelta hacia el amo del mundo, el saludo de los novios de la muerte súbita: «Ave Caesar, morituri te salutant!» Al final del largo cortejo iban los representantes de categorías menos conocidas, los dimacheri, que combatían con una espada en cada mano, y los laquéanos, que hacía girar sus lazos por encima de la cabeza. Una banda de enanos danzarines cerraba el desfile con una nota burlesca.
– Los mejores combatientes proceden de mi casa -informó con orgullo Graco-. No hemos logrado reunir seiscientos pares de luchadores, como en los juegos de Augusto, pero hay quinientos cincuenta.
– Estoy seguro de que el emperador quedará satisfecho -respondió Agripa con aire distraído.
– ¡Ay, y pensar que no ha querido echar a los condenados a las fieras! Yo había adiestrado dos osos y tres tigres para que aprendan a apreciar la carne humana.
– Él siempre ha preferido el teatro.
– A mí también me gusta el teatro. No la palabrería de los griegos, sino el buen teatro donde se crucifica a los héroes al final de la obra, como Laureolo el bandido. O como Priscila la impúdica, donde un asno en celo viola a la bella heroína.
– Tienes razón -asintió el príncipe, para no contradecirlo-. Hace falta acción.
– Mira que no paro de decirle al emperador que sustituyan en el último minuto a los actores por condenados, que eso beneficiaría tanto a la justicia como al arte, pero él no quiere saber nada de eso. ¿Cómo te lo explicas?
– Supongo que quiere mostrarse clemente.
– Tal vez, ¡pero la clemencia es enemiga del buen espectáculo!
– Deberías habernos ofrecido esta mañana más batallas entre animales -le reprochó Agripa, irritado-. Ha quedado un poco justo.
– ¡Es muy fácil criticar! Cuando Tiberio prohibió la venatio, interrumpí todas las importaciones. ¿Acaso crees que es fácil capturar a cien leones en Numidia, embarcarlos y entregarlos en Roma en sólo tres semanas?
Claudio se había propuesto asistir a unos cuantos hermosos combates. Le gustaba ver perecer a los gladiadores con su actitud altiva y teatral. Durante bastantes años, Augusto lo había privado de aquel placer para no exhibir ante el populacho a un pariente de apariencia tan lamentable. Lo emocionó contemplar la caída de un reciario a consecuencia de un golpe de espada. Esa agonía era la más espectacular, pues al no llevar casco, el reciario perecía con la cara descubierta. El herido pugnó en vano por levantarse. Entonces, como un profesional concienzudo, realizó el gesto que tantas veces había repetido en el ludus. Tras soltar el tridente ya inútil, agarró con la mano izquierda el muslo de su adversario y, apoyándose en el suelo con la diestra, presentó la garganta desnuda, deseoso de morir según las reglas.
Calígula se puso en pie y con una seña indicó que le concedía la gracia.
– ¡Déjalo que lo degüelle! -refunfuñó Claudio.
– No quiero derramar sangre.
– A los espectadores les gusta la sangre.
– ¡Peor para ellos!
Claudio escrutó su rostro para averiguar si bromeaba, pero éste no parecía ser el caso. Desconcertado, tomó de la bombonera dispuesta ante él un dátil, lo engulló, lo acompañó de varios más y después soltó un vigoroso eructo. A continuación se arrellanó en los cojines. Había comido mucho, bebido en mayor cantidad aún, y le parecía más placentero dormir que asistir a simulacros de combates.
Salomé aguardaba el momento favorable para su propósito. Al ver que Drusila, poco amante de los espectáculos cruentos, se retiraba con discreción, se dijo que nadie se atrevería a sentarse en su lugar a la derecha del emperador. Sólo ella tenía tanta audacia. Se levantó y fue directa hacia él. Sorprendido, éste la miró acercarse, espléndida con su vestido sirio de color naranja que hacía resaltar su piel morena y combinaba la moda romana con la oriental. Un gran colgante egipcio le adornaba el profundo escote, de corte conocido como estilo impluvium debido a su forma, semejante a la abertura rectangular en el techo a través de la cual se avistaba el cielo. Todos sus movimientos revelaban la perfección de sus pechos de bronce.
Pese al brillo resuelto de sus ojos, optó por afectar timidez.
– ¿Me permitirías, César, gozar por unos instantes de tu conversación? ¡Hace tiempo que lo deseo! ¡Perdona que te importune!
– Eres bienvenida, princesa, aunque es más bien a Agripa a quien habría que pedir perdón.
– Bah, está demasiado ocupado para advertir mi ausencia -contestó ella con un leve gesto de despreocupación.
– Mejor para mí. -Le señaló el sitio libre a su derecha-. Siéntate. No tenemos a menudo ocasión de vernos y lo deploro. ¿Lo pasas bien en Roma?
– ¡Huy, sí! Llevo una vida muy agradable aquí. Asisto a las lecturas públicas, curioseo por las librerías y las tiendas… ¡Y además, cada día, me doy el placer de admirar esos monumentos, esas estatuas, esos jardines! ¡Cuántas maravillas! Cesárea y Tiberíades son unas aldeas en comparación.
– En Jerusalén tenéis el célebre templo, ¡que no es cualquier cosa!
– ¡Sería hermoso sin esos horrendos sacerdotes!
Calígula rompió a reír. La muchacha era realmente encantadora.
– ¿Tan malvados son, princesa?
– Peores de lo que puedas imaginar. ¡Rebosantes de devoción de cara al exterior, pero podridos por dentro! ¡Como sepulcros encalados! Incluso causaron la muerte de ese pobre rabino Yeshua, que anteponía la bondad a todo y detestaba, como tú, a quienes derraman la sangre. Ellos presionaron a Pilatos. ¡Por fortuna, vinisteis a poner un poco de orden en nuestro país!
Calígula se levantó para otorgar el perdón a un vencido. En el fondo del pulvinar se oyó una voz grave.
– Si me permites un consejo, César, no deberías mostrarte tan magnánimo.
– Te lo permito con gusto, Macrón. Ya sé que tú conoces todas las reglas. ¿A qué se debe que tu encantadora esposa no esté contigo?
– No le gusta el circo.
– ¡Qué raro! Lo ignoraba y, sin embargo, creía conocerla bien. Muy bien incluso.
»Ese no ha entendido aún que yo soy el emperador -musitó a Salomé-. Me considera su respetuoso alumno pero, por suerte, he descubierto un excelente método para cerrarle la boca.
Salomé hizo ademán de retirarse.
– Quédate, princesa. ¿De modo que ese rabino anteponía la bondad a todo? Yo había creído comprender que se trataba de un peligroso agitador.
Eso es de lo que el sumo sacerdote consiguió convencer a Pilatos. En realidad, Yeshua predicaba la sumisión a Roma. Citan una frase de él que así lo demuestra: «Dad al César lo que es del César.»
– ¿Lo conociste?
– No, por desgracia, pero sé que era un ser luminoso. Predicaba que la bondad salvaría al mundo y que había que amar a los propios enemigos. Los judíos se reían de él.
– A mí no me da risa.
– Eso es porque tú también eres un ser luminoso, César. Según Yeshua, Roma y Oriente debían casarse.