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– Es cierto. Ese cretino de Pilatos no debería haberlo condenado a muerte.

– Dejó discípulos. Agripa conoce muy bien a su cabecilla, un tal Pedro… ¡Estoy hablando mucho, César, perdona! Yo no entiendo nada de esas cuestiones de política. Sólo sé que Agripa ha ideado un plan. Pero te estoy aburriendo…

– No me aburres en absoluto, princesa. ¿Un plan para qué?

– Piensa que sabe cómo instaurar la paz en Israel. Ha encontrado un medio eficaz. Sobre todo no le digas que yo te he hablado de eso. Se pondría furioso conmigo.

– ¿Y por qué no me expone su idea?

– Le da vergüenza. ¡Como quedó en ridículo en aquel asunto del mago Simón…! Me contó que tú casi te mueres de risa. De todas maneras, él es muy perspicaz. Había previsto la revuelta de Samaria, que pilló por sorpresa a todos en nuestro país.

– ¿En qué consiste ese plan?

– Cree que la secta de los amigos de Yeshua podría volver dócil a nuestro indómito pueblo minando el poder de los sacerdotes. Considera que ésa es la única forma de lograrlo y que sólo los judíos son capaces de meter en cintura a los judíos. Él lo llama «sembrar la discordia en casa del enemigo».

– ¿Y tú qué opinas al respecto?

– Oh, yo no entiendo nada de eso. Sólo sé que esos judíos son muy diferentes de los otros y que el sumo sacerdote los detesta.

– Pues a lo mejor esa idea no está del todo mal. Le dirás al príncipe que venga a verme mañana por la mañana. Me será más útil allá que aquí. Lo único que lamento es que eso te obligará a abandonar Roma.

Su deseo de que Agripa, obsesionado con la corona de Salomón? acabara luciendo la otra, la corona sin gloria que soportaba Barbato, aumentaba por momentos. Después de todo, ¿no le había comentado él mismo que la muchacha era un volcán? Con la mirada prendida en su escote, adoptó un tono aterciopelado.

– Si deseas rendirme una visita de despedida, no tienes más que pedirle una cita a Calisto. Me gustaría proseguir esta conversación en otra parte.

– A mí también, César. Mi madre me enseñó que nunca hay que marcharse sin decir adiós.

Volvió a pasar delante del príncipe, que bostezaba discretamente al tiempo que fingía escuchar al lanista, y se acomodó de nuevo en su puesto, orgullosa de su poder para conseguir lo que quería de los hombres.

Mesalina se aburría sobremanera. Le atraían los bellos gladiadores, y siempre había considerado una lástima que se desfigurasen y matasen entre sí, en lugar de prestar servicios mucho más agradables. Paseando la vista de manera distraída por las gradas, se fijó en un perfil puro de muchacho coronado por un casco de cabellos de oro bruñido. Con la barbilla apoyada en la mano, observaba con atención los combates. Quizá la muchacha había encontrado una distracción en que ocupar la tarde.

Tras comprobar con un vistazo que su marido se había ausentado para echar una larga siesta, mandó a un criado a comunicarle al muchacho que lo esperaban en el pulvinar imperial. Cuando apareció, quedó deslumbrado. No debía de contar más de trece años e irradiaba la belleza de un joven dios con la toga pretexta que le llegaba hasta la mitad del muslo, dejando al descubierto sus largas piernas color de miel. Mesalina lo invitó a acercarse con un gesto.

– ¿ Cómo te llamas?

– Quinto.

Intimidado, corrió encima de unos ojos de color azul turquesa la larga persiana de sus cejas. No se atrevía a mirar a la bonita pariente del emperador. Ésta se corrió para hacer sitio a su derecha, justo al lado de la elevada cortina que los protegía de la curiosidad de las vestales. Animado por la sociable actitud de Mesalina, el chico le dijo al fin que su padre lo había autorizado por primera vez a asistir solo a los juegos porque se había aplicado en los estudios.

– Parece severo tu padre.

– ¡Y tanto! No me perdona la menor falta. Piensa que un hijo de magistrado no debería interesarse por la esgrima.

– ¿Conoces ese arte?

– Un poco.

– ¡Es Marte quien te envía! Los combates de gladiadores me apasionan también a mí, pero los hombres nunca quieren explicarnos nunca la esgrima. Según ellos, no es un asunto que concierna a las mujeres. ¿Querrías ser mi profesor?

– No domino la técnica. Allá abajo veo al viejo Sertorio, el más ilustre de los maestros de esgrima. Si quieres, voy a buscarlo.

– No. Prefiero que seas tú. A mí me das la impresión de ser muy competente.

– ¿Qué deseas saber?

– Todo. Por ejemplo, ¿por qué son tan desmañados los dos gladiadores que se ven allá, a la izquierda?

– Porque son andábatas.

– ¿Cómo dices?

– Andábatas. Llevan un casco con una visera que les tapa los ojos y deben por consiguiente combatir a ciegas. Eso no es esgrima, es para divertir a las personas no entendidas. Mejor fíjate en el centro de la arena; allí está el famoso Próbulo. Ha conquistado cuarenta y tres victorias. Son muy pocos los gladiadores que aún siguen con vida después de tantos combates. En general, los matan antes de los veinte.

Ella admiraba de reojo, sobre el escote de la túnica, la airosa elevación del cuello del muchacho, mientras él le detallaba las hazañas de su héroe. Éstas eran tan apasionantes que al extender por encima de las rodillas su gran chal, aparentó no percatarse de que cubría también buena parte de las de su vecino.

Contento de que ella compartiera sus gustos, el chico hablaba sin parar. En pleno relato de un memorable duelo del gran Próbulo, Mesalina posó con suavidad su fresca mano sobre la piel desnuda de él. Quinto reaccionó estremeciéndose, como un pollino asustado. Mudo, con las mejilllas encendidas, mantenía la vista clavada en la arena, aunque ella sabía que ya no estaba prestando atención a los combates.

– Debió de ser un duelo muy hermoso -comentó en tono apaciguador-. ¡Tienes suerte, Quinto, mucha suerte! Vas a ser muy feliz.

Le acarició con la palma la fina cara interior de los muslos, masajeó con detenimiento la tierna carne y con la punta de los dedos trazó unos círculos cada vez más amplios, hasta rozar la mata del pubis. Con un gesto furtivo, se cercioró del resultado: soberbio. El muchacho estaba bien dotado por los dioses.

Mesalina colocó de nuevo con discreción la mano sobre el chal y fingió seguir con atención el combate. El tracio armado hasta los dientes arremetía contra su adversario en fuga. Tan pronto ladeaba el torso hacia la derecha para asestar un golpe con el puñal curvo como levantaba el pequeño escudo a la altura de los ojos y le lanzaba estocadas por abajo con la espada. Danzando con las piernas desnudas, el reciario lo esquivaba con habilidad, en espera del momento idóneo para arrojar la red. De improviso, se tambaleó, con la cadera rota por un revés imparable. En todas las gradas resonó un sonoro «habet!» («¡Está acabado!»).

– ¿Lo ha vencido?

– ¿Vencido? -Quinto pareció despertar de un sueño-. ¿A quién han vencido?

– Al reciario, claro. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Si me habías prometido que me explicarías la esgrima!

Divertida, advirtió que Quinto se ruborizaba. ¡Era tan ingenuo que temía que lo mandara de regreso a su grada! ¿Sería posible que antes de ella no hubiera habido nadie? Algunos padres estrictos no permitían que sus hijos se acercaran a las sirvientas, y, según él, el suyo lo era. ¿Tan guapo y aún por estrenar? No daba crédito a su suerte.

– Es un hoplómaco -acertó a articular por fin.

– ¿No es un reciario?

– Sí. Los hoplómacos son todos reaciarios porque llevan red, pero no todos los reciarios son hoplómacos.

– ¡Qué arte más complicado! ¿Está derrotado?

– Podría salir del paso si fuera muy hábil, pero no maneja bien el tridente. Lo mantiene demasiado bajo. Mira.

El gladiador cayó a tierra como una espiga segada y la multitud protestó contra su indulto.