– Tu padre se moría de miedo, como tú ahora. La cobardía es hereditaria, ya se sabe.
Sobre el color rojo ladrillo que tino el rostro del oficial, la cicatriz destacaba como una línea pálida.
– ¿Alguien ha tendido antes un puente como el tuyo? -preguntó Enia, incómoda.
– Nadie.
– ¿Ni siquiera Alejandro Magno?
– Ni siquiera él. Está Jerjes, que atravesó el Helesponto, pero Jerjes sólo era rey de Persia y el Helesponto es menos ancho que este golfo.
– ¿La empresa te parece realizable?
– Basta con disponer de los medios, miles de hombres y todos los barcos que se puedan requisar. Ante tus ojos se encuentran todos los que, normalmente, transportan el trigo a Roma.
– ¿Los romanos se han quedado sin trigo?
– Estarán privados de él sólo durante unos días. Desmontaran el puente en cuanto yo lo haya franqueado. Les devolveremos las barcas. Unos días de ayuno les aguzarán el apetito.
– ¡Muchos hombres morirán ahogados!
– En toda guerra hay bajas.
– Has desafiado a Neptuno. Tal vez habría que ofrecerle un sacrificio para que se calme.
– Yo soy más poderoso que Neptuno.
– Pero dime, ¿cómo puedes llevar a la muerte a tantos hombres únicamente por el capricho de atravesar sin mojarte los pies el golfo de Baias?
Calígula se encogió de hombros. Su tono, tajante, no era ya el del hombre que ella amaba.
– Deja de decir bobadas. ¿Acaso cabe mejor destino para la vida de los hombres que sacrificarla a mi divinidad?
Enia oyó la voz de su padre: «El mejor o el peor de los emperadores.» Ella lucharía contra el sufrimiento que lo volvía a veces injusto y cruel. A fuerza de amor, lograría vencer la pasión de Cayo por la ausente.
36 Jerusalén, marzo del año 38
En la espaciosa sala de la planta baja se concentraba por lo menos un centenar de personas. Salomé se felicitó del atuendo que había elegido; había acertado al disfrazarse de pobre. En torno a sí veía ropas oscuras, pero también túnicas elegantes. En cuanto al velo con el que disimulaba a medias la cara, no extrañaba a nadie. Las mujeres no asistían a las reuniones de los Amigos para llamar la atención. Su criada le mostró a Miriam, la madre de Yeshua. Debió de haber sido una mujer bella en otro tiempo, pero su rostro, arrugado y ennegrecido por las penalidades, semejaba una flor arrojada al fuego. Repartieron entre los presentes unos trozos de torta mal cocida.
– ¿Hay que comer? -preguntó, con un poco de asco.
– Tú no, ama. Un día quizá, si el Bendito así lo quiere.
La sirvienta tomó respetuosamente entre dos dedos el pedacito de pasta medio crudo, lo engulló y aparentemente entró en éxtasis. Aquella gente era extraña; su reunión, que ellos designaban con la palabra griega «iglesia», se había iniciado con el relato de algunas anécdotas relacionadas con el difunto Maestro por parte de un tal Juan, que debió de conocerlo bien, pues parecía desconsolado por el hecho de que lo condenasen a muerte.
Llegó después un hombrecillo moreno con el acento áspero de Galilea. Presentaba el aspecto de aquellos dotados de la pasión por convencer. Su aplomo y el silencio que se impuso desde que tomó la palabra evidenciaron que gozaba de un gran prestigio en la comunidad.
Salomé aguardó a que su criada despertara de su trance para darle un golpecito con el codo.
– ¿Quién es?
– Santiago, el hermano del Bendito.
– ¿Por qué está furioso?
– No está furioso. Siempre habla así.
Al advertir que sus cuchicheos molestaban a sus vecinos, calló y se puso a escuchar. El orador, un judío muy religioso, aludía de continuo al Libro y al Talmud, que por lo visto conocía con asombrosa profundidad. Salomé se llevó la impresión de que estaba muy en contra de otros miembros de la secta que habían propuesto admitir en ella a los no circuncidados.
– ¡Es en nuestro país, en Jerusalén, en la tierra de Israel, donde nos espera la cosecha, hermanos míos! -repetía-. No tenemos nada que hacer en otra parte.
Sus palabras suscitaron un murmullo de aprobación en la concurrencia. Luego un anciano de anchas espaldas subió al pequeño estrado.
– ¿Y ése?
– Es Pedro el Pescador. Yeshua lo eligió para dirigirnos.
El hombre se expresaba en un tono apacible. Comenzó su alocución narrando, para quienes no la habían presenciado, la visita al Templo que había realizado el día anterior en compañía de Juan para rezar la oración de la onceava hora. Habían curado a su paso a un tullido de nacimiento a quien cada mañana depositaban a la puerta denominada «la Bella», y el milagro había provocado una especie de tumulto entre los asistentes.
– Yo les dije: «Hombres de Israel, ¿por qué os sorprendéis de esto? ¿Por qué nos miráis como si fuera por nuestro propio poder o gracias a nuestra piedad que hemos hecho caminar a este hombre? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su servidor, Yeshua. Y vosotros, vosotros lo entregasteis y renegasteis de él ante Pilatos cuando éste estaba decidido a liberarlo. Acusasteis al Bendito y al Justo, causasteis su muerte mientras pedíais la gracia para un asesino. Pero Dios lo ha resucitado, nosotros somos testigos de ello, y es la fe en él lo que ha devuelto las piernas a este inválido. Arrepentíos y convertíos.» Eso fue lo que les dije.
– ¿De verdad hizo caminar a un tullido? -musitó Salomé.
– Sí, ama -contestó su sirvienta-. Los compañeros del Bendito obran milagros todos los días. No alcanzarías a imaginar sus poderes. En virtud de ellos los mudos hablan, los paralíticos andan. Además, aportan la paz al alma. ¡Si supieras lo feliz que soy desde que los conozco!
Toda su persona irradiaba una serena alegría. Antaño, cuando estaba al servicio de Herodías, Salomé la había conocido arrogante y libertina, como su ama. ¡Y había que ver en lo que se había convertido! Sí, los Amigos de Yeshua obraban milagros, no cabía la menor duda.
Le vino a la mente la imagen de sus pesadillas, aquella pálida cabeza del profeta sobre la bandeja de plata. ¡Si pudiera librarse para siempre de aquella visión! Esta la atormentaba a menudo todavía, a pesar de la fórmula mágica. Para ahuyentarla de su pensamiento, concentró toda la atención en el discurso de Pedro. Este repetía diez veces los mismos argumentos para demostrar que había que mandar hermanos allende los mares con el fin de convertir a todas las naciones.
– La buena nueva -concluyó- es también para los romanos.
La sala manifestó su desacuerdo entre dientes.
– ¿Admitís a personas que no son judías? -inquirió Salomé.
– No lo sé. ¿Quieres que se lo preguntemos a Tobías? Es él quien da las explicaciones.
Salomé asintió, interesada en reunir la mayor información posible sobre la secta.
Tobías era un joven apuesto y fornido con una abundante cabellera negra cuyas hechuras parecían más apropiadas para los juegos del estadio y del amor que para los comentarios bíblicos.
– Mi sirvienta me ha traído aquí por primera vez y querría conoceros mejor -dijo Salomé, incapaz de resistir el impulso de levantar un poco el velo para aprovechar la ventaja de su belleza.
– Aquí no hay ni sirvientes ni amos. Todos somos iguales ante Dios, hermanos y hermanas en Yeshua el Bendito.
– Mi hermana… -rectificó ella con docilidad.
– No importa -la interrumpió él con una sonrisa-. ¿Qué deseas saber?
– ¿Aceptáis a los romanos?
– Tú eres judía, que yo sepa.
– Así es, pero conozco a algunos romanos.
– Todo ser humano puede contarse entre los amigos de Yeshua La buena nueva no tiene fronteras. Sólo existe un desacuerdo en torno al momento en que habrá que revelarla a los gentiles. Pedro y Juan querrían enviarles a algunos de los nuestros para anunciarla. Santiago desea comenzar por Jerusalén. Según él, cuando nuestra Iglesia esté firmemente consolidada, habrá llegado el momento de pensar en los demás. Yo, por mi parte, me decantaría más bien por esta opción, pero, en cuanto portavoz de la comunidad, no debo tomar en cuenta mis preferencias.