– ¡Te lo prometo, César!
– Eres un chico inteligente. Encontraremos un puesto a tu altura.
Entonces se oyó una voz infantil.
– ¡Pero Cayo, no puedes quitarle a su mujer!
– ¿Quién te ha pedido tu parecer? -chilló Calígula-. ¿Desde cuándo el hijo de Sejano y de su puta imparte lecciones al emperador?
Gemelo prorrumpió en sollozos. Helena rompió el silencio que el exabrupto había impuesto en la sala.
– ¿Cómo te atreves a insultar a nuestra madre? ¡Tú, que no eres más que un enfermo, un demente! ¡Todo el mundo te teme aquí, pero a mí no me das miedo! ¿Es culpa nuestra que tu Drusila te haya dejado plantado?
Acto seguido se levantó, y llevándose a su hermano, se encaminó con paso altivo hacia la puerta.
Calígula la miró alejarse sin rechistar. A quienes osaron alzar la mirada hacia él les pareció que su rostro se había transformado en piedra.
38 Roma, abril del año 38
Helena se despertó con un sobresalto. Unos golpes fuertes resonaron en la puerta y por toda la casa se oyó un frenético ruido de pisadas. Corrió al baúl de la ropa y tras cambiarse la túnica de noche por una estola, corrió hacia la escalera.
Tres hombres subían por ella. El primero llevaba el casco con el penacho rojo distintivo de los centuriones.
– Traemos una orden imperial. ¿Dónde está tu hermano?
Esclavos y criados habían desaparecido como por arte de magia, y la casa había recuperado su habitual quietud nocturna.
– ¿Qué orden?
– Sólo se lo notificaré a él.
– ¿Venís a matarlo?
– Condúcenos hasta tu hermano.
Helena los guió. La habitación, con los pesados postigos cerrados, estaba alumbrada sólo por una pequeña lámpara, de modo que el cuerpo tendido en la cama, más que verse, se adivinaba.
– Levántate y síguenos. Éste no es el lugar adecuado para comunicarte el mensaje del emperador.
Gemelo estaba tan asustado que no lograba incorporarse bajo las sábanas. Helena lo ayudó a ponerse de pie. Con la vista borrosa a causa de las lágrimas, consiguió que se cubriera con su más hermosa túnica. El nieto de Tiberio no debía morir en atuendo de noche.
– Ha llegado el momento -le susurró ella-. Ten coraje.
Intentó sostenerlo mientras bajaba la escalera, pero su propia corpulencia se lo impedía. Un legionario tomó al adolescente bajo el brazo para evitar que se cayera. Las primeras luces del alba iluminaban el atrio.
– César ordena que te des muerte ante nuestros ojos. Aquí tienes una espada. ¡Deprisa!
Horrorizado, el niño miró el arma que le tendía un legionario.
– ¡Pero si Cayo me quiere! ¡Me adoptó y soy su hijo! ¡Él no puede haber ordenado eso, es un error!
– He recibido la orden de los mismos labios del emperador. No nos hagas perder el tiempo.
– Cayo nos odia a los dos -terció Helena- y, tarde o temprano, era inevitable que acabase con nosotros. ¡Es peor que Tiberio! ¡Terminad con esto de una vez y matadlo! Ya veis que no es capaz de quitarse la vida. ¡Matadme a mí también, os lo suplico!
– La orden especifica que tu hermano debe darse muerte.
– ¡El muy bribón! ¡Peor que Tiberio!
– Ten cuidado con lo que dices. Y tú, agarra esa espada y ejecuta sin demora la orden del emperador.
Helena tomó la mano de su hermano.
– ¡Demuéstrales de quién eres hijo!
– No… no sé cómo hacerlo.
El centurión dio unos pasos al frente y le habló como a un recluta durante la instrucción.
– Es muy sencillo. Colocas la punta bajo las costillas, ahí, ése es el lugar adecuado, exacto. Normalmente, se apoya la empuñadura al pie de una pared, pero vamos a sujetarla, así resultará más sencillo. Después, tú te abalanzas hacia delante con todas tus fuerzas.
Gemelo temblaba de tal modo que el centurión, impaciente, se situó detrás de él y, con un violento empellón, lo arrojó sobre la espada que empuñaba su subordinado. El adolescente profirió un alarido al caer sobre el suelo de mármol.
– ¡Ahora me toca a mí! -reclamó Helena.
– No tenemos órdenes respecto a ti.
– ¡El emperador es un perro! -gritó, decidida a perecer-. ¡Un cerdo!
– ¡Cállate, loca!
– ¡Lo mataré!
– ¿Te vas a callar, sí o no?
– No, no me pienso callar. ¡El emperador es un batalos!
Aquella palabra griega, que designaba al invertido que cumplía el ignominioso papel de la mujer, constituía el peor de los insultos para un romano.
– Cállate, gorda, o si no…
Helena sintió que el momento de la liberación se hallaba cerca.
– ¡Tú también, centurión, eres un batalos! ¡Te dejas dar por el culo por tus hombres!
Con un revés de espada, el hombre le segó la cabeza.
39 Roma, mayo del año 38
Luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en su garganta, el viejo liberto sacudió la cabeza de arriba abajo, con el gesto de negación propio de los griegos.
– ¡No, ama, no! Todavía no ha llegado tu hora. No es momento aún de separarnos.
Rígida en su sillón, con la tez más cérea que nunca, Antonia levantó la mano para hacerlo callar.
– Para de gemir, Palas. Sé muy bien en qué momento me encuentro. Te dejo dinero suficiente para que puedas retirarte al campo. ¿Acaso no es eso lo que deseas?
– No. Si sobreviene tan funesto suceso, quiero quedarme con tu familia. Ése es mi lugar.
– ¿Quieres pasar al servicio de mi hijo?
– Sí.
– Muy bien. Como no eres esclavo, tienes derecho a elegir a tu amo. Tal vez evites que ese pobre Claudio cometa más locuras. Lamento que debas soportar a la pequeña ramera que ha metido la mano en su fortuna. Vela por él, no es un hombre malo, aunque peca de atolondrado, glotón y lujurioso. Procura paliar los efectos de esos vicios.
El liberto se parapetó frente a la emoción tras una expresión hierática.
– Haré lo que me ordenas, ama.
– Harás lo que podrás, lo sé, ¡pero vas a vivir en un curioso mundo, mi pobre Palas! Un mundo gobernado por un asesino incestuoso. La anciana intentó levantarse pero cayó pesadamente en el asiento.
– ¿Quieres que llame al médico, ama?
– ¿Para qué? El mejor de los médicos está a punto de llegar.
Reuniendo todas sus energías, logró ponerse de pie y después como una torre cuyos cimientos lleva socavando durante largo tiempo el enemigo, se desplomó cuan larga era sobre las losas de mármol.
El liberto se precipitó hacia ella. Acababa de comprender que la dama se había propuesto morir de pie.
La muerte de Gemelo y de Helena sólo había provocado emociones secretas. Para entonces todos estaban demasiado atemorizados para hablar del doble asesinato. Claudio no se atrevía a aludir a él delante de su sobrino. Enia quedó tan consternada que experimentó un gran alivio al advertir que su amante la rehuía, pues temía no ser capaz de disimular su horror. Macrón le comunicó que Domicio Ahenobarbo había votado a favor de una moción presentada en el Senado para felicitar al emperador por haber extirpado de raíz la conspiración de los partidarios de Gemelo.
– ¡Es monstruoso! ¡Regocijarse de la muerte de un niño!
– No se regocija. Es que cree que si Cayo muriese, él estaría en la lista de los posibles sucesores.
– ¿Ningún senador ha protestado?
– ¡Si supieras lo cobardes que son!
– ¿Y el pueblo?
– Los romanos casi no conocían a Gemelo, y menos aún a Helena. Y además, piensan como Augusto, que, antes de mandar estrangular al hijo de Julio César y de Cleopatra, sentenció: «No puede haber dos Césares bajo el mismo sol.»
– ¡No es lo mismo! Augusto no conocía a Cesarión. Cayo, en cambio, ordenó que matasen a su compañero de Capri, que lo amaba y lo admiraba. ¿Cómo ha llegado hasta ese punto?