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Cayo se inclinó sobre el codex y, en el silencio de la biblioteca, lo hojeó con delicadeza. Y vio que no contenía los pequeños sucesos personales del día anterior, sino que en él se trazaba, hora a hora, una alucinante historia secreta del imperio de Tiberio. Y su peligrosidad era incalculable. El texto, dividido en párrafos, estaba cargado de fechas anotadas con diligencia y se remontaba a los años en que Cayo vivía en el Rin con su padre, en la protectora segregación del castrum. Druso, entonces adolescente, había comenzado cada relato con la frase: «A fin de que se conserve el recuerdo…».

Cayo leyó un título que parecía el anuncio de un relato, una fabula: «Historia de Apuleya Varilia, nuestra bella prima, que lleva imaginativos peinados, es amante de las joyas y viste prendas de lino bordado en Egipto».

Pero no era una fabula. «La otra noche, delante de muchos amigos, la bella Varilla dijo que, a causa del temeroso silencio de los ancianos, los jóvenes no saben nada sobre la verdadera vida de Livia, la Noverca. Dijo que quería contárnosla, y yo la transcribo aquí. Cuando la ahora octogenaria Noverca, que ha destruido nuestra familia, entró en la vida de Augusto, tenía diecisiete años, otro marido y un hijo pequeño. Se llamaba Tiberio y en esos momentos nadie pronosticaba que dirigiría el imperio. Pero, además de eso, ella estaba embarazada. Y de ese nasciturus nadie se atrevía a aventurar quién era el padre. El escándalo, dijo Varilia, fue mayúsculo, porque el primer marido de la Noverca pertenecía a la histórica gens Claudia y había sido un enemigo declarado de Augusto durante el brutal asedio de Perusa. La amnistía le había permitido volver a Roma, pero los vencedores no le habían dispensado una buena acogida y se había visto relegado a un rincón y sin dinero. En tales condiciones, cuando Augusto intentó quitarle también a la mujer, solo pudo decir, con la tradicional soberbia de la familia Claudia, que se la llevara, porque él no sabía qué hacer con ella. Y según Varilia tenía razón, porque la jovencísima Livia había pasado rápidamente de los débiles brazos del exiliado derrotado a los fuertes del amo de Roma. Y mientras todos reían, Varilia añadió que en aquella época Augusto, afortunadamente para él y para Livia, aún no había escrito la ley contra el adulterio. Es más, había pedido una opinión oficial a las máximas autoridades religiosas: ¿era legítimo el tempestuoso divorcio de una mujer embarazada y su posterior e inmediato matrimonio? Y el niño que iba a nacer, y del que, como he dicho, nadie se atrevía a decir quién era el padre, ¿qué status tendría? Tratándose en cierto modo de un tema teológico, la respuesta de los sabios religiosos había sido cauta y abierta a varias interpretaciones. En cualquier caso, insatisfactoria para todos.»

Cayo leía deprisa e iba descubriendo en su hermano un inimaginable mundo interior, una ironía mordaz e imprudente. En el silencio, se volvió y miró hacia atrás. «Un escrito como este, en esta casa, es motivo de una condena a muerte», pensó. Caminó hasta el fondo de la sala y, en el rincón, continuó leyendo al tiempo que vigilaba desde lejos la entrada.

«Varilia dijo que las leyes no permitían a Augusto reconocer como.suya a aquella criatura, dado que oficialmente había sido concebida en la casa marital. Para alivio de todos, el molesto marido Claudio había muerto poco después.» Y Druso comentaba: «El relato de Varilia nos pareció una antigua intriga libertina, pues desde entonces han pasado sesenta años. Sin embargo, todavía es una historia peligrosa, porque la vieja comúnmente llamada Noverca está viva, goza de buena salud y es la madre del emperador. Y la pobre Varilia no sabía que, entre los que reían escuchando su relato, fingía reír una espía de la Noverca. Se enteró ayer, cuando le abrieron un proceso por ofensa a la majestad imperial». El diario tembló entre las manos de Cayo. «Y puesto que la competencia sobre tales delitos es del Senado en sesión plenaria, todos los presentes en aquella infausta velada fueron presa del terror. Algunos, para que se olviden de ellos, han escapado a sus villas del campo. El proceso se ha abierto con Roma dividida, como de costumbre, entre los que apuestan por la inocencia y los que apuestan por la culpabilidad. Pero, al término de una sesión encendida, Tiberio ha escrito a los senadores -también en nombre de la Augusta, su noble madre- que perdona a Varilia esas habladurías inconsistentes.»

Hasta aquel punto, Cayo había leído ansiosamente, de pie en aquel rincón, con el codex entre las manos. Se sentó despacio… Parecía que el proceso ya no tenía razón de ser. Pero, mientras todos se preparaban para salir, un testigo inesperado y en apariencia desprevenido ha dicho que la incauta adúltera no era la anciana Livia sino la locuaz Varilia, y no hace sesenta años sino ahora, ron un tal Manlio, un joven constructor veliterno, bromista zafio y productor de vinos tintos en las faldas del monte Artemisio. Un escándalo manejado con tanto arte ha indignado a los que apostaban por la culpabilidad y tapado la boca a los otros. El tribunal senatorial se ha declarado en el deber de proceder de oficio, en aplicación de la ley sobre el adulterio. "Tenemos las manos atadas", han dicho los senadores mientras ocupaban de nuevo sus escaños. Tiberio ha comunicado que no estaba en su poder perdonar delitos de ese tipo. Y Varilia, que se había expuesto a ser condenada a muerte por haber hablado de adulterios ajenos, aunque ha negado desesperadamente la acusación, ha sido condenada al destierro por el adulterio propio. Su familia está destrozada por el escándalo. Pero -concluía Druso- creo que su única y verdadera culpa es su parentesco con nosotros.»

Cayo pasó despacio a la página siguiente.

«Quiero escribir hoy, a fin de que se conserve el recuerdo -comenzaba-, el caso de Escribonio Libo, joven de veintidós años. Y para quien me lea dentro de un siglo o dos, añado que es el nieto de Escribonia, la primera mujer de Augusto, la madre de la pobre Julia, la que acompañó a esta en su exilio. Pues bien, el infortunado muchacho fue acusado de complot contra la República. El proceso fue instruido con clamor, pero la acusación era anónima, además de débil y confusa. Estaban a punto de absolverlo, pero entonces han aparecido nuevos testigos que han hablado de ritos mágicos y encantamientos contra el emperador. Un juego fácil, en vista de la cantidad de supersticiones sirias y caldeas que Tiberio ha traído de sus viajes. Parece una acusación estúpida. Sin embargo, es tremenda, porque los ritos mágicos son, evidentemente, operaciones secretas. ¿Cómo puedes encontrar a alguien que garantice que no los has realizado nunca? Ese muchacho perderá la vida», había anunciado Druso.

El diario quedaba interrumpido con un borrón y era reanudado con fecha de siete días más tarde. «El proceso del pobre muchacho ha sido horrible: declaraciones de esclavos arrancadas bajo tortura, delaciones de falsos amigos, aterrorizadas asambleas de senadores. Y Tiberio, con su despiadada presencia en la sala, ha inspirado tal miedo que el acusado, pese a haber suplicado de puerta en puerta entre sus poderosos amigos de antes, no ha encontrado un solo abogado que lo defendiera. Desesperado y aterrado, esta noche, primera de la sentencia, se ha cortado el cuello.»

Cayo dejó el codex. El poder que había matado a su padre y a esos parientes a los que no había conocido era una bestia negra, agazapada en no se sabía qué rincón. Ser joven e inocente, estar indefenso no tenía ningún valor; solo contaba la calidad de la sangre que corría por sus venas. «Yo quiero vivir -pensó con rebeldía-. Vivir a toda costa, vivir. No me tendréis.» Se dio cuenta de que se había clavado las uñas en la palma de la mano. Respiró, cogió el codex y lo guardó en el bargueño. Entonces vio a Druso entrar apresuradamente por la puerta del fondo.

– Si buscas tu diario -dijo-, lo he guardado en su sitio.