Druso no replicó. Por primera vez intercambió con su hermano menor una mirada de adultos.
– Lo único que me da miedo es lo que dirán de nosotros dentro de doscientos o trescientos años -dijo después-. La historia la escriben los vencedores.
Desde aquel día, Cayo pudo acercarse mientras él escribía, colocarse en silencio a su espalda, leer una tras otra las palabras que salían de los movimientos iguales y ordenados del calamus. Un secreto exclusivamente de ellos dos, en la silenciosa biblioteca que había sido el refugio de Germánico.
La cueva de Sperlonga y la carrera de Elio Sejano
En aquellos días el emperador Tiberio descubrió en el bajo Lacio, cerca de Fundi, un tramo de costa impracticable, sembrada de arbustos bajos, que descendía hasta el mar. En la orilla se abría una profunda y escabrosa caverna que los contemporáneos llamaron justamente spelunca y el dialecto local transformó en Sperlonga.
De las rocas de la spelunca brotaban algunas finas venas de agua tría. Invisible desde tierra, al lugar se llegaba por un único camino, bien vigilado, abierto en el precipicio. «Nadie que no quiera morir en el acto puede caminar por esa pendiente», decían los marineros. De hecho, el neurótico recelo de Tiberio se calmó porque sabía que no había ningún paso a su espalda, solo una firme pared de roca. Así pues, allí dentro montó un umbroso y a la vez inaccesible triclinio estival.
Se decía que, mil años antes, por allí había navegado Ulises. Al fondo del golfo, efectivamente, emergía la montaña mágica de Circe, la maga: el monte Circeo.
Tiberio hizo decorar la caverna con gigantescas esculturas del finito de Ulises: luminosos mármoles blancos contra las oscuras y húmedas rocas. Pero los mitos que se habían elegido eran los más siniestros. Al fondo, en un nicho, yacía el inmenso cuerpo de Polifemo durmiendo borracho, y Ulises se acercaba para dejarlo ciego con la estaca ardiente. En la esquina opuesta, el sacerdote Laoconte y sus jóvenes hijos se retorcían entre los anillos de las serpientes marinas. En el centro, el agua que brotaba de la roca alimentaba un fresquísimo estanque circular, pero del agua emergía, en un enorme grupo marmóreo, el monstruo Escila. La escultura, naturalmente escogida por Tiberio, era casi una representación de su cada vez más vivo rechazo de las mujeres: el rostro era dulce y sonriente, pero el bello torso femenino se dilataba, de la cintura para abajo, en una maraña de tentáculos que envolvían a los marineros de Ulises para devorarlos.
En aquella spelunca, la muerte pasó junto a Tiberio mientras le servían la comida. Un temblor arrancó de la bóveda una lluvia de piedras. Todos huyeron, algunos fueron aplastados, y el emperador, al que ya le costaba moverse, tardó en reaccionar. Pero un oficial se precipitó sobre él para protegerlo; lo empujó a un rincón y arqueó los músculos de los brazos y de la espalda, haciendo puente sobre él con su cuerpo.
De modo que a Tiberio, en el momento en que creía que iba a morir, se le grabó en la mente el rostro del tribuno militar Elio Sejano. Y este, en aquel instante de riesgo, se ganó confianza e influencia, escaló puestos en la jerarquía, conquistó un puesto privilegiado junto al emperador. Pero nadie imaginaba que iban a llegar años terroríficos para Roma.
El racimo de uvas
Una tranquila mañana, en la residencia vaticana, el joven Cayo estaba jugando con una nidada de pavos reales en la pajarera -un escape del horrible estado mental en que vivían- cuando Zaleucos le susurró con terror que habían detenido a Clutorio Prisco, escritor de pluma vivaz y antiguo compañero de Germánico, que con motivo del asesinato de este había compuesto a vuelapluma un poema doliente y rabioso que fue pasando de mano en mano.
Tiberio había abolido totalmente en Roma los antiguos comicios, es decir, las libres elecciones de los magistrados, y Clutorio había dicho con sarcasmo a los amigos que paseaban por el Foro:
– Id a ver: al pueblo romano se le ha quitado la voz. En los Saepta Julia, el recinto donde se votaba, ahora se celebran espectáculos.
Por desgracia, había hecho ese comentario cortante junto a un oyente peligroso. Se habían presentado en su casa antes del alba y se lo habían llevado.
Nerón, el hermano mayor, reaccionó con arrogancia.
– Es una acusación ridícula. Lo absolverán.
Cayo, en cambio, se alarmó muchísimo, pues el detenido era amigo íntimo de Nerón, vital e imprudente como él.
Y Agripina, con la angustiosa lucidez que le había hecho prever las desgracias de aquellos años, declaró:
– Este es el primer proceso contra nosotros.
Cayo miró a su madre, que se retorcía las manos como en el palacio de Antioquía, vio a sus hermanos que charlaban, inquietos, se acordó de su padre: «Si no es necesario hablar, calla. Nunca sabes realmente a quién diriges tus palabras».
– Entremos en casa -susurró-. Podrían oíros.
En el tribunal, el poeta Clutorio Prisco se encontró con dos sorpresas. Lo acusaron de haber corrompido a unos funcionarios, lo que era falso; pero también de haber escrito -lo que era verdad- un cáustico libelo titulado In morte dell'imperatore, cuando este estaba todavía vivo. A modo de explosivo elogio fúnebre, el poeta había relacionado no solo los delitos políticos sino también las perversiones secretas, de las que entonces sabían poquísimo, empezando todas las estrofas con un irónico: «Nosotros, con la muerte de Tiberio, lloramos por haber perdido…». Y había recitado la composición en un corro de amigos.
Druso abrió el diario y empezó una página nueva.
«En nuestros tiempos, el delito llamado crimen majestatis -traicion contra la majestad del pueblo romano, es decir, revuelta armada, conspiración, colaboración con el enemigo-, delito que se pagaba con la vida, ha sufrido una venenosa ampliación jurídica. Como primer paso, Augusto ha modificado la ley para protegerse más a sí mismo que proteger al Estado. Y nadie ha reaccionado. Después, los sutiles juristas de Tiberio han definido como delitos castigados con la pena capital no solo los atentados y las conjuras, sino también los escritos y hasta los comentarios referidos del modo que sea a la "Majestad" imperial. Así, esta ley es el instrumento perfecto, y sin riesgos, para destruir a un adversario. Pero no debe usarse sola. Tiberio nos ha dado una gran lección jurídica: para estar seguros de que un acusado no sale indemne, hay que unir, a la acusación de haber violado la ley De majestate, una segunda acusación escandalosa: concusión, adulterio, magia negra. Si se hablara solo de conspiración, Roma se sublevaría. Pero si el imputado es también un ladrón, o un libertino, o un envenenador, nadie se conmueve. Es el teorema de Tiberio.» Al escribir esto, Druso no preveía que a lo largo de los siglos el Teorema encontraría un gran número de desaprensivos, aunque no siempre hábiles, imitadores.
Los senadores se reunieron servilmente para procesar al pobre poeta. Alguien observó que la única ocupación que le quedaba al Senado de Roma -que había deliberado acerca de la guerra contra Cartago, Pirro y Mitrídates- era instruir procesos de ese tipo. «La libertad de palabra ha sido suprimida incluso entre las paredes de casa.» Pero aquel miedo sin rostro ya los envolvía a todos.
Druso escribió: «…Y puesto que todos -salvo el imputado- tenían prisa por acabar, en un solo día escucharon testimonios falsos o inducidos por el terror y pronunciado la sentencia. Antes de la noche se ejecutó al condenado». Sus breves obras -el afectuoso Lamento en memoria de Germánico y el humorístico Libelo sobre Tiberio, aunadas por la misma censura-, fueron quemadas en la plaza, en una pequeña y rápida hoguera. Un ejemplo que también sería muy seguido en el futuro, aun cuando alguien advirtiera que la mejor ayuda que se puede prestar a la difusión de una idea es intentar prohibirla.
Después de aquello, los amigos fueron espaciando poco a poco las visitas a la silenciosa residencia de orillas del río. Muchas salas comenzaron a volverse demasiado grandes, vacías y desprotegidas, y permanecieron cerradas durante semanas porque el pequeño núcleo familiar no se sentía con ánimos de entrar. Pasear por los jardines se convirtió en un continuo escrutar entre los setos, un hablar en voz baja. Las sombras se tornaron insidiosas, las horas de oscuridad, larguísimas. Se hizo insoportable la luz oscilante de las antorchas, el paso de los centinelas de guardia. Pero no existía ningún otro lugar donde Tiberio hubiera permitido a la familia de Germánico encontrar descanso.