– Los pretorianos tienen dificultades para controlar la ciudad porque están repartidos en las diferentes regiones. Es fácil burlarlos. Debemos reunir a las nueve cohortes en un solo e inexpugnable cuartel.
Concentradas y bajo un único e inmediato mando, las cohortes conquistarían la fuerza operativa y disuasoria de un ejército.
El cuartel fue construido inmediatamente y llamado Castrum Praetorium, una fortaleza dentro de la ciudad. Y se hizo tan siniestramente célebre que el barrio conservaría su nombre durante veinte siglos. Las cohortes de los mílites pretorianos se convirtieron en una formidable defensa contra los movimientos populares y en una temible intimidación contra los senadores disidentes. Como es lógico, Elio Sejano fue nombrado prefecto.
– Ahora que tiene la capital en un puño, se ha convertido en el hombre más poderoso del imperio -susurró con su dolorosa clarividencia Cremucio Cordo, y por el tono de voz se notó que la idea lo aterrorizaba-. Pero creo que todavía no lo ha advertido nadie.
El fin de Cremucio Cordo y de Cayo Silbo
– Nunca hubiera creído que ver amanecer inspirase terror -dijo Druso.
Cualquier voz apenas más alta en el silencio de los jardines provocaba sobresaltos; la hora de las irrupciones, de los arrestos inesperados era, efectivamente, el alba. Y el sol traía las novedades policiales de la noche.
De hecho, apenas era de día cuando se presentó el équite Tario Sabino -el que había llorado de emoción viendo el triumphus ele Germánico- y anunció, desesperado, que estaban instruyendo un proceso contra Cremucio Cordo, su amigo más querido, el apacible historiador con el que había discutido afectuosamente toda la vida, paseando bajo los soportales de los Foros.
Nerón preguntó qué había escrito ese pobre hombre que pudiera ser considerado criminal.
– Dicen que ha osado exaltar el gesto de Bruto cuando mató a Julio César. Ha escrito que Bruto fue el último romano. Sus acusadores han dicho que elogiar un delito significa ser cómplice de él.
El joven Cayo se alejó. «Ninguno de nosotros escapará», pensó con lucidez. Recordó que, durante una cacería en los alrededores de Antioquía, un zorro había escapado de los perros fingiendo estar muerto entre unos arbustos. «La única posibilidad de que no me maten es que crean que no vale la pena hacerlo», se dijo. Su mente ya no formaba pensamientos jóvenes. «No cometeré errores», decidió, antes de volver atrás y preguntar:
– ¿Dónde están los escritos de Cremucio?
– Tiberio ha ordenado a los ediles que los quemen en público -respondió, desesperado, Sabino-. ¡Treinta y cinco años de estudio! Y Cremucio…, ya sabéis lo tímido que es, se ha pasado la vida entre sus libros…, estaba de pie ante Tiberio, y sabía que no tenía esperanzas. No obstante, mientras que todos guardaban un terrible silencio, él ha hablado, y ha dicho: «Todos vosotros sabéis que han transcurrido casi setenta años desde que mataron a Julio César. ¿Cómo podéis considerarme culpable a mí, que aún no había nacido?». Tiberio lo miraba en silencio («truci vultu», escribiría Tácito). Y ninguno de los seiscientos senadores ha replicado. Él se ha visto ante la muerte. «Soy inocente, hasta tal punto que, al no encontrar culpa en mis actos, se me acusa por relatar los actos ajenos», ha dicho. Tiberio ha permanecido callado, sabe que sus silencios pueden matar, y ha aplazado la audiencia, pero sin fijar ninguna fecha. Cremucio ha vuelto a casa solo, y nadie ha tenido valor para hablar con él. Se escabullían para no saludarlo. Ha cerrado la puerta y los postigos.
Permanecieron en silencio mientras un anciano y diligente siervo, que había conocido a Germánico de pequeño, llenaba delicadamente sus copas de vino. Sabían, sin decírselo, que Cremucio estaba dialogando con la muerte.
Dejarse morir rechazando la comida. Una muerte que habían escogido lúcidamente muchos romanos, sin sangre, sin violencia contra sí mismos, sin exponerse a fallar el golpe. Un gesto que no nacía de momentáneos impulsos emotivos, una protesta lúcida, sostenida durante días y días. En el fondo, contaban los que habían visto semejante agonía, solo se sufría realmente los dos o tres primeros días; luego -al menos eso se decía- todo se deslizaba a un limbo de alucinaciones, de cansancio invencible, de trío, de sueños.
– Porque la mente ordena al cuerpo cuándo es el momento de morir -murmuró Zaleucos en griego.
Y el cuerpo se entregaba a la muerte con una limpidez transparente del rostro, un tranquilo abandono de los miembros, un sueño sin sobresaltos.
La madre de Cayo escuchaba con atención; sus ojos destacaban en el delgado rostro.
– Tiberio también sabe, lo que está sucediendo en casa de Cremucio Cordo -dijo-. Por eso ha aplazado el proceso.
Unos días más tarde, Druso pudo escribir en su diario: «Esta mañana lo han encontrado muerto. Ha dejado escrito que estaba seguro de que sus palabras perdurarán aunque hayan quemado su libro, porque los que vienen después de nosotros valoran con arreglo a la verdad. Y ha dicho que se le recordará más precisamente porque lo han condenado».
– ¿Has visto? -dijo, volviéndose hacia Cayo-. Al racimo de nuestros amigos le quedan los últimos granos. Somos nosotros.
Cayo salió al jardín sin decir nada, como siempre. Pensó que algún día haría buscar y publicar de nuevo los libros de aquel muerto. Y mientras pensaba esto, Nerón irrumpió en la sala gritando:
– Han arrestado a Cayo Silio y lo han trasladado a Roma en secreto. Lo procesan hoy.
Se quedaron petrificados.
– ¡Hay que sublevarse inmediatamente! -gritó-. Nos matarán a todos uno tras otro.
Druso se levantó y le puso dos dedos sobre los labios. El grito de Nerón se convirtió en sollozos de rabia.
– Le han hecho pagar la fidelidad a nuestro padre.
El tribuno Cayo Silio, ya comandante de legiones en el Rin, era el hombre que había enseñado a Cayo, cuando este era pequeño, a utilizar el puñal, el primero que le había revelado algo de la historia de su familia, el que le había regalado aquel caballo tan querido, el mannulus llamado Incitatus.
Cayo salió de la residencia sin avisar a nadie, llevando consigo al ya anciano y completamente resignado Zaleucos. En la calle, le anunció que quería ver al acusado en el único momento posible, es decir, mientras lo conducían al tribunal senatorial.
Sin embargo, a lo largo de aquel recorrido el despliegue de fuerzas era impresionante. Cayo, impotente, solo vio el movimiento tumultuoso de los pretorianos y dos murallas de muchedumbre asustada y muda; por un momento distinguió allí en medio al acusado, sin las insignias de la graduación, que, pese a ser el único que llevaba la cabeza descubierta, sobresalía a causa de su estatura y caminaba muy erguido, con orgullo. El cortejo avanzaba despacio, y la mirada del tribuno Silio pasó por encima de las cabezas de la multitud y llegó hasta él. El muchacho esperó fervientemente que lo reconociera. No sucedió nada más.
Cayo volvió sobre sus pasos mirando al suelo. Pensaba en el inmenso poder que había tenido su padre: la capacidad de hacer, con un gesto, que ocho legiones se sublevaran. Y todo se había disuelto como agua: ni siquiera podía atravesar un cordón de pretorianos. ¡Qué irreparable error había sido prestar obediencia a Tiberio! ¡Cómo debían de haber reído, en secreto, el usurpador y su madre! Sus puños se habían apretado, las uñas torturaban la palma de las manos.
Zaleucos lo seguía en silencio; en su memoria ya no quedaban citas de historiadores o filósofos.
– Los días más hermosos que hemos vivido son aquellos inviernos que pasamos en el castrum -murmuró.
Al día siguiente, Druso escribió: «Acusan a Silio de haber dicho que, si sus legiones se mueven, Tiberio pierde el poder. El acusador ha sido el cónsul Marco Varrón, el siervo más vil de Tiberio. Ha sido horrible. Dicen que Silio entró en la sala encadenado. Siempre ha sido hombre de pocas palabras; mientras Varrón lo acusaba, él lo miraba con desprecio y no decía nada. Al final, solo dijo que su intachable carrera militar lo ha cubierto de odio».