Los ojos de Cayo se detuvieron en esa última línea mientras Druso dejaba el calamus. Y en ese momento llegó jadeando el grammaticus Caro, el preceptor de los dos hermanos mayores, para anunciar que el tribuno Silio había escapado de las manos crueles y humillantes del verdugo suicidándose. Un golpe limpio, de precisión mortal. Y no se sabía quién le había dado en secreto aquel puñal mientras estaba encadenado.
Cayo salió al jardín sin hacer ningún comentario. Aquel orgulloso suicida había sido el primero que lo había tratado como un adulto. Lo asaltaban los recuerdos: el golpe preciso de sita, los dedos sobre la yugular («Si ya no late, se ha ido la vida…»), el fuerte tribuno volviéndose de pronto y diciéndole: «Ten cuidado, cachorro de león…». Soportó los recuerdos uno tras otro, tal como su memoria se los enviaba. Después respiró hondo y se dio cuenta de que no podía franquearse con nadie.
En la biblioteca, Druso cogió de nuevo el calamus y añadió unas líneas: «Escribo esto para que se sepa que, en vista de que ya no podían matarlo a él, se han vengado condenando al exilio a su mujer, Sosia, simplemente porque es la amiga más fiel de nuestra madre. Así se sabrá también que el imperio de Tiberio tenía miedo de una mujer».
Los misterios de Capri
Entretanto, el emperador Tiberio -por instinto y también debido a los venenosos consejos de Elio Sejano, que le pintaba los peligros de Roma aumentados- no iba casi nunca a la capital. Pasaba el tiempo en Miseno, Baia o Capri, a capricho, con poquísimos amigos: un senador que era también un célebre jurista, Coceyo Nerva, el équite Curcio Ático, helenista, apasionado como él de las historias antiguas, algunos literatos griegos. O bien escogía lugares de espléndida belleza, pero controlados e inaccesibles, donde hacía edificar residencias a su gusto, seguras como un castrum en tierras bárbaras. «Las madrigueras del usurpador -decía Agripina-, los escondrijos de su miedo.»
En Tiberio no todo eran sospechas y temores. Era misoginia, intolerancia a las voces, las risas y los ruidos, rechazo de las ceremonias de corte, el gentío, la música, las prendas multicolores, la vivaz presencia femenina. Tenía unas cicatrices profundas y secretas, jamás confiadas a nadie. Sus horas privadas eran humillantes y solitarias. Su orgullo se había visto profundamente herido por el ansioso rechazo de Julia. Ver que su silenciosa e insustituible Vipsania rehacía su vida había supuesto una insoportable desilusión para él. Y Druso había escrito: «Asinio Galo, un anciano, rico y tranquilo hombre de bien es culpable de una sola cosa: haber osado casarse con Vipsania, la mujer de la que Tiberio se había cobardemente divorciado para obedecer a la Noverca, su madre, y casarse con Julia. De modo que Tiberio, una vez tomado el poder, vio ante sí, entre los senadores, al hombre que puede jactarse de dormir desde hace unos años, y con recíproca satisfacción, junto a la que fue esposa del emperador. Quién sabe qué confidencias e ironías, y qué secretos…». El sarcasmo de Druso rayaba el insulto: «El pobre hombre debería haberse retirado a una lejana provincia con esa consorte demasiado célebre y no haber vuelto a dejarse ver. En cambio, falto de astucia, saludó a Tiberio con una devoción que quizá era temor, pero que a Tiberio le pareció una burla. Inmediatamente fue objeto de falsas acusaciones: declaraciones sediciosas y conspiración. Montaron un repugnante proceso y destruyeron al pobre hombre. Lo condenaron a un exilio de por vida, la pérdida de la dignidad senatorial, la prohibición de vestir la toga, la confiscación de sus bienes».
Pero la venganza no había aportado consuelo al emperador. A él, los juegos del circo, las juergas que hicieron famosos a otros emperadores, los amores variados y exóticos, los espectáculos de gladiadores o las carreras de caballos no lo aliviaban de las pesadas tareas de gobierno. Él se sumergía en la lectura de un codex o de un libro, a solas con las solemnes y expertas voces de la antigüedad. Su mente era árida: durante el airado exilio de Rodas no había encontrado otra cosa que hacer que iniciarse en los misterios del arte mágico caldeo. Tenía predilección por los mitos de siglos atrás y tierras muy lejanas. Pero le gustaba rodearse -y cuanto menos soportaba a las mujeres, más aumentaba ese gusto- de jovencísimos compañeros escogidos en las provincias de Asia, a los que su posición, su poder y su misteriosa soledad embriagaban fácilmente. No existían mujeres en su corte.
«Elio Sejano ha comprendido -escribió Druso- que, para permitir a Tiberio todo eso con entera libertad, debía garantizarle un aislamiento inquebrantable. Y come tales instrumentos se ha hecho a sí mismo señor de Roma.» Tiberio sentía cada vez más predilección por la rocosa isla de Capri, sublime en su difícil soledad marina. En la cima de la isla se extendía la inmensa construcción de la villa imperial, que fue dedicada al mayor de los dioses y pasaría a la historia como Villa Jovis.
«Semejante aislamiento resultaría insoportable para cualquiera, pero para él es el moderado precio de su seguridad y de sus placeres secretos», escribió Druso.
Desde la cima de la isla divina, Tiberio dirigía con gran lucidez el imperio a través de un puntual y diario ir y venir de correos; una red planetaria de espías, reforzada año tras año por el celo y el dinero de Sejano, le enviaba informaciones sin filtros. Se comunicaba con los senadores mediante mensajes escritos, auténticas órdenes -a menudo entregadas en mano por la persuasiva presencia de Elio Sejano- que eran leídas con diligente terror. «Y los seiscientos padres de la República obedecen, incluso cuando se trata de acusaciones y condenas capitales contra algunos de ellos, porque Roma está físicamente en manos de las cohortes pretorianas.»
Algunos murmuraban que, lejos de Roma, Tiberio había conseguido distanciarse inexorable, total y despiadadamente de su terrible madre, la Noverca. Todos susurraban que, después de su larga complicidad criminal, por alguna misteriosa aunque sin duda horrible razón, sus relaciones se habían vuelto gélidamente agrias. «Es un consuelo saber que también él la odia», escribió Druso. Sin embargo, nadie conocía las verdaderas razones de aquel odio.
– Yo creo -dijo Cayo- que tu diario se leerá dentro de muchísimos años.
Druso sonreía. Pero sus esperanzas eran una ventana abierta en la oscuridad.
La profecía
Cuando Tiberio partió por enésima vez para Capri, alguien pronunció una profecía abstrusa que enseguida se difundió por Roma. Druso escribió: «Ciertos astrólogos orientales han visto en los planetas que Tiberio se ha marchado de Roma para no volver nunca más».
Excitada por esperanzas opuestas, pero igualmente vivaces, la gente preguntaba cuál era el origen de la profecía. Cayo, recordando los relatos mágicos del anciano sacerdote egipcio en el templo de Sais, también lo preguntó.
«Durante todo el verano han escrutado el cielo con instrumentos traídos por astrónomos caldeos -escribió Druso-. Han leído claramente en los astros que Tiberio morirá cuando intente hacer el viaje de regreso.»
Tiberio encarceló y condenó de manera fulminante a todos los propagadores de esa noticia a los que pudo pillar. «Esta mañana han crucificado a otros tres hombres en el monte Esquilino; anunciaban por las tabernas que Tiberio morirá si vuelve a Roma.» Pero el rumor estaba ya en millones de bocas. Y Druso concluyó con escepticismo: «No se podía encontrar en las estrellas una profecía más útil para el poder de Elio Sejano. Ha prohibido al emperador residir en Roma».
Fuera conspiración, superstición o miedo, el hecho es que Tiberio no regresaría a Roma en todos los años que le quedaban de vida. Y no querría ver nunca más a su madre. Como la mayoría de los romanos cultos, no tenía fe en ninguna religión, pero su racionalismo encontraba un curioso complemento en una confusa idea de inaprensibles fuerzas astrales que movían despiadadamente la suerte de los hombres. Se decía que ejercía una enorme influencia en él Trasilo, el astrólogo al que había conocido durante el exilio en Rodas y al que tenía siempre cerca para hacer consultas diarias.