Acababa de empezar la nueva mañana, y la invernal luz azul había invadido los jardines, cuando Cayo se topó en el atrio con el antiguo jefe de la guardia, un veterano de Germánico, que había subido corriendo la gran vía.
– ¡Han arrestado a Nerón en Capri, en la villa de Tiberio! ¡Lo traen a Roma encadenado!
Mientras Cayo lo miraba petrificado, Druso, sin avisar, sin saludar, desapareció. Cayo fue corriendo a la biblioteca y vio el bargueño abierto: el estante del diario estaba vacío. Días atrás, Druso había aludido a una villa que tenían en Umbría, junto a las sagradas fuentes del Clitumnus, había hablado de la antigua y poco frecuentada vía Anerina, la más corta desde Roma hasta Umbría, rodeada de bosques y senderos montañosos que descendían hacia el mar Adriático. Y desde allí se podía desembarcar en Iliria.
Cayo volvió atrás y se preguntó, angustiado, cómo iba a decírselo a su madre. La vio en el atrio, de pie, rodeada de los fámulos aterrorizados, pero ya no había nada que decirle, porque frente a ella estaba un oficial con algunos hombres armados y le notificaba, leyéndola en voz alta, una acusación policial de conspiración, unida a una providencia de confinamiento en el domicilio: prohibido frecuentar a extraños, prohibido mostrarse en público en Roma. Agripina no dijo nada. Tendió la mano y cogió aquel terrible escrito. Sus blancos dedos no temblaban. El oficial se marchó tras dirigirle un brusco saludo. En la entrada de la residencia apostaron a un guardia armado. Y empezaron a instruir el proceso con la lentitud y la solemnidad que exigía la importancia de las víctimas.
La noche antes del juicio, la residencia se había vuelto tan grande que daba miedo. Cayo y su madre no tenían noticias de Druso.
– Pero si quieren arrestarlo-dijo Agripina, desesperada- lo encontrarán. -Se le quebró la voz, su angustia de madre resultaba asfixiante-. Nadie ha salido de aquí sin que los espías de Tiberio lo sigan.
– Druso es hábil, y no sabemos adónde ha ido -mintió el muchacho para calmarla, y, mientras decía esto, pensó que se estaba quedando completamente solo. Se acordó de su padre: «Sustine, aguanta. Tendrás tiempo».
El aire de aquella noche de enero romana se había tornado extrañamente suave, o quizá la angustia hacía tan costoso respirar que tenían la habitación abierta. Su madre llevaba los hermosos y finos cabellos recogidos hacia atrás con mano distraída, sin la fina raya ni las dos elegantes ondas a los lados de la cara que a lo largo de los siglos la harían inmediatamente reconocible en las esculturas talladas en mármol. Tenía las mejillas hundidas y una sombra oscura alrededor de los ojos, ya de por sí profundamente metidos en las órbitas, como los de su hijo. Pero no se venía abajo, conservaba el dominio de sí misma en los más pequeños gestos, parecía que no tuviese emociones.
Cualquier ruido, viniera del lugar de la casa que viniera, a él lo hacía sobresaltarse. A ella no. Se mantenía firme, con las manos, muy delgadas ahora, cruzadas sobre las rodillas.
Ira una noche oscura. Ella miraba al chiquillo, miraba un instante hacia el fondo, hacia la sucesión de amplias salas vacías.
– ¿Has visto? -dijo, pero no añadió nada más.
Nadie en toda Roma se había atrevido a infringir la orden de Tiberio, a acercarse esa noche a la casa donde estaban ellos dos solos. Nadie se había movido en toda Roma por la nieta de Augusto, la sangre más noble del imperio, la viuda del queridísimo Germánico, la esperanza del pueblo. De los seiscientos senadores, nadie; nadie tampoco de los poderosos colegios sacerdotales. Ella había alejado a gran parte de los siervos, incluso a los más fieles, que se resistían; los había enviado a una villa suburbana.
Cayo no había visto nunca la casa en aquel estado, vacía, las luces titilando lejanas y de vez en cuando alguna, olvidada, apagándose. Agripina también había escrito un diario, lo había escondido, no había hablado sobre él con nadie. Pero tenía pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir a ella. En realidad, no se sabría nada de él. Mientras acariciaba a su hijo -que tenía la cabeza apoyada en sus rodillas, como de pequeño-, le dijo con lucidez que era muy joven y podía escapar de la Noverca y de Tiberio simplemente fingiendo: hacerse el tonto, interesado solo por fútiles juegos, inofensivo. Como el anciano tío Claudio, la imbele leyenda familiar. Solo así lo dejarían vivir, y quizá cómodamente, porque parecería a los ojos de todos una prueba de su clemencia y bondad.
Cayo le preguntó, susurrando -ya hablaban siempre en voz baja, incluso dentro de casa-, si no podía utilizar también ella esa arma.
Su madre respondió que no la creerían y meneó la cabeza con tierna compasión por lo que veía como un rasgo de ingenuidad. A ella solo le quedaba un camino, dijo: aguantar hasta el final su suerte. Valiente e indomable, fiel a su marido y al orgullo de su casa, y a sus derechos pisoteados, hasta más allá de la muerte. Le dijo que en el futuro se hablaría de ella. Y como él lloraba con la cabeza escondida, dijo riendo:
– Nos queda una esperanza. Nadie sabe cuántos días va a concederle la suerte a Tiberio.
Se oía el caudaloso río. Al otro lado de aquellas aguas, en otro palacio medio vacío en el monte Palatino, en las estancias donde Augusto había vivido muchos años atrás, pasaba la noche -una de sus noches de poquísimas horas de sueño- la vieja e implacable Noverca, la mujer que había logrado transformara Augusto, el pacífico, el clemente, en el más injusto enemigo de su sangre.
A través de la oscuridad de Roma, Agripina miró hacia esa colina y declaró que la Noverca no quería morir dejándola a ella, libre y viva, sobre los hombros de Tiberio.
– No llores -concluyó-, pero no te hagas ilusiones. Nos hemos ido todos de aquí, uno tras otro. Pero tú recuerda que, si consigues vivir, tendrás el placer de decidir la manera de vengarme.
Fueron a prender a Agripina cuando aparecieron las primeras luces del alba. Ella se echó sobre los hombros un manto ligero, se volvió, abrazó con naturalidad a su hijo y luego, apartándose sin llorar, le dijo que no olvidara la pequeña nidada de pavos reales ni la pajarera. Él se lo prometió; y se quedó solo en casa, con el preceptor griego, el aterrorizado Zaleucos. Era una mañana gélida, el viento descendía hacia la ciudad desde los Apeninos nevados. Zaleucos bajó hasta la entrada de la villa junto al río y volvió a subir; dijo que la entrada estaba custodiada por los pretorianos.
En Roma se contó en voz baja que se habían presentado muchos testigos contra Agripina y Nerón ante los senadores. Según las acusaciones, ambos habían violado la terrible Lex de majestate. Los declararon culpables juntos: la complicidad transformaba el delito en conjura. Los senadores los consideraron unánimemente «enemigos del pueblo romano». Pero el proceso se había celebrado a puerta cerrada y oficialmente no se informó de nada.
Con sádica reiteración, las queridas residencias familiares se convirtieron en cárceles: Tiberio desterró a Agripina a la isla de Pandataria, donde Augusto había encerrado a Julia, la isla persa del mar Tirreno desde la que, los días claros de invierno, se veían los montes Albanos, los montes Lepini y, hacia el sur, las islas y la costa del golfo Partenopeo. Nerón fue desterrado a la vecina isla de Pontia, actualmente llamada Ponza.
Contaron que Agripina había realizado aquel viaje encadenada, con una gran escolta militar, pero dentro de una litera para que nadie pudiera acercarse a ella. Y en efecto, nadie volvería a verla jamás. Y copio por efecto de una larga censura, las páginas de Cornelio Tácito que relataban objetivamente su suerte final fueron arrancadas y desaparecieron.
De aquel rápido proceso, de las acusaciones, de los testigos, de cómo se defendieron los imputados y si se les permitió hacerlo, al joven Cayo nadie le contó nada. Él no pudo preguntar.
La tutela de la Noverca
Inmediatamente fue a buscarlo un oficial con una escuadra de pretorianos, y él, al verlos al fondo del atrio, pensó que iba a morir. Por un instante casi le pareció fácil. Fue a su encuentro en silencio, dejando atrás, una tras otra, las estancias de la casa. Los fámulos y los libertos que habían ayudado a su padre lo miraban con desesperacion.